La puerta de la habitación no estaba cerrada con llave. Al abrirla, esperaba que alguien con la cara pintarrajeada irrumpiera por ella con una sonrisa de oreja a oreja, o que, por lo menos, estuviera esperándolo fuera oculto en las sombras. Sin embargo, el pasillo estaba desierto.
Salió de la habitación para adentrarse sigilosamente en la penumbrosa casa. Tiró de la puerta a su espalda para cerrarla, pero se detuvo en cuanto los viejos goznes empezaron a chirriar. De modo que la dejó entornada.
Aguzó el oído como nunca antes. Se oía un goteo distante: un ruido monótono y ambiental. Sonó un crujido en el tejado, y luego un listón de madera gimió bajo su pie sucio. La vieja casa estaba en continuo movimiento, con su vetusta columna vertebral intentando soportar el peso de los años.
En un extremo del angosto pasillo estaba la diminuta puerta que conducía al desván; a su izquierda, en el otro extremo, se encontraba la escalera por la que lo habían arrastrado arriba y abajo durante dos días. Entre él y la escalera que llevaba a la planta baja vio otra puerta de madera. Recordó los pasos que oía por la noche; alguien debía de dormir en esa habitación; dos de los chavales.
Luke enfiló hacia la escalera, manteniendo los pies apoyados en los márgenes del suelo combado y la cabeza agachada. Era como moverse por debajo de la cubierta de un viejo navío. Caminaba con cuidado, pero el suelo crujía, y una vez, al pasar por debajo de la lámpara de aceite, a punto estuvo de perder el equilibrio.
Superada la puerta del dormitorio, se detuvo y aguzó tanto el oído que fue como si enviara su conciencia dentro de la habitación para que se paseara por ella a tientas como un ciego.
Silencio. Quietud.
Al llegar a la escalera, se permitió tragar saliva y volver a respirar. Empezó a dolerle la cabeza: un pinchazo débil que le presionaba la parte posterior de los ojos.
Emprendió el descenso. Se le puso la carne de gallina, como si estuviera adentrándose en un mar gélido. Y cuanto más se alejaba de su habitación, más esfuerzo le costaba reprimir el impulso de salir corriendo, de huir sin más. Le dolían los tobillos y le temblaban los tendones y los músculos de la parte inferior de las piernas de un modo inexplicable, amenazándolo con derribarlo. Apretó los dientes. ¿Por qué su cuerpo quería traicionarlo?
Llegó abajo. Con los ojos y los oídos buscó por todas partes algún indicio de la presencia de los muchachos.
La anciana con los pies ruidosos no le permitiría huir. Quería que acabara el trabajo. De todos modos, si huía directamente al bosque, ¿adónde iría? La bestia vendría a por él muy pronto; ella podía llamarla.
¡La camioneta! ¡Las llaves! ¡La camioneta!
Si ella hubiera querido que huyera, aquella mañana Luke habría encontrado las llaves del vehículo junto con el cuchillo encima de la cama. Pero no podía simplemente entrar en un dormitorio y apuñalar un cuerpo dormido; la simple idea le provocó náuseas y un mareo. Se apoyó contra la pared de la sala diminuta y clavó la mirada en la madera sin adornos, manchada de humo o simplemente ennegrecida por el implacable paso del tiempo.
Avanzó deslizándose de puntillas, pasó por debajo de otra lámpara de aceite y entró en otra sala; en otra época. Las paredes eran de madera oscura, cubiertas de moho y de manchas de humedad cerca del techo abultado. Una luz amarillenta y brumosa entraba por dos ventanitas mugrientas que daban al claro de hierba. Luke advirtió el olor penetrante a madera húmeda, a vestigio de humo.
Buena parte de las paredes estaban atiborradas de artilugios polvorientos: herraduras y huesos de animales entre otros. Otro osario. Huesos y restos del bosque: cráneos que podían ser de martas o de ardillas, cornamentas de ciervos, el rostro de dinosaurio del cráneo de un oso, la mueca espeluznante de un alce. Todos ciegos, disecados.
El mobiliario era artesanal, sencillo. Había utensilios de caza alineados en los estantes de una enorme vitrina: la hoja ancha y ennegrecida de un hacha, el tachón de un escudo, puntas de lanzas y de flechas, hojas de cuchillos y otros elementos corroídos por el óxido que podían ser anzuelos y hojas de cuchillas. Luke vio también un broche ovalado decorado con la imagen de un animal en pleno salto. Y el repentino colorido de unas cuentas de cristal —azules y recorridas por un mosaico sinuoso de rojos, blancos y amarillos— en un platito de latón, un montón de piedras planas y redondeadas talladas como pedernales, o quizá como piedras de afilar. Había otros artilugios, cuya función era un misterio para él, hechos todos ellos de hueso o piedra, y tan viejos y descoloridos que parecían trozos de madera depositados en la playa por la marea. Luke recorrió con los ojos el suelo, las paredes y la mesita buscando el rifle.
Bajo sus pies, el entarimado polvoriento del suelo estaba cubierto por una serie de pieles de venado raídas y mohosas y salpicadas de briznas sucia de paja, que suponían un desagradable recordatorio del bosque y de lo que colgaba de los árboles.
En la sala no había nada que le valiera, ni ropa ni rifle. Giró sobre los talones y recorrió el pasillo. De pronto sintió miedo de la oscuridad que atisbó por el hueco de la escalera y volvió la mirada hacia su derecha. Entró rápidamente en la cocina.
Y allí estaba Fenris. Dentro de la cocina con él. La habitación era más amplia de lo que Luke había imaginado. Era alargada, y el suelo duro y frío estaba cubierto con baldosas de pizarra irregulares. En la oscura mesa yacía Fenris metido en un saco de dormir rojo, sepultado entre las paredes crudas del cajón de una cama. Junto al cajón de madera había una larga tabla también de madera, o tapa, que debía de colocarse cuando el mueble no se utilizaba como cama. La cara alargada y sucia de Fenris sobresalía del saco. Tenía los ojos azules completamente abiertos.
Bajó la mirada y reparó en el chuchillo que empuñaba Luke; luego volvió a levantar los ojos hacia la cara de Luke y se lo quedó mirando fijamente, casi compungido, previendo lo que iba a ocurrir. Pero ¿qué iba a ocurrir?
Las botas tachonadas de Fenris estaban junto a un banco de madera alineado con el enorme cajón de la cama. Luke echó otro vistazo fugaz a la estancia y vio la cocina de hierro con el conducto de ventilación negro, una alacena marrón oscuro, varios cacharros y platos de madera, una puerta trasera. Y una cuna diminuta, tallada a mano, en la que estaba sentada la anciana, ataviada con su polvoriento vestido negro, junto a la cocina, como un gato. También ella lo miraba fijamente, expectante. ¿Qué quería toda aquella gente de él?
Y entonces Luke lo vio. El rifle estaba apoyado contra la pared junto a la puerta por la que había entrado. También Fenris vio que lo veía. Entonces el mundo se convirtió en una realidad borrosa y trepidante en la que el tiempo transcurría demasiado deprisa.
Fenris sacó las piernas del cajón y a continuación el resto del cuerpo, y se puso de pie todavía metido en el saco de dormir, que se deslizó como una lluvia de volantes escarlata hasta sus rodillas.
—Buenos días, Luke. Tal vez ahora vuelvas a Londres, ¿eh? Vestido con tu traje de maricón. Te queda bien.
Fenris había dormido con los vaqueros puestos y con una camiseta de Bathory. En la mano sujetaba el cuchillo. Apareció en aquella mano femenina, en aquella cocina y en la vida de Luke tan rápido que este supo de inmediato que el chico sabía usarlo. Ya lo había usado. Confiaba en él y dormía con él como si fuera su amante.
A Luke se le hundió el corazón como una piedra en el estómago revuelto, donde desapareció. Solo había llegado hasta allí; solo hasta allí y ya se los había encontrado, bloqueándole el camino de nuevo.
Corrió hacia Fenris con el cuchillo a un lado. Entonces, cuando estaba a un paso del chaval, vaciló, por un momento más breve de lo que es capaz de medir un reloj de muñeca. Se preguntó cómo se hacía, cómo se clavaba una punta afilada en un ser humano vivo. Aun después de todo por lo que había pasado, simplemente no formaba parte de su naturaleza. Pero se había detenido a la distancia suficiente para que Fenris esbozara una sonrisa y lo atacara con su brazo delgaducho y blanco.
Luke se estremeció y dio un salto lateral. Entonces se le cortó la respiración cuando sintió el tajo como una masa húmeda cruzándole el hueso coxal. Una larga punzada siguió al corte bajo la camisola. Vislumbró un destello debajo del muslo, y cuando miró, tenía la pierna teñida de rojo hasta la rodilla. Estaba goteando. Perdía sangre a borbotones.
Fenris sonrió, giró el cuchillo en la mano y lo empuñó con la hoja hacia abajo. Luke clavó la mirada en los intensos ojos azules del muchacho y la ira que sintió le impidió respirar. Él no había querido actuar así, y por culpa de su decencia ahora iba a morir en una cocina mugrienta.
—Hijo de puta —farfulló, y la saliva salió disparada de su boca.
Fenris parpadeó para protegerse de las gotitas escupidas por Luke. Y entonces el brazo escuálido y lleno de tatuajes del muchacho cortó el aire directo hacia él.
Luke se escabulló por debajo de su codo y le agarró de la muñeca femenina con una mano, como si hubiera cazado una pelota de críquet que cruzaba el cielo cortando el aire hacia el segundo slip y la tuviera en la mano sin que nadie le hubiera visto atraparla. Y con la otra mano embistió al muchacho con la hoja por delante. Su puño se detuvo cuando el dedo pulgar y los nudillos identificaron el estómago plano de Fenris. Luke retrocedió.
Fenris empezó a jadear. Bajó la cabeza y se miró sorprendido. Luego se le arrugó la cara sucia como si fuera a llorar, como si estuviera profundamente decepcionado porque algo había acabado o porque lo habían engañado.
Luke fue por el rifle. A su alrededor solo oía los gritos de Fenris y su propia respiración, que era ruidosa y la notaba caliente y húmeda en la cara. Se había mareado con la visión de la sangre, que le cubría toda la pierna y también manaba entre los largos dedos escarlata de Fenris, quien se apretaba el costado ensangrentado.
El arma era pesada, poco elegante. Luke la cogió para levantarla y a punto estuvo de caérsele. Le temblaban demasiado las manos para mantener el arma firme o incluso para acertar con el dedo dentro del arco del guardamonte.
Fenris lanzó un aullido con el rostro transido por la ira, el dolor y el pánico. La anciana contemplaba la escena desde su minúsculo cajón de madera, impasible, como extrañamente aburrida del comportamiento de ambos.
Fenris salió del saco de dormir y enfiló hacia Luke, quien forzó la entrada de un dedo nervioso en el arco del guardamonte y apunto el cañón en dirección a Fenris.
Fenris no se detuvo.
Luke apretó el gatillo, pero este no se movió. Probó a girar el rifle para golpear a Fenris con la culata, pero el largo cañón del arma chocó con la pared que Luke tenía detrás. Su propia torpeza y descoordinación de movimientos lo enfurecieron; sentía los brazos como si los tuviera llenos de agua caliente.
Soltó rápidamente el rifle y esquivó la mano huesuda de Fenris, que iba directa hacia él todavía empuñando el cuchillo de caza. La punta de la hoja le abrió una ranura en el bíceps y luego le hizo un corte en el pecho, encima del pezón. Luke lo sintió profundo; y pareció despertarlo. Descargó el talón del pie derecho en el costado sangrante de Fenris.
El chico se derrumbó de espaldas, sujetándose el costado con ambas manos rojas y empapadas. Luke corrió de lado hacia los armarios que había junto a la ventana para ganar espacio y poder respirar un poco de aire. Miró el rifle; una vez había disparado un rifle del calibre 22 en los cadetes de la marina; un rifle de cerrojo. Tiró y empujó el cerrojo con la esperanza de que estuviera introduciendo una bala en la recámara. Apuntó de nuevo a Fenris y apretó el gatillo. Pero tampoco esta vez se movió.
—¡Mierda!
Dejó el rifle apoyado contra la pared y este en seguida se deslizó por el yeso irregular y se estrelló estruendosamente contra el suelo.
Fenris estaba apoyado sobre el sencillo cajón de madera en el que había estado durmiendo. Había soltado el cuchillo para poder sujetarse el costado empapado con ambas manos. Se había puesto a llorar. Con la mirada clavada en el techo, gritó dos veces el nombre de Loki. Y luego gimió angustiado y horrorizado por la visión de su propia sangre, que se deslizaba sobre sus dedos y alrededor del mango de la navaja suiza que todavía tenía clavada y que Luke le había hundido aún más con la patada.
Al otro lado del techo se oyeron pasos; trepidantes, de pies arrastrados, firmes, apresurados.
Luke se acercó a Fenris y recogió el cuchillo abandonado frente a los pies descalzos y delgaduchos del chico.
—Por favor, Luke —suplicó Fenris.
Luke hundió el cuchillo en el cuello del chaval. Hasta el fondo; hasta que la guarda del mango chocó con la protuberancia de la nuez.
Luke retrocedió, jadeando.
—Lo siento. Mierda. Mierda. Mierda.
Lo único que quería era que todo aquello acabara de una vez.
La anciana dijo algo en sueco e hizo un gesto de aprobación con una sonrisa en los ojos que Luke atisbó por encima del hombro de Fenris.
Fenris emitía un ruido horrible, como de chapoteo sofocado, y no podía parar quieto; se arrastró por la cocina, chorreando sangre, y luego salió trotando de la estancia como si fuera hubiera alguien que podía ayudarlo.
Un par de botas pesadas resonaron a lo largo del pasillo estrecho del piso de arriba y luego retumbaron en las escaleras: Loki.
Fenris torció a la izquierda en el vestíbulo penumbroso y corrió hacia la puerta principal como si tuviera náuseas y necesitara tomar un poco de aire fresco.
Luke cogió el rifle y se lo quedó mirando. Vio la diminuta palanca de acero encima del arco del guardamonte. Apoyó la boca del cañón en el suelo, deslizó la mano por el arma y movió la palanca de acero para quitarla de la posición «Seguro».
Las pesadas botas retumbaron en los dos últimos peldaños de la escalera y luego continuaron tronando por la sala angosta de la planta baja. Loki estaba intentando mantener la calma, pero estaba preocupado. Luke lo advirtió en su voz cuando lo oyó gritar en noruego y llamar a Fenris, a quien debía poder ver en el porche o en el claro de hierba. Luke se acomodó la culata en el hombro y apuntó el cañón hacia el centro del hueco de la puerta. El rifle era extremadamente pesado y largo; costaba mantenerlo levantado y firme, y Luke notó la flojera en los brazos.
Pero en cuanto tuvo la mira del rifle apuntando al hueco de la puerta, Loki entró agachado en la cocina, con el cuerpo flexionado a la altura de la cintura de modo que su cabeza no tocara el marco. Y no vio a Luke hasta que ya fue demasiado tarde. Sus ojos se miraron un instante. Los de Loki estaban hinchados por la somnolencia, con el rímel corrido y nerviosos por la impresión. Justo cuando Loki, confundido, frunció el ceño, Luke le disparó.
El rifle dio una sacudida, aunque no muy fuerte. Pero el ruido dejó sordo a Luke y pareció resquebrajar el suelo de pizarra, hacer añicos los cristales de las ventanas y rugir como un avión a reacción volando a ras de suelo. Loki desapareció de la puerta. A Luke le pitaban los oídos. La anciana soltó un grito, asustada, y se tapó los oídos con sus manitas ásperas. Todo temblaba alrededor de Luke; el mundo se movía y nada tenía sentido en los retiñidos de sus oídos, en el impacto de atravesar a un hombre con aquella bala.
Luke tiró del cerrojo, lo levantó, lo empujó y lo bajó. Un casquillo cayó al suelo y rebotó en las baldosas de pizarra; una voluta de humo emanaba de la parte trasera del casquillo. Luke empezaba a encontrarse mejor. Ya no estaba tan torpe. Advertía el olor a pólvora.
Loki estaba jadeando a cuatro patas en el mugriento vestíbulo, con la cabeza caída y cubriéndose la cara. Su enorme espalda se agitaba con convulsiones. Curiosamente, también enfilaba gateando hacia la puerta principal, que ahora estaba abierta de par en par.
Luke resbaló y bajó la mirada. Tenía el pie empapado con su propia sangre. Se había resbalado con la sangre que se deslizaba por su pierna desde la cadera. Apenas sentía dolor en la herida, pero la visión de la sangre le nubló la vista. Se detuvo para vomitar en el vestíbulo, pero lo único que echó por la boca fue un poco de flema. Básicamente había sido un gran eructo que había liberado gases. Echó un vistazo por encima del hombro en dirección a la escalera. Surtr, sin embargo, todavía no se había decido a bajar. Arriba no se oía ruido alguno.
Loki había llegado a la puerta y se había girado para tumbarse boca arriba, con medio cuerpo en el porche y la otra mitad en el vestíbulo. Se miraron a los ojos. Ambos estaban jadeando, exhaustos, y eran incapaces de hablar. Luke no se había dado cuenta de que había bajado tanto el cañón del rifle cuando había disparado a Loki, pero al parecer le había dado en algún lugar cercano a la pelvis, pues Loki estaba apretándose una mancha oscura y húmeda que tenía ahí.
—¡Luke! ¡Detente! —ordenó con su voz grave. Incluso con la cara cubierta de pintura blanca agrietada, Loki nunca había estado tan pálido.
Luke hizo un gesto negativo con la cabeza. Tragó saliva, pero no halló su voz.
—Luke, no. Te lo pido.
Entonces las palabras salieron en tropel por la boca de Luke:
—¿Dónde están las llaves de la camioneta?
Loki guardó silencio, pero se estremeció y apretó los párpados cerrados consumido por el dolor.
—¿Y las llaves, Loki? —Luke lanzó una mirada por encima del hombro. Ni rastro de Surtr todavía.
—Arriba. En mi chaqueta.
—Donde está la gorda de tu zorrita, ¿eh? Buen intento.
Loki lo miró de nuevo. Estaba aterrado; le había dicho la verdad sobre el paradero de las llaves. Luke contempló detenidamente la figura larguirucha postrada en el suelo, temblando de los dolores. No podía tener más de veinte años. Loki empezó a llorar. Luke no pudo mirarlo a los ojos durante un rato. También él se puso a llorar; no pudo evitarlo. Sentía un remordimiento insoportable por lo que acababa de hacerles a Fenris y a Loki. Estaba al borde del desvanecimiento.
Su llanto cesó de repente. Estaba furioso consigo mismo. Tragó saliva.
—Mis amigos querían vivir, Loki. Querían ver a sus hijos. —Se aclaró la garganta y escupió un pegote de flema al suelo—. La clemencia es un privilegio en este lugar, no un derecho. Tú hiciste que fuera así. Morirás por tus propias reglas. —Se aclaró la garganta de nuevo y añadió—: Jódete. —Apuntó la boca del cañón del rifle a la cara redonda de Loki—. Estas son las consecuencias, Loki.
—¡No, Luke! —suplicó Loki con una voz que ya no era tan grave.
Levantó una de sus manazas y la tendió hacia Luke con la palma hacia arriba, empapada y teñida de un rojo intenso.
La bala pasó entre sus dedos y empujó la gran cabeza de Loki contra el suelo de madera del porche. Debajo de la cabeza de Loki brotó al instante un reguero oscuro salpicado de fragmentos sólidos que Luke no pudo evitar quedarse contemplando. El ruido que hacía al manar de la cabeza de Loki era lo más espantoso que había oído jamás.
Luke tiró del cerrojo, lo levantó, lo empujó y lo bajó. Se acercó a Loki, cuyas piernas todavía daban sacudidas y temblaban. No tenía que preocuparse de que se levantara.
Se sorbió la nariz; tenía mocos por toda la boca y por la barbilla. Se limpió los ojos con el antebrazo; luego la boca.
Fenris estaba tendido sobre el costado a media docena de pasos de la casa. Todavía se movía; se arrastraba por el suelo impulsándose con un brazo en dirección a los árboles con la única idea de huir. Luke salió detrás de él. Había mucha sangre en la hierba.
Se detuvo entonces y se volvió para mirar las ventanas de la casa. El globo blanco de la cara de Surtr lo observaba desde la ventanita de la habitación donde lo habían tenido encerrado. Su rostro era la viva imagen de la incredulidad. Se miraron un momento y luego ella se retiró del cristal.
—¡Eh! —exclamó Luke dirigiéndose a Fenris—. ¡Oye!
Fenris levantó la mirada hacia Luke. Tenía los ojos hinchados en la cara sucia. Unos espantosos goterones de sangre le salpicaban la barbilla y el antebrazo debajo de la mano con la que aferraba el mango del cuchillo de caza que oscilaba hundido en su garganta.
Luke desvió la mirada hacia los árboles. Estaba mareado y tenía náuseas, y lo único que quería era sentarse en la hierba. Pero no fue capaz de acercarse más a los ruidos que hacía Fenris.
—Podría arrancar la camioneta. Ponerte en la parte de atrás y conducir como un loco hasta… Dónde, no tengo ni puta idea, pero esa carretera debe de llevar a algún lado, Fenris.
Fenris se incorporó apoyándose en un codo. Soltó un grito ahogado y se atragantó; su garganta producía una erupción horripilante de sangre que salía pulverizada mientras inspiraba y espiraba por la boca, la nariz y la garganta.
Luke se volvió de nuevo hacia la casa, preguntándose si habría una segunda arma de fuego. En la vieja construcción negra no había indicios de movimiento, pero Surtr no tardaría en bajar. Desde su posición en el claro, Luke podía ver a través de la puerta principal abierta todo el vestíbulo hasta la pared del fondo. Todavía, no obstante, todo permanecía quieto.
Devolvió la mirada a Fenris. Quería, necesitaba hablar. Encontrar algo de sentido a todo aquello. Se sentía como si estuviera haciendo las cosas sin pensar. Estaba actuando por puro instinto. Pero ¿de dónde procedían esos instintos?
—Ya es tarde —aseveró Luke, sorprendido por la fuerza inoportuna de su voz—. No creo que el mundo tenga tiempo para todo esto, Fenris. Ya es tarde para entender, ¿sabes? Todo ha llegado demasiado lejos. Ya no podéis convencer a nadie, o reeducar. Tú piensas una cosa y yo otra.
Fenris, que perfectamente podría no haber estado escuchándolo, estiró la mano abierta hacia la pierna de Luke.
—Habéis secuestrado. Habéis matado. ¿Acaso esperas piedad? Vuestros actos tienen consecuencias. Lo mismo le he dicho a Loki. Nunca se os ocurrió pensar en ellas, ¿verdad? Incluso si os detuvieran, todavía esperaríais un trato especial. Eso es lo que más me fastidia. Y encima os lo darían. ¡Jódete, Fenris! ¡Jódete!
Fenris balbuceó sin llegar a cerrar la boca; alargó de nuevo la mano hacia la pierna de Luke y empezó a agitarse con espasmos. Luke le disparó a quemarropa en el ojo derecho.
Luego dio media vuelta y regresó a la casa. Se detuvo en el porche, junto a Loki, a la izquierda del marco de la puerta, y escrutó el espacio marrón del vestíbulo. Loki ya no se movía, pero seguía vertiendo sangre sobre las tablas del suelo desnivelado. Luke se lamentó de no haber preguntado a Loki ni a Fenris dónde habían dejado el tabaco. Se sentía sereno, animado. Quería acabar de una vez. Cuanto antes.
—¡Surtr!
No se oyó ruido alguno procedente del piso de arriba.
«¿Qué hago? ¿Qué hago? ¿Qué hago?».
Balas. ¿Cuántas? Había un cargador delante del arco del guardamonte, pero no tenía muy claro cómo sacarlo para comprobar la munición. Además, le preocupaba que si lo sacaba, luego no fuera capaz de volver a colocarlo. Ese tipo de cosas nunca eran sencillas. Necesitaría un cuchillo; un arma de apoyo.
—¡Surtr! Loki está muerto. Tus amigos están muertos. ¿Me oyes?
Silencio.
Se levantó la camisola y se examinó la cadera. Estaba abierta como una boca sin labios, y el dobladillo de la prenda estaba empapado de sangre. Sangre fresca mezclada con sangre vieja. No pudo soportar la visión. El cuchillo también le había tocado el músculo en el torso, y cuando bajó la cabeza para mirar por debajo del cuello de la camisola y vio la herida tan cerca, empezó a marearse y sintió un frío y unas náuseas repentinos. Respiró hondo. Se puso derecho y pasó por encima de Loki para regresar a la cocina.
Miró a la anciana; ella también lo miró. No se había movido de su cunita junto a la cocina. Parecía expectante, descontenta con él. Todavía tenía trabajo pendiente. Aún no había terminado. «Pero ¿cómo?», quiso preguntarle Luke, aunque ella no hablaba su lengua y no podría responderle. No quería subir por la estrecha escalera y entrar en las habitaciones diminutas con sus techos bajos; no eran el lugar para un hombre con poca sangre en el cuerpo y con un rifle entre los dedos temblorosos y blancos. La chica podía estar esperándolo arriba, con su cara de luna llena en la oscuridad y con un cuchillo en su manita regordeta. «Zorra».
¿Y qué iba a hacer con aquellas heridas? Estaba a punto de señalarse la cadera y mostrar a la anciana su nueva boca cuando la mujer desvió la mirada hacia la pared. La pared que había enfrente de la cocina. Y sacudió su pequeña cabeza curtida. Luke frunció el ceño. Ella repitió el gesto y le mostró los dientes descoloridos al levantar el labio superior para emitir un gruñido.
Luke se volvió hacia la pared y en ese preciso momento oyó el tenue gemido de la puerta al otro lado del vestíbulo. Se afirmó la culata del rifle al hombro. Surtr había bajado sigilosamente la escalera con sus piececitos planos y redondos y estaba esperando en la sala. También habría visto a Loki.
Luke tragó saliva y regresó lentamente a la entrada de la cocina. Vaciló. Dudaba si debía entrar en la sala. Surtr podía estar en la misma puerta. En efecto, la puerta se había movido. Estaba seguro de que no la había dejado en la posición en la que la veía ahora, entornada. O tal vez se había movido de un modo natural y la chica seguía escondida arriba, esperándolo.
Contuvo la respiración, se puso en cuclillas y recorrió caminando de lado el vestíbulo hasta la puerta principal, pasó por encima del cuerpo de Loki y hundió los pies en la hierba. A continuación se levantó y escudriñó a través de las ventanas diminutas y mugrientas de la sala desde fuera. Estaba demasiado oscuro.
Decidió acercarse a los vidrios deslucidos y marrones, y nada más poner un pie en el suelo combado del porche, Surtr apareció ante sus ojos de un modo tan inesperado que se le cortó la respiración y estuvo a punto de apretar el gatillo.
Estaba encorvada, con la cara hacia el suelo de la sala; por eso no podía verlo a través de la ventana. Iba vestida con tejanos y una camiseta negra. Tenía la oreja pegada a la cara interior de la puerta vieja de la sala y escuchaba con atención. Estaba lista para abalanzarse sobre él en caso de que hubiera entrado en la sala. O tal vez pensaba salir sigilosamente y pillarlo por sorpresa por la espalda cuando pasara por aquella habitación buscándola. Era lista. Lo deseaba. Desde el primer momento. Ninguna mujer lo había deseado tanto… lo deseaba muerto.
A Luke le hervía la sangre. Un sudor frío le resbalaba por la cara. Apretó los dientes hasta que le dolieron y alzó el rifle frente a la ventana.
Disparó.
El vidrio de la ventana explotó hacia dentro y Surtr se levantó como un resorte, como si estuviera electrocutándose. Durante una fracción de segundo se transformó en una melena negra agitándose y en unos enormes ojos blancos. Algo estalló en su interior y ella lanzó un alarido.
¿Le había dado?
Tirar, levantar, empujar, bajar el cerrojo de la recámara. Cuando Luke levantó la mirada, la chica había desaparecido de la sala y la puerta estaba cerrada.
Luke enfiló renqueando de lado por el claro y echó un vistazo al vestíbulo de la casa desde fuera. Oyó el golpeteo de sus pies, dentro, en algún lugar, en la oscuridad, fuera de su vista. Pero no podía haber llegado hasta la escalera, de modo que debía de haber entrado corriendo en la cocina. Luke continuó caminando de lado. Dispararía a la zorra por los cristales de las ventanas de la cocina. Un entusiasmo rayano en el arrebato le provocó un cosquilleo por todo el cuerpo y empezó a sudar copiosamente.
Ahí estaba ella, saliendo por la diminuta puerta trasera de la cocina. La veía a través de las ventanas sucias mientras pestañeaba siguiendo con la mirada la línea del cañón.
Luke echó a correr desmañadamente, de cualquier manera, con la respiración anhelosa y frenética resonando en sus oídos, siguiendo la fachada de la casa y apuntando con el rifle. Esperaba con desesperación el momento de volver a disparar. Sin embargo, se aseguró de torcer la esquina de la casa y entrar en el claro trasero que había antes del huerto con cautela, mirando en todas las direcciones y preparado para esconderse.
No vio a nadie en el claro de hierba.
No obstante, observó movimiento en el huerto, al otro lado de la camioneta. Allí estaba, más veloz de lo que cabía esperar de una chica gorda, corriendo entre los árboles plantados al lado del camino lleno de surcos.
La mira del rifle vibró y luego se movió delante de sus ojos. Sus manos estaban impacientes y le temblaban. Pestañeó para secarse el sudor de los ojos. Fijó de nuevo la vista en la mira. La tenía a tiro. Pero volvió a perderla. La chica cambió de dirección y siguió corriendo con sus muslos rollizos bamboleándose.
Cuando por fin tuvo en el punto de mira del rifle su figura enfilando entre dos árboles con las ramas negras, disparó.
Demasiado alto. ¿O la había alcanzado? La chica desapareció.
La cordita le chamuscó la cara, los ojos, la garganta y la nariz. Le pitaban los oídos por encima de lo soportable, como una taladradora.
Pero no, no le había dado, porque allí estaba, todavía en pie y corriendo por el camino que se extendía en paralelo al huerto. Para cuando había cargado otra vez el rifle la chica había vuelto a desaparecer entre los árboles que daban inicio al bosque, al otro lado del camino.
Decepcionado, Luke miró la furgoneta blanca y enfiló hacia ella. A través de la ventana del copiloto vio envoltorios de caramelos tirados en el suelo y un libro de mapas escrito en sueco con las hojas sueltas. El volante estaba a la derecha. Abrió la puerta y el olor a goma, a aceite, a metal húmedo y a humo de cigarrillos le asaltó la nariz. Aromas del viejo mundo; el mundo al que aquel vehículo podía llevarlo de vuelta. Dentro, la camioneta estaba asquerosa. Había tierra seca pegada al respaldo y al asiento; el suelo metálico estaba al descubierto, y las almohadillas de goma de los pedales habían desaparecido. El relleno del respaldo estaba desperdigado sobre el largo banco del asiento. Del espejo retrovisor colgaba un cebo de pesca de un brillante azul turquesa. En la plataforma había una bolsa abierta con herramientas, garrafas de plástico rojas de gasolina vacías y una docena de latas de cerveza aplastadas. El vehículo no era de los chicos. Los había llevado allí, pero se lo habían quitado a alguien quién sabía dónde.
Luke bajó el rifle y se inclinó en el interior de la camioneta. Acarició la columna de dirección y posó esperanzado las yemas de los dedos en la ranura de la llave. Vacía.
«¡Llaves! ¡Llaves! ¡Malditas llaves!».
En ese preciso momento decidió largarse sin perder un segundo. Dio media vuelta y emprendió el regreso cauto a la casa, protegiendo de los movimientos a su nueva boca en la cadera con una mano.
Se detuvo, giró en redondo y regresó por el rifle que había dejado olvidado en la hierba.
—¡Joder!
No estaba centrado. El hambre le provocaba mareos y estaba muerto de sed; estaba al borde del desmayo por el entusiasmo que seguía destilando y al que sus exhaustas glándulas insuflaban repentinamente un vigor renovado para volver a propagarlo por su cuerpo; una y otra vez, una y otra vez. Le pesaban las piernas y veía destellos de sombras en los márgenes de su campo de visión. Escupió y siguió adelante.
La anciana había desaparecido cuando regresó a la cocina.
—¡Hola! ¡Hola!
Nadie respondió ni compareció.
No había grifos ni fregadero. La casa carecía de una instalación de fontanería. Sin embargo, encontró media docena de botellas de agua de un litro que habían sido reutilizadas para traer agua de un pozo que todavía no había visto. Destapó una botella y vertió el agua tibia por la garganta hasta que una punzada atroz lo obligó a parar. Se encorvó y soltó un grito ahogado.
Había una despensa; un espacio marrón, penumbroso y frío. Arrancó un trozo de pan negro de la hogaza que encontró y se lo metió en la boca. Más que masticarlo, lo chupó. Notó su textura áspera en la lengua; sabía a sangre. También había una pieza de carne en salazón, dos sacos de remolachas, tarros con pepinillos y otras conservas alineados en cuatro largos estantes, unas manzanas verdes polvorientas, sal, nabos, zanahorias y café rancio. Nada que se pudiera llevar. Los Frenesí Sangriento debían de haber llegado con las manos vacías; aquellas eran sus exiguas provisiones. Habían venido hasta el final del mundo para acabar así. Más tarde podría comer, se dijo, cuando se hubiera marchado.
«¡Llaves! ¡Llaves! ¡Malditas llaves!».
Subió por la escalera poco a poco, caminando de espaldas, intentando mantener cerrada la boca de su cadera. Era necesario lavarla y vendarla. Una vez arriba, se dio la vuelta. Introdujo primero el cañón del fusil en la oscuridad y luego se adentró él. Se preguntó si Surtr podía haber regresado a la casa y haber subido sigilosamente a la planta donde ahora se encontraba. Desechó la idea, pero se notó tenso y frágil, como si su cuerpo fuera a hacerse añicos al primer indicio sonoro de que la chica todavía andaba cerca.
Avanzó por el pasillo y echó un vistazo a la primera habitación. Había dos sacos de dormir en el suelo; uno azul y el otro amarillo. Era el dormitorio de Loki y Surtr. Había ropa tirada por todo el suelo. Sin duda eran una gente desordenada, guarra e irascible. Entró para buscar la chaqueta de Loki. Entonces se volvió y soltó un grito contenido. Vio las tres máscaras de animales que habían llevado puestas el primer día. Estaban colocadas en fila una al lado de otra y lo miraban desde una mesa de madera con las patas cruzadas que parecía construida por los vikingos. ¿Habrían traído con ellos las máscaras de los animales? ¿O venían con la habitación?
Un miasma de sudor y de pelo grasiento emanaba de su ropa. En el desastre del suelo encontró una cazadora de cuero de motorista. La prenda tenía pinchos alrededor de los hombros y remaches en la cintura y en los codos. Los nombres de los grupos Celtic Frost, Satyricon, Gorgoroth, Behemoth, Ov Hell, Mayhem y Frenesí Sangriento estaban escritos cuidadosamente con tinta blanca en la espalda de la cazadora. Dentro de un bolsillo sonó un tintineo: seis llaves enganchadas a un crucifijo invertido de acero. ¿Dónde estaba el límite?
Por alguna razón, Luke cerró la cremallera del bolsillo después de sacar las llaves, y luego se preguntó: «¿Por qué?». Meneó la cabeza con incredulidad. Notó como si le envolviera un aire rancio y bochornoso. ¿Era posible que hiciera tanto calor en la casa? Solo recordaba haber tenido frío desde que lo habían llevado allí. La casa se escoraba como un barco en medio de una borrasca. El rifle le pesaba demasiado; el cañón iba dando golpes contra las cosas. Lo maldijo. Tenía la cara ardiendo, y húmeda.
De nuevo en el pasillo, echó una ojeada a su vieja habitación y a la puertecita que conducía a la escalera del desván. Aguzó el oído. Oyó una voz. Frunció el ceño. Se acercó a la puerta, pero la voz se debilitó. Levantó la mirada al techo y se dio cuenta de que la voz no venía de arriba, sino de fuera. Alguien estaba cantando.
Regresó a la habitación de Loki y Surtr y se asomó al vidrio sucio de la ventana para echar un vistazo abajo. No vio nada en el huerto. Se quedó quieto y volvió a escuchar. La voz procedía del otro lado de la casa. La idea de regresar a la habitación donde había permanecido preso le pareció insoportable, así que bajó la escalera sin aliento, mareado, y con las heridas húmedas y ardientes.
Al llegar al vestíbulo levantó el rifle, apoyó la culata en el hombro y enfiló hacia la puerta principal. La puerta de la sala seguía cerrada, y comprobó con un rápido barrido con los ojos temblorosos que la cocina estaba vacía y la puerta trasera, todavía abierta.
Pasó sobre el cuerpo de Loki y miró fuera.
La diminuta anciana estaba junto a los restos de la segunda hoguera, justo en la frontera con la hierba chamuscada. Su figura enana, vestida de negro hasta el cuello, estaba de cara al bosque, indiferente al cuerpo inmóvil de Fenris tirado en su césped. Para tratarse de una persona tan pequeña, su voz era potente. La tonalidad de su gemido tenía un aire árabe, aunque a Luke también le recordó a los indios nativos de Norteamérica. Y lo que fuera que estuviera cantando poseía las cadencias melodiosas del sueco. Dio una palmada con sus manitas. Estaba entonando una canción sencilla, repetitiva, con un ritmo parecido al de las nanas. Los mismos versos repetidos una vez tras otra. Luke empezó a distinguir una palabra: «Moder».
La pronunciaba continuamente, al final del tercer verso de la estrofa de tres versos: «Moder».
Madre.
—No —dijo Luke para sí—. No, por favor.
La comprensión cayó de un modo fulminante y paralizante, como el contenido de un cubo lleno de agua helada arrojado directamente sobre su rostro. Balanceó la cabeza como un caballo cansado, y se dijo que ningún hombre debería presenciar aquel tipo de cosas. ¿Acaso estaba en el infierno? ¿Había muerto en el bosque con sus amigos y ahora estaba viviendo dentro de un relato eterno sobre la atrocidad en un más allá por el que deambulaba a trompicones?
Se ensartó el llavero en el dedo meñique y apuntó con el rifle.
—¡Señora! ¡No!
Ella siguió cantando como una niña, como una niña pequeña, y levantó sus brazos polvorientos. Alzó la vista al cielo y pronunció el nombre ancestral.
«Cuando llegue el momento, ¿cantarás con nosotros?».
Había sospechado más de una vez que la anciana había estado utilizándolo, pero no se había atrevido a admitirlo. Le parecía demasiado improbable, demasiado impropio para una señora de una estatura tan extraordinariamente pequeña, que preparaba estofados y que correteaba por su casucha con su vestido de andar por casa. Y sin embargo, lo había utilizado. Sí, para sacar a los huéspedes no deseados de su casa, para que los visitantes que se habían presentado sin haber sido convidados se desangraran en el césped. Habían llegado y habían decidido quedarse, se habían puesto a exigir cosas y nunca se irían. Ella era vieja y necesitaba ayuda para librarse de los gorrones que habían invadido su casa. Fenris era una comadreja y ella quería ver su cuello retorcido como un paño de cocina; Luke lo había visto en sus ojos negros. Por eso le había permitido vivir un poco más; para que los Frenesí Sangriento pensaran que estaban al mando y que ella trabajaba para ellos, sirviéndoles en su propósito; pero entonces permitió que saliera vivo del sacrificio para ver cumplidas algunas de las tareas que ella tenía pendientes. Había sobrevivido al bosque y a los Frenesí Salvaje porque tenía que ayudarla; él era el furioso, el violento. De los cuatro amigos que habían ido allí a morir, él era el hombre que no se diferenciaba tanto de los chavales con la cara pintada; el hombre que podía serle útil, durante algún tiempo. Luke siempre había presentido que su destino en aquel paraje estaba predeterminado; que tenía una misión. Y había sido esa.
Había jugado con él desde el primer día, pero todavía debía ser entregado como ofrenda y llevado al bosque, a las rocas, a las frondas, a las aguas y a los caminos de la prehistoria. Ahora que ya había cumplido su cometido, la diminuta niña vieja estaba llamando a su madre para que viniera a casa. Porque él iba a ser sacrificado. Incluso estaba vestido para la ocasión. Ella misma le había dejado la camisola y la corona para que se las pusiera.
—Dios mío, no.
Apuntó con la mira temblorosa del rifle entre los omoplatos de la diminuta figura y dejó que la mira oscilara y bailara sobre el blanco.
Todas esas cosas no deberían existir. Pensó en Hutch; pálido, desaliñado y desnudo, colgado de las ramas de un abeto falso. Recordó los brazos de Dom alrededor de sus hombros no mucho antes de que también fuera abierto en canal y vaciado como un conejo por un cazador. Se acordó del pobre Phil, reventado y saqueado, todavía con la capucha de su impermeable puesta y con la palidez y la sequedad de la muerte en la cara. Y recordó el ruido de unos cuerpos delgados y marrones, moviéndose lentamente en la oscuridad de un desván que no debería existir. Hizo de tripas corazón. Apretó los dientes incapaz de soportar el horror que contaminaba todo. Y apretó el gatillo.
Como si una mano la empujara por la espalda, la diminuta anciana emitió un sonido inesperado, como si todo el aire saliera de sus pulmones en una sola exhalación. Y la mujer se elevó; sus pies se despegaron de la superficie. Pero de inmediato se estrelló de nuevo contra el suelo, de bruces. Y ya no volvió a moverse. Luke le había disparado en el corazón.
El mundo se sumió en el silencio y en la quietud. Todo el bosque contuvo la respiración. En el cielo, los gases dejaron de arremolinarse. Los pájaros cerraron el pico y los animales agacharon la cabeza.
Luke se acercó a la mujer y bajó la mirada a su cuerpo inmóvil.
El dobladillo del vestido polvoriento reposaba por encima de sus rodillas huesudas. Desnudas, sus piernas eran delgadas y estaban cubiertas de pelo hirsuto, y la piel que se vislumbraba entre el pelo era rosada. Tenía las rodillas dobladas en el sentido inverso, y en las terminaciones de sus piernas cabrías tenía unas pezuñas blancas: sus diminutos pies ruidosos.