Atravesó el pasillo de la primera planta y subió al desván con unos andares tan lentos y torpes que ya deberían de haber oído todos que estaba acercándose. Arriba, sumidos en la calurosa oscuridad, polvorienta y eterna, sabían que iba a por ellos.
Luke se adentró a tientas, desnudo y ensangrentado como un recién nacido, en el espacio penumbroso que ocupaba la parte más alta de la casa. No llevaba ninguna luz consigo; abajo no se le había ocurrido buscar una lámpara de aceite ni velas. Pero enfiló guiado por la memoria hacia el lugar donde recordaba haber visto sentadas a las diminutas figuras. Y ahora que estaba allí arriba comprendió que eran demasiado viejas y estaban demasiado débiles como para hacer algo más que hablar en murmullos.
La lluvia aporreaba el tejado y el ruido se amplificaba dentro del desván. Aun así, Luke podía oírlos a su alrededor. Sus voces eran susurros, a veces ásperos, como las voces en las radios viejas que de repente se debilitan y se convierten en un cuchicheo. Y esta vez no reían. Parecían confusos, como la gente mayor cuando se despierta en la cama y ha olvidado dónde está.
Se adentró encorvado, con la cabeza agachada y los oídos atentos al menor sonido. Al llegar al fondo de la estancia, se arrodilló. Dejó el rifle en el suelo, alargó las manos temblorosas y tanteó las dos sillitas. Toqueteó sus vestiduras, secas como pan del día anterior, luego las extremidades, no más gruesas que unos instrumentos de viento de madera, hasta que encontró la primera de las cabecitas.
—Los matasteis entre las piedras —musitó Luke—. Lo sé, vosotros me lo mostrasteis. Los transportasteis en carros para matarlos.
Posó un dedo sobre el cráneo que se movía lentamente, levantó el cuchillo por encima de la cabeza y descargó una puñalada.
La hoja atravesó una piel no más tirante que un pergamino, un cráneo de ave, fino como la cáscara de huevo, y se hundió en los vestigios de un órgano vivo. Una magia ancestral debía de haberlo mantenido con vida, pero el acero del presente puso fin a su existencia eterna y miserable; una vida que muy bien podía haber comenzado cuando los árboles colosales de aquel bosque eran meros retoños.
La otra figura crujió en la oscuridad e intentó morderle los dedos. Luke oyó el tableteo de su mandíbula seca.
—Vi vuestra vieja morada. Estuve en ella. Solíais atarlos suspendidos sobre una pila. Vosotros me lo enseñasteis. ¿Amamantabais a vuestro dios con sangre?
Luke tuvo la sensación de que la segunda figura era una mujer, a pesar de que la oscuridad impenetrable que reinaba en el desván y lo deterioradas que recordaba las figuras de cuando las había visto no le permitían saberlo con certeza. Sin embargo, se quedó sorprendido de lo precisos que podían llegar a ser sus instintos cuando no contaba con una alternativa para guiarse.
Cuando sus dedos se toparon con ella en la oscuridad, oyó que su pico de cartílago volvía a abrirse, y a continuación advirtió el chasquido de las encías secas chocando con la articulación de su dedo. No sintió dolor, pero tuvo que reprimir un grito. La mujer se resistía al final, como un insecto agonizante con el aguijón firme dirigido a la cabeza afilada de un pájaro.
Luke despachó al segundo fósil con prontitud, hundiéndole la navaja empuñada como si fuera una daga en el centro del cráneo al tiempo que le estrujaba el cuello arrugado. Le pareció que la cabeza se derrumbaba convertida en polvo. Inhaló algunos fragmentos; tosió y escupió.
Se levantó y, guiado por sus crujidos y sus murmullos dirigidos a las paredes, fue buscando a tientas por ambos lados de la minúscula sala del trono sus rostros de facciones afiladas, sus viejas cabezas secas y sus sonrisas disecadas, y atravesándolos con la hoja. Acabó con todos. Uno a uno. Convirtió en polvo todas las cabezas. Hasta que cesaron los susurros y dejaron de agitarse confinados en las ligaduras que los mantenían enteros.
Cuando terminó con ellos, se agachó y recogió el rifle. Y mientras sus pensamientos se centraban en la recuperación de su ropa, en un lugar remoto del bosque sonó un rugido tan horripilante que Luke perdió el equilibrio y cayó de culo sobre el suelo del oscuro y caluroso desván.
El alarido del espantoso buey. El aullido del perro-demonio.
El cielo lluvioso, los troncos centenarios de árboles dormidos y la cruda tierra fría hicieron de cámara acústica, y desde el interior de ese espacio, el gemido de angustia más ancestral y doloroso perforó los tímpanos de Luke y de todos los seres vivos que lo oyeron. Era el llanto de una madre.
Unos instantes después también oyó a Surtr. La chica soltó un chillido y Luke supo que había encontrado un final súbito y doloroso en las garras o los dientes de algo mucho mayor que ella. Moder estaba regresando a casa, atraída por la pérdida de los suyos.
Luke salió a gatas y bajó la escalera del desván de una manera que no alcanzó la categoría de caída. Entró corriendo en el dormitorio de Loki y Surtr y escudriñó el bosque. El sol apenas se mostraba en el cielo, parecía que se había escondido asustado detrás de unos nubarrones bajos.
El rugido bovino tronó de nuevo. Luke no la veía, pero sabía que se había acercado. En algún lugar no muy lejano, los flancos de Moder estaban estremeciéndose de pena, y el aullido que emitió vibró. Estaba fuera de sí. Cegada por la ira. Preñada de resolución.
«¡La camioneta! ¡La camioneta! ¡La maldita camioneta!».
Con la navaja en una mano y el rifle en la otra, desnudo y mugriento, Luke bajó corriendo las escaleras flotando sobre los pies y entró tambaleándose en la cocina. Echó un vistazo por la ventana.
El diminuto cuerpo de la anciana había desaparecido de la hierba.
Se le pasó fugazmente por la cabeza meterse el cañón del rifle en la boca y luego encajar el dedo gordo del pie en el arco del guardamonte.
La ancestral presencia negra no era visible, pero llegaba a todas partes; se elevaba y envolvía la casa; ejercía tanta presión sobre sus pensamientos que los endurecía hasta convertirlos en diamantes de un terror que era absoluto, sin sentido, puro y completo. Luke se quedó paralizado, boquiabierto; se meó en las piernas sucias. Le empezó a temblar un brazo de un modo tan terrible que tuvo que sujetárselo con la otra mano. Soltó un gruñido que no sonó como nada que hubiera salido anteriormente de su boca.
«¡La camioneta!».
Se estremeció sobre la mesa, hiperventilando, temblando de la cabeza a las plantas negras de sus pies de Neanderthal.
Demasiadas cosas para tan pocas manos: rifle, navaja, llaves.
Se puso las llaves en la boca, sofocando todos los gritos que pugnaban por salir al exterior. Sus dientes se derretían como mantequilla alrededor del llavero metálico.
Con el rifle por delante —la culata fija en el hombro—, con la saliva resbalando por el llavero y la navaja en la palma de la mano que mantenía firme el cañón, Luke emergió de nuevo a la mañana cenicienta del mundo ancestral, desnudo.