Capítulo 63

Hay luna llena y el bosque que se extiende fuera de su habitación ha cambiado. Se ha expandido y ahora cubre hasta el último centímetro de tierra hasta llegar a los mares fríos que bañan todas las costas. Es luminoso. Majestuoso. Epopéyico. Eterno. Frente a él, Luke se siente más insignificante que nunca.

Regresan las voces del desván; susurros que entiende.

—¡Mira! ¡Mira! —le gritan—. ¡Mira abajo!

En la hierba, bajo el vasto cielo con la luna llena, ve una figura vestida de blanco, con una corona de flores ceñida a la cabeza y erguida en un carro lleno de aves ensangrentadas. La pasajera es empujada en el asiento como una muñeca, o quizás está forcejeando.

Al carro lo sigue una procesión desigual; en los lugares donde la luz plateada aclara las sombras ve las figuras escuálidas, encorvadas y vestidas con harapos más viejos que las cruzadas avanzando a saltitos o trotando. Hacen cabriolas y dan brincos a lo largo del carro, de camino a un lugar tan antiguo que incluso el coro de voces del desván le dice que han olvidado su verdadera edad. Tal vez sea el último de los lugares antiguos.

Llegado el momento, ¿gritará él con ellos al cielo?, le preguntan. ¿Pronunciará los nombres antiguos con ellos? Cuando oye el nombre de con quién quieren que hable con ellos, se le corta la respiración.

Y la figura del vestido blanco, con la corona de flores primaverales secas en la cabeza, es bajada del carro. De repente, la figura es él, y ahora está entre las piedras. Y sobre las piedras más grandes de las que tiene alrededor yacen sus amigos muertos, con una mueca silenciosa en los rostros. Desnudos, devorados hasta los huesos ensangrentados y negros, están atados a piedras con poemas olvidados grabados. Y también él se halla encaramado a una piedra, entre sus amigos, y lo que una vez se entregó será entregado de nuevo.

Unas figuras imprecisas y diminutas lo observan desde los árboles. Hablan y emiten sonidos que le recuerdan risas. Sus voces susurrantes le invaden los ojos y los oídos como si fueran moscas.

Ve otro lugar. Y en él percibe el olor a sebo, a humo, y el hedor a paja sucia. Está dentro de un granero, o de una iglesia humilde; una sencilla construcción de madera antigua en la que oscilan las llamas rojas de un fuego.

Allí, en algún lugar en la oscuridad, una mujer chilla con los dolores de un parto. Y él no puede evitar que sus piernas corran hacia donde yace la mujer a pesar de que su cabeza le grita que huya.

A sus gritos en seguida se suman los de la bestia recién nacida. Y él está de pie mezclado con un grupo de figuras diminutas que se agolpan en el pesebre penumbroso repleto de paja. Y allí hay algo húmedo y gimoteando que él no ve bien, perteneciente al hombre y a otro lugar, sacado al mundo por las pezuñas traseras de entre unos muslos pálidos y sin vida. Lo alejan del útero humeante y devastado de la madre muerta y es agarrado por los dedos largos de quienes presencian el milagro.

Luke despierta del sueño con un grito y pasea su mirada en derredor, por la habitación oscura, intentando descubrir los rostros de las personas que le susurran atropelladamente. Pero las voces se desvanecen; se repliegan encima de él, de regreso al desván.

Se acerca de nuevo a la ventana de su pequeña habitación, que brilla con una luz blanca, alterado por el sueño del alumbramiento, y mira el bosque bañado por la luz fosforescente. En la línea de los árboles, unas diminutas figuras blancas, delgadas y con escaso cabello se juntan y retozan. Pestañea, y cuando vuelve a abrir los ojos, han desaparecido.

Se da la vuelta y la anciana se le acerca. Sus piececitos ya no hacen ruido porque están envueltos con un trapo. Le ofrece un cuchillo; el de la hoja delgada y negra que ya había visto antes.

La punta del cuchillo parece abrir un espacio en el interior de Luke que ya no le permitirá sentir otra cosa en la vida más que rabia; ni recordar nada distinto de esos momentos de odio asfixiante. Y ya solo podrá pensar instintivamente, como lo hacen las criaturas del bosque para prolongar sus vidas y evitar a los depredadores más hábiles.

El coro del desván aporrea el suelo con sus pies diminutos. Golpean el viejo entarimando clamando sangre.

Luke mira a la anciana, pero esta ya ha desaparecido de la habitación. La casa cruje encima de su cabeza como una mano vieja doblando los dedos. Luke permanece de pie, solo entre las astillas y el polvo, con el cuchillo en la mano.

Cuando el sol asomó entre las nubes deshilachadas, Luke se despertó.

Otra vez.

Y se incorporó con un jadeo. Esta vez, sin embargo, sintió el aire más frío y cortante alrededor de su cuerpo desnudo, y así supo que esta vez se había despertado de verdad.

Se acomodó sobre la cama para aliviar los dolores de los tobillos. Se frotó las muñecas lastimadas y estiró los dedos de los pies. Los sueños desaparecieron.

Se le cortó la respiración.

No estaba atado.

Mudo y paralizado por el descubrimiento, se quedó mirando la manera en la que el edredón yacía enrollado en los pies de la cama. Entre las rodillas, sobre las pieles de borrego, estaba su navaja suiza, con la hoja de la cuchilla principal sacada. Era su navaja.

En un costado de la cama estaban la camisola manchada de sangre, doblada, y la pequeña corona de flores.