Capítulo 64

Desnudo, Luke se acuclilló sobre el suelo de su habitación y observó la puerta. Era temprano. Al otro lado de la ventana, el sol arrojaba una luz brillante y acerada por las fisuras que hallaba en el manto de nubes. La lluvia había cesado.

Apaciguó el torrente de pensamientos que discurría por su mente; el parloteo confuso que erosionaba su ventaja desde antes incluso de que hubiera comprendido que contaba con ella. Por el contrario, intentó entender su nueva situación en un mundo donde reinaban el caos, el terror y lo inverosímil, y que él contemplaba desconcertado.

La anciana; se le había aparecido en un sueño mientras él dormía en la cama destartalada, atado como un prisionero, como la víctima de un sacrificio. Pero ahora estaba libre y tenía una navaja en la mano. De modo que, ¿había entrado realmente la anciana durante la noche, le había cortado las ligaduras y le había dejado el arma?

Luke se quedó boquiabierto y luego sonrió.

Los chicos habían montado en cólera con ella la noche anterior, cuando se había negado a llamar a la bestia del bosque para que saliera de entre los árboles negros. Había desobedecido a Loki; se había negado a convocar al demonio, al dios, para que se lo llevara de la cruz de la que colgaba. Y ahora quería que huyera, o quizá librarse de los chicos que se habían instalado en su casa; no estaba seguro, aunque la mujer tenía buenos motivos para desear ambas cosas.

Luke recuperó la idea ya desechada de poder prolongar su vida por un tiempo que iba más allá de un par de horas. Se le cortó la respiración, incluso perdió el equilibrio, y tuvo que apoyar una mano en el suelo para no caerse sobre el entarimado sucio.

La conciencia de la nueva situación le recorrió el cuerpo en forma de escalofrío; era como una corriente eléctrica viajando bajo su piel. Se le abrieron los párpados de golpe y le chisporrotearon los nervios en los músculos. Era ligero como el helio, rápido y nervioso como una liebre.

No recordaba haberse sentido así antes. No parecían existir límites para su mente ni para sus músculos. Era fuerte. Estaba desatado.

Y dudaba que hubiera estado completamente despierto alguna vez antes de ese preciso momento; desnudo y sucio, lleno de cicatrices y reducido a una existencia donde solo importaba el presente. Y comprendió que se había rendido hacía mucho tiempo. Se había dejado llevar; frustrado, pasivo, inútil. Su viejo yo era endeble, insustancial. Y su viejo mundo, gris. Había vacilado en los momentos críticos; había vivido dominado por la duda. Había estado consumiéndose, desmoralizado, durante mucho tiempo, siempre. Ahora lo entendía. La lucidez irrumpió imparable en su mente. Toda su vida hasta ese momento era absurda; y él, dentro de esa vida, ridículo.

Pero ahora quería vivir.

Si sobrevivía a los próximos minutos, cada instante de su vida sería una celebración. Cada palabra poseería significado, y cada comida y cada bebida que ingiriera sería un regalo: su salvación sería vivir la vida.

Se sonrió. No se rendiría. Recuperó los sentimientos que le despertaban lo que amaba, las personas a las que ya no quería decepcionar, por las que quería vivir. Los sentimientos regresaron, más intensos esta vez, y más nítidos que nunca. Su memoria se centró en la imagen de su perrito, en casa; su figura confiada mirándolo desde la puerta de su cocina lúgubre, cerrando sus párpados blancos como la nieve. Luke se sonrió y lanzó un grito mudo a la vez.

De nuevo le importaba lo que pudiera pasarle. La idea de contemplar, carcomido por el miedo, cómo se acercaba poco a poco su final le resultaba detestable. Tenía brazos y piernas y todavía podía moverlos; sus sentidos habían recibido y experimentado la maravilla última de la existencia vivida un instante detrás de otro. Rompió a reír, entre lágrimas.

Se creían que podían arrebatarle la vida.

Eran tres. Recordó sus cuchillos, el rifle. Eran adolescentes. Puede que incluso niños. Probablemente demasiado jóvenes para ir a la cárcel. ¿Sería capaz de hacerles daño llegado el momento? Esa punzada repentina de su conciencia le arrancó un gruñido. No era el momento ni el lugar para la conciencia.

Se levantó, enfiló hasta la ventana de su habitación y contempló la cruz invertida, desplomada y tendida sobre la hierba.

Estaban en un mundo donde una voluntad dominaba a las demás. Vivían en una época de intransigencias. Las voluntades insistentes lo erosionaban, lo dominaban; siempre había sido así. Una voluntad más grande aún, que había guiado a todos aquellos que lo habían atormentado a lo largo de su vida, lo había llevado hasta allí para la recapitulación final de su vida; en una parte del mundo erigida por los heridos para los heridos, en la gran era de los trastornados. Se juró que si sobrevivía a aquella mañana, combatiría contra todo, siempre.

Ahora no podía respetar nada —ni a nadie— que no fuera su propia supervivencia. Vivía en un mundo donde cada uno miraba por sus intereses. Él no lo había hecho así; se había resistido a participar de él, pero ahora estaba cansado de ser la víctima.

—Víctima —musitó—. Víctima.

Al pronunciar la palabra, se sintió como si estuviera chupando una pila. Él mismo había adoptado ese victimismo. Pero eso se había acabado. Si no los mataba él, moriría allí mismo. Estaba en el presente, y sabía lo que eso significaba.

¿Sería capaz de matar? Se le revolvió el estómago. ¿Se reconocería después de hacerlo? No estaba en una película de terror; tendría que atravesar con un cuchillo de verdad la piel humana y hundirlo en la densidad de un cuerpo.

Empezó a temblar. Tal vez solo debería echar a correr, esconderse, correr, esconderse, esperar.

No. Saldrían en su búsqueda.

Levantó la mirada al techo. Tenía que esparcir sal en el lugar donde aquellos seres todavía podían existir. Tendría que sumergirse en el lugar carmesí, ardiente y ajeno a la conciencia que albergaba en su interior: el lugar donde habitaba cuando había atacado al pasajero del metro y derribado al pobre Dom de un puñetazo. Necesitaba encontrar en su interior el lugar que lo conducía a los golpes, a los bramidos, a los gestos con el dedo tieso a los conductores que no se detenían en los pasos de cebra, a los dientes apretados y molidos cuando no podía dormir y pensaba en los sociópatas con los que había trabajado. La patética ira que había destruido sus pertenencias y sus muebles, que lo había puesto en contra de los desconsiderados y de los groseros en público, ardía siempre a fuego lento en su interior, lista para entrar en ebullición. La gasolina necesaria para moverse al siguiente nivel. Justo ahora. Su vida dependía de que ocurriera. Y debería permanecer dentro de ese hogar ardiente y carmesí del instinto y de la rabia hasta que ellos o él murieran.

No admitía discusión. Era imperativo.

Pero no llegaba. En su mente y en su sensibilidad encontraba dificultades para intercambiar el papel con ellos, para transformarse repentinamente en el personaje violento y lleno de resolución.

Cerró los ojos e imaginó sus horribles rostros pintados; las sonrisas triunfales de esos chavales intensos, comprometidos, obstinados, imbéciles y crueles. Resultaban incomprensibles. ¿Por qué ellos debían vivir y él no? ¿Por qué?

Merecían morir. Los quería ver muertos. Quería que derramaran su sangre joven y venenosa y que aquel desdichado rincón del mundo desapareciera de la faz de la tierra. Sangre y tierra. Sí, tenían razón, el Ragnarok se acercaba a marchas forzadas, pero no del modo que ellos preveían. Él les daría su sangre y su tierra.

Estaba desnudo, así que se puso la minúscula camisola sucia. Olía a herrumbre. Luego se coronó, tal como la anciana deseaba.

Pero si finalmente los derrotaba… Recordó entonces el terrible bosque y lo que caminaba sobre su superficie. Se estremeció y cerró los ojos para borrar las imágenes de su mente.

Enfiló sigilosamente hacia la puerta. Cada cosa a su debido tiempo.

«Cada cosa a su debido tiempo», dijo la parte de él que se había separado del resto de las voces que hablaban en su interior.