Capítulo 68

La bestia podía moverse muy rápido. Luke lo sabía. La última vez que la había oído, su aullido había sido arrojado al cielo desde el lado opuesto de la casa; lo que él creía que era la parte delantera. De modo que trató de tranquilizarse diciéndose que podría escapar por la puerta trasera de la cocina, llegar a la camioneta y largarse mientras la bestia rugía y deambulaba por la parte delantera.

Pero solo se había alejado de la puerta trasera media docena de pasos por la hierba cuando volvió a oírla. Esta vez delante de él, a su derecha, donde el bosque recuperaba su inmensidad oceánica a la derecha del huerto. Era como si también ella estuviera corriendo hacia la camioneta, consciente de sus intenciones. Y debía de haber cubierto cincuenta metros en cuestión de fracciones de segundo.

Apoyado sobre una rodilla, Luke recorrió la base de la línea de los árboles con la mira, previendo la impaciencia de una figura alargada apretada contra el suelo.

Sin embargo, no vio aparecer nada. Los árboles permanecían quietos y oscuros bajo la lluvia. ¿Enmascararía la lluvia su olor?, se preguntó Luke en vano, ya que en todo momento ella había sabido la situación exacta de él y sus amigos. Y ahora estaba observándolo; lo sabía.

Luke continuó hacia el vehículo, de puntillas, con la respiración demasiado ruidosa e incapaz de detener los silbidos cada vez que cogía o soltaba aire por la boca como si fuera un perro viejo cansado. Solo podía ver la figura blanca de la camioneta por la visión periférica, pues no apartó los ojos de los árboles ni un instante.

La caótica y dispersa plantación de árboles frutales del huerto y el surco del camino de tierra le permitirían, con su amplitud, apuntar con el rifle, pero deseó amargamente que la parte trasera del vehículo no hubiera estado tan cerca de la línea de los árboles.

Decidió entrar en la camioneta por la puerta del conductor, apuntando al bosque con el rifle hasta el último momento. Solo tendría un disparo, como mucho, si ella optaba por salir de entre los árboles mientras entraba en la camioneta. Media docena de pasos: un brinco.

Abierta la puerta del conductor, se introdujo en el vehículo y se sentó en el amplio banco frente al volante, sin atreverse siquiera a pestañear. Bajó completamente la ventana del lado del copiloto, cerró su puerta y luego apoyó el cañón del rifle en la pieza inferior del marco de la ventana del pasajero. Si la camioneta todavía funcionaba y lo llevaba por el camino, podría disparar desde ese lado.

Dejó el cuchillo en el salpicadero de plástico, recuperó las llaves de la boca y trató de introducir la llave en la ranura de la columna de dirección. Le temblaban demasiado las manos. Una de ellas estaba negra por su propia sangre, ya que con ella se había apretado la herida de la cadera. Nada más vérsela volvió a sentir mareos y náuseas. Al tercer intento consiguió acertar con la llave en la ranura.

La giró. Sonó un clic. Se encendieron unas luces verdes que indicaban los niveles de aceite y la temperatura. Unas lucecitas ámbar rodearon el dial del velocímetro y el medidor del depósito de gasolina. Pisó el embrague con la planta sucia de un pie descalzo. El pedal estaba duro. Volvió a girar la llave.

La camioneta vibró. El motor se encendió de inmediato, algo que parecía increíble. Pero no le alcanzaría el combustible. El motor se averiaría. Nada le saldría bien. Así funcionaban las cosas.

Borró de un plumazo el torrente de pensamientos.

Y el motor se caló. El frío. Giró la llave de nuevo. El motor regresó gimoteando a la vida. Y otra vez se apagó con un chisporroteo. Luke comprobó el indicador de la gasolina; quedaba alrededor de una décima parte del depósito. Los chicos lo habían vaciado para sus estúpidas piras. ¿Hasta dónde lo llevaría esa cantidad de gasolina? Donde fuera estaría bien.

Giró la llave por tercera vez con el temor de ahogar el mecanismo. El motor rugió y revivió con un resoplido. Pisó el acelerador con el motor al ralentí, tosiendo de un modo muy feo. La camioneta era vieja y había estado expuesta a la lluvia. ¿Cuánto tiempo tardaría en calentarse el motor? ¿Podía esperar?

Volvió a mirar hacia la línea de los árboles, maldiciéndose por haberse distraído. Un instante era lo único que separaba la vida de la muerte en aquel paraje. Phil había aprendido esa lección por las malas.

No advirtió movimiento.

El cristal del parabrisas estaba demasiado empañado para mirar a través de él. Luke encontró la palanca de los limpiaparabrisas en la columna de dirección. Los encendió; y también los faros antiniebla; y las luces de emergencia.

—¡Mierda!

«No, déjalas encendidas».

Quitó el freno de mano y metió la primera marcha con la mano derecha en el volante. Con la mano izquierda mantenía firme el rifle con la boca del cañón sobresaliendo de la ventana del copiloto, con un dedo en el maldito gatillo.

La camioneta se movió debajo de él por la hierba, en dirección al inicio del estrecho camino. Estaba acelerando con demasiado ímpetu. Aflojó el pedal del acelerador. Era fácil despistarse conduciendo un vehículo, con la atención puesta en las sutiles presiones ejercidas con los pies y las piernas. La última vez que había conducido había sido una furgoneta hacía cinco años, cuando se había mudado de apartamento, de un rincón oscuro de Londres a otro.

La camioneta abandonó el claro y se incorporó al camino dando bandazos; los neumáticos parecieron encontrar los surcos que habían abierto en el trayecto de ida. Estaba resultando demasiado sencillo.

Sus ojos saltaban de un lado a otro; su mirada partía desde la línea de los árboles a la izquierda del camino, recorría los frutales del huerto y regresaba al trozo de bosque que tenía a su izquierda. Todo permanecía inmóvil. Una ráfaga de esperanza le hinchó el pecho. Eructó tontamente. Necesitaba aire; abrió la ventana de su lado.

Miró por el espejo retrovisor por primera vez. Se le nublaba la visión. Tenía la cara manchada de sangre allí donde se había tocado con las manos pringosas y rojas para enjugarse el sudor y las lágrimas; una barba mugrienta le hacía parecer un hombre del neolítico. Los ojos rodeados por un cerco rojo le daban un aspecto de bobo, y algo parecido a la capa exterior de una empanada le recorría la parte superior de la frente, por debajo de la diadema de flores secas, hasta la ceja izquierda. Unas arrugas profundas y pálidas de preocupación le surcaban la mugre adherida a la piel junto a los ojos y la boca.

Pasado el huerto, la casa oscura prácticamente había desaparecido del espejo retrovisor, y Luke se dio cuenta de que había empezado a entonar una salmodia.

—Vamos. Vamos. Vamos. Vamos.

Luke enmudeció y se quedó helado cuando descubrió que más adelante los árboles se inclinaban y se combaban sobre el camino enfangado. Y cuando dejó atrás el huerto, el mundo se oscureció y él enfiló por un túnel natural, por un embudo de denso follaje. La vegetación lo fustigaba, arañaba los lados de la camioneta, entraba por la ventana del conductor abierta y trataba de aguijonearle el ojo, que le escocía cuando lo cerraba. Empezó a meter el cañón del rifle y a cerrar las ventanas. Las exigencias de la acción eran excesivas para su menguada coordinación. El vehículo dio una sacudida y se paró.

—¡Puta mierda!

Luke estaba colérico. La culata del rifle se había quedado atascada en algo y no le permitía entrar el rifle más de lo que ya estaba, lo que le impedía cerrar por completo la ventana del copiloto. Luke se había transformado en un cuerpo tembloroso, todo él enormes codos y pies torpes, y con la cabeza como un bombo y saturada de pensamientos fugaces. Se odió; odió los árboles, aquella tierra, todo. Creía en presencias divinas malignas, en las fuerzas sobrenaturales del destino que lo retenía allí, privado de equilibrio y ridículo en la torpeza con la que realizaba cualquier acción. Su existencia era una farsa sanguinolenta.

—¡Basta! ¡Basta! —ordenó a la voz dominante de su cabeza.

«Has llegado hasta aquí. Has hecho lo que debías para llegar hasta aquí».

Respiró hondo. Volvió la mirada hacia la derecha y levantó lentamente la culata del rifle para extraerla de una raja en la funda de vinilo del asiento. Cerró por completo la ventana del copiloto y dentro quedó protegido herméticamente del aliento frío y húmedo del bosque y de los árboles que se alzaban inquietantemente cerca. Volvió a inspirar hondo y se llenó los pulmones de aire.

Arrancó el motor. Echó un vistazo al espejo retrovisor por puro instinto y se quedó mirando atónito la imagen reflejada. ¿Se había desplomado una rama larga y oscura sobre la plataforma de la camioneta? Sí. Y tuvo la sensación de que las ruedas traseras se habían hundido ligeramente, o enterrado en el barro.

Contuvo la respiración.

Sacudió la cabeza con incredulidad.

Se volvió para mirar a través del vidrio que tenía a la espalda.

Y vio el final de una figura negra que había emergido de detrás de la parte trasera del vehículo.

Y desaparecía entre los árboles.

Pero había dejado algo antes de marcharse.

Luke desvió la mirada hacia la plataforma. Surtr lo miraba fijamente, con los pálidos ojos azules completamente abiertos en un gesto de sorpresa y con la boca sin labios abierta, como diciendo: «¿Me recuerdas?».

Debajo de los pechos, su caja torácica estaba abierta como una caja de cartón. Dos alas de carne de un rojo blancuzco partían de una columna vertebral completamente expuesta. Estaba muerta, sumida en las tinieblas, pero permanecía sentada con la espalda recta, con el cuerpo sin vida apoyado contra la portezuela de la plataforma de la camioneta. Una fuerza fabulosa había cometido aquella atrocidad con tendones, músculos y huesos. El cuerpo de la chica estaba literalmente abierto en canal.

«Sigo aquí —estaba diciéndole la bestia—. Te acompañaré en cada centímetro de camino».

Luke agarró con manos torpes el rifle, pero las dimensiones del interior de la camioneta le impedían girar la larga arma de fuego. El motor volvió a calarse.

—¡Quieto! —se gritó.

¿Qué más daba hacia dónde apuntara el rifle? El arma era poco menos que un estorbo dentro del vehículo; ni siquiera podía maniobrarlo. Lo que necesitaba era velocidad.

Giró con decisión la llave y el motor chirrió. El interior de la camioneta se sacudía mientras el motor resucitaba a regañadientes. Pasó de la primera a la tercera marcha en cuestión de segundos y su pie empezó el baile de saltos del pedal del acelerador al del freno mientras él iba dando volantazos que hacían que la camioneta diera bandazos. Luke sentía debajo del suelo metálico los esfuerzos que realizaban los neumáticos agarrándose al suelo y patinando para mantenerse rectos y alejarse de aquel lugar.

Luke tenía el rostro ardiente y surcado de sudor frío. Dos veces había estado a punto de salirse del camino y estrellarse contra los árboles. No se había puesto el cinturón de seguridad.

—¡Cabrón estúpido!

En el espejo retrovisor, Surtr se balanceaba y se agitaba, saltaba y se golpeaba, pero en ningún momento apartaba los ojos de él.

Y entonces, de repente, algo se movió detrás de la chica.

Solo de vez en cuando la luz cenicienta se filtraba entre las copas de los árboles que cubrían el camino lleno de surcos y brillaba con su tono acerado entre los ramajes que ansiaban —para eso habían sido diseñados— envolver el camino y hacerlo desaparecer. Pero sobre la cabeza oscilante de la pasajera que llevaba detrás vislumbró algo que corría raudo a cuatro patas, siguiendo la camioneta. Solo lo vio fugazmente, durante un instante no más largo de lo que tardó en exclamar:

—¡Oh, Dios mío!

Echó un vistazo al camino por encima del capó y luego volvió a mirar el espejo retrovisor. Detrás del vehículo, una negritud desgarbada se irguió y desapareció entre las sombras agitadas del margen del camino en lo que Luke tardó en pestañear. La figura no se había acercado a menos de una veintena metros del parachoques trasero, pero había exhibido su estatura erguida sobre aquellas patas negras, delgadas como zancos y cuyas rodillas se doblaban en el sentido inverso.

Luke encendió apresuradamente los faros y puso de inmediato las luces largas. El repentino nacimiento de luz blanca lo reconfortó instantáneamente en medio del pasaje de hojas impregnadas de lluvia aporreando el parabrisas, como las manos fofas de unos manifestantes intentando detener el vehículo de un diplomático atravesando una multitud.

La bestia había estado corriendo por el camino detrás de él, infatigable. Tenía el cuerpo oscuro y unas patas traseras delgadas. No le había visto cola. Una breve ráfaga de claridad le recorría el flanco musculoso.

—¡Dios mío!

Avanzaba a cincuenta kilómetros por hora cuando se golpeó la cabeza contra el techo de la camioneta y se vio obligado a aminorar la velocidad, con un ojo cerrado del dolor. Una herida antigua allí arriba se había vuelto a abrir, o simplemente se había prendido fuego.

La camioneta continuó avanzando lentamente, patinando por el suelo. Luke pasaba más tiempo con la mirada puesta en el retrovisor que más allá del capó blanco y húmedo.

Por ese motivo frenó en seco cuando algo cruzó disparado por delante del morro del vehículo. Luke se golpeó el esternón contra el volante e hizo sonar el claxon; su frente se estrelló contra el parabrisas, rebotó y finalmente acabó aplastada contra el cristal frío.

Por un momento estuvo desorientado, hasta que sus sentidos completaron el aterrizaje seguro y le devolvieron la conciencia del espacio. Apretó la espalda contra el respaldo.

Mientras bajaba la mirada atisbó un fragmento de algo moviéndose, pegado al suelo, escabulléndose entre los árboles. Algo delgado pero musculoso.

Si no hubiera parado, se lo habría llevado por delante.

—¡Joder!

El motor había vuelto a calarse, y Luke se juró que si volvía a hacerlo se bajaría del vehículo y atravesaría con una bala el capó de aquella mierda de camioneta que no hacía más que chisporrotear y dar bandazos.

Volvió a arrancarla con el pánico haciéndolo tiritar como si de repente estuviera congelándose.

¿Se habían quedado ahora las ruedas traseras atascadas en un surco? La camioneta solo avanzaba a intervalos, como si estuviera puesto el freno de mano. El motor gemía y despedía humo. De pronto, todo el vehículo salió disparado hacia delante con una sacudida y estuvo a punto de salirse del camino.

Algo había estado reteniendo otra vez la camioneta, desde detrás.

Luke echó un vistazo al espejo retrovisor. Una figura negra emergió de repente detrás del vehículo y se irguió como si estuviera sobre unos zancos largos y endebles.

Y al momento apareció en el techo de la camioneta; encaramado a ella y abarcando con su cuerpo todas las ventanas. Luke se oyó gritar. La tenue claridad se oscureció. Por todo el techo resonaban martillazos; el golpeteo de unos pies huesudos contra la chapa metálica mortificaba los oídos sensibles de Luke. La superficie rosada y con pezones de un enorme vientre canino y cubierto de pelo negro ocupaba el parabrisas. Luke atisbó de refilón un ojo ámbar del tamaño de una manzana a su derecha.

Se volvió hacia el ojo.

Pero lo que vio fue una boca descomunal abriéndose, con las encías negras y unos colmillos amarillos del tamaño de un dedo corazón. Su aliento se condensaba en el cristal. Y entonces desapareció.

Y también Luke, con el pedal del acelerador apretado contra el suelo metálico de la camioneta y su mente revuelta atrapada en un tornado furioso, con las ramas de los árboles rayando los costados de la camioneta y las ramitas arañando los cristales como si tuvieran garras y quisieran abrirlo como una ostra.

¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! Cascos de caballos parecieron chacolotear por la plancha metálica cuando algo aterrizó de nuevo sobre el techo de la camioneta, antes de enfilar por la plataforma y volver a desaparecer llevándose a la infeliz Surtr agarrada de una pierna, como si sus despojos fueran los restos de una muñeca desvencijada.

Luke seguía gritando cuando la camioneta empezó a dar bandazos de un lado del camino a otro y por un momento circuló por los márgenes del bosque, que se cernía sobre el camino. Un faro estalló. El parachoques se desprendió del vehículo y las ruedas pasaron por encima de él de un modo que Luke sintió más que oyó.

Pisó el freno para recuperar el control del vehículo y esté derrapó y se paró con una sacudida que volvió a estamparle la frente contra el parabrisas.

Luke permaneció sentado, boquiabierto. El vehículo se había detenido cruzado en el camino. Enfrente de él, el techo del túnel de árboles se espesaba y no penetraba ni un rayo de luz.

«Marcha atrás. Primera. Marcha atrás. Primera…». Un buen susto antes de dejar de salmodiar y empezar a gimotear.

Se planteó salir y utilizar el rifle. Luego tuvo la certeza, de nuevo, de que lo único que tenía que hacer era meterse el cañón del rifle en la boca y dar por concluido el aplazamiento de su muerte inevitable.

Terror y unos ojos enormes en un traje de piel sucia: eso era él ahora.

Le temblaban los brazos y las piernas. Se miró la rodilla durante no más de un segundo, pero su parálisis lo alarmó. Sentía un hormigueo en pies y manos, hasta que consiguió mover de nuevo las extremidades para hurgar entre las piernas buscando el cuchillo que había saltado del salpicadero. Cuando lo encontró, afirmó la empuñadura del arma entre la palma de la mano derecha y el volante. La hoja no brillaba y tenía la parte inferior cubierta de sangre. Su presencia dentro de la camioneta le insuflaba una fuerza que sentía como si fuera un fino cable de tensión tendido entre los huesos de sus antebrazos.

Lentamente, en primera, devolvió la camioneta al camino y enfiló hacia las sombras, hacia la oscuridad impenetrable donde no había sitio para la luz del sol y donde nunca había llegado. Era impensable ir a gran velocidad, así que había que conformarse con ir en segunda todo el camino. Sin embargo, la bestia no había entrado en el vehículo. No podía. Quizá. Luke se dijo que si conducía con cautela, podría salir de allí, como un motorista nervioso con una rueda pinchada en una reserva para safaris.

Pasaron los minutos. Cuántos no podía precisarlo. Pero cada vez que daba un giro completo al volante y avanzaba por aquella cicatriz en el cuero cabelludo del bosque más extenso de Europa, se prometía que saldría de él y que aquel terrible túnel oscuro terminaría, y que lo que lo acechaba mientras lo recorría no podía penetrar en su caparazón metálico, y que…

Tomó precavidamente una curva cerrada, en primera, y el faro que conservaba le reveló el interminable camino rectilíneo y angosto que se extendía delante de él. Y la luz también destelló sobre lo que se contorsionaba y se erguía sobre unas patas larguísimas en aquel paraje.

Un ser alto y delgado, con las patas traseras cubiertas de pelo enmarañado, se erguía en la postura previa al salto, con los brazos huesudos, largos como las patas delanteras de un semental, colgándole delante. Y su cabeza descomunal se alzaba como si estuviera intentando identificar un olor o un sonido arrastrado por la brisa. Estaba esperándolo. Esperándolo a él.

Su horrible cabeza, alargada e irregular, se inclinó hacia atrás para recuperar el equilibrio, afirmado sobre unas patas traseras que se encogían como unos resortes, listo para atacar. Unas córneas de un color ámbar rojizo destellaron alcanzadas por la luz del faro.

Luke pensó que era un hombre de una estatura extraordinaria. Por un momento. O un simio, uno grande y esquelético que se preparaba para atacar como un gato. Pero entonces, mientras se posaba en el suelo sobre unas patas traseras increíblemente musculosas, y antes de que saliera disparado hacia él, Luke atisbó otros rasgos en él que le atoraron la garganta con una lengua que estaba seguro que se había tragado aterrorizado.

Su cara densamente poblada de pelo negro y con un hocico bovino húmedo quedó temporalmente expuesta para el escrutinio. Luke no podía sacarse de la cabeza sus ojos casi humanos. Unos ojos extrañamente sensibles. Unos ojos que revelaban unas intenciones atroces. Solo mirarlos le arrancó un gimoteo. Pero durante los momentos en los que pudo observar su carga imparable, le pareció que aquella cabeza asentada sobre un cuello bovino se asemejaba sobre todo a la de una cabra, si bien sus dientes amarillos podrían haber estado perfectamente en la boca de otro ser, extinguido hacía mucho tiempo. Y de ella sobresalían unos cuernos descomunales, también pertenecientes a otra época. Y se dirigían a él. Y él estaba dirigiéndose hacia ellos.

El motor gruñó por las exigencias de la primera marcha, pues Luke no tenía la cabeza para pensar en pasar a la segunda. Por el contrario, sus gritos ensordecedores sepultaron el ruido del motor, hasta que la sangre escapó por su boca y se le nubló la visión.

Y entonces la bestia atravesó el parabrisas.

Fragmentos alargados de hueso ancestral se estrellaron contra la telaraña del cristal. El volante se partió en dos. La parte superior de una cabeza, ancha como una mesita, entró a continuación. Los añicos del vidrio cubrieron a Luke como una lluvia de azúcar. Luke oyó un ruido parecido al pinchazo de una pelota gigante, y a ambos lados de su cuello, los cuernos seguían agitándose hundidos en el respaldo del asiento y en la pared metálica de la camioneta que Luke tenía detrás de los hombros. Hasta que sus orificios nasales, sus dientes y sus ojos estuvieron apretados contra unas cerdas grasientas que sabían a carne podrida y a paja cubierta de boñigas. Entre sus ojos sonó un chasquido como de plástico rasgado: su nariz ya partida.

Las bocanadas de un aliento caliente que apestaba a cardumen y al hedor ácido de las heces de cerdo anegaron el interior de la camioneta; anegaron el mundo. Y Luke sintió ganas de vomitar con la cara sepultada en aquella enorme cabeza desgreñada. Justo antes de que la bestia empezara a zarandearla violentamente.

Luke estaba inmovilizado en el asiento, pero el vehículo se sacudió como si hubiera sido embestido por un autobús a toda velocidad en un cruce. A continuación, dos ruedas salieron despedidas por el suelo. La pared trasera de la camioneta se combó hacia dentro y se oyó un ruido de piedras pulverizadas mientras los cuernos se hundían aún más en el acero del interior del vehículo. El techo gruñó de pronto como un suelo avejentado, y luego se arrugó como una bolsa de papel. La bestia se había quedado atascada, y estaba destrozándolo todo en su intento de liberarse.

Luke notó una nariz entre el estómago y la ingle; húmeda como el marisco y palpitando en su ombligo como el corazón de un bebé. No había una sensación peor que aquella; allí, en medio de la oscuridad, aplastado contra el asiento. Debajo del hocico, la boca de la bestia se agitaba, vibraba y goteaba. Estaba buscando algo que morder y arrancar como papel de calcar entre unos dedos ágiles.

En un gesto postrero, instintivo, o tal vez por un espasmo o un empujón enviado desde el origen de su especie, cuando sus antepasados exhalaban su último suspiro debajo de unos cuernos curvos y de unas mandíbulas paralizantes, sus ojos fueron a parar a su mano derecha. La mano que empuñaba la navaja suiza.

Su brazo derecho había quedado atrapado por un cuerno cuando la bestia había atravesado el parabrisas, pero pudo doblar el codo, y apretar los dientes; también abrir la mandíbula y soltar un grito. Y gritó con todo lo que le quedaba de vida mientras hundía la hoja diminuta en el monstruoso cuello negro.

El alarido procedente de la boca inundada de saliva le reventó los tímpanos. Luke se cayó de bruces en su asiento ante el estallido del choque de espadas.

Y de pronto había desaparecido de su cara, de su pecho, del interior de la camioneta, del capó. El aire impregnado de lluvia entraba por el hueco del cristal hecho trizas del parabrisas y atenuaba el hedor a matadero que flotaba a su alrededor.

Silencio.

Y luego unos rugidos, lejanos, en la perenne oscuridad húmeda del bosque. Unos rugidos que sonaban como una tos para expulsar de la garganta la astilla de un hueso. Luke se miró la mano derecha. Estaba vacía.

El motor se había calado. No había volante.

Cerró los ojos. Volvió a abrirlos. Notaba la boca empantanada. Sangre. Tenía la nariz aplastada.

Tiró el rifle al capó. Luego salió él totalmente desnudo.