Capítulo 60

La anciana lo preparó con sus delicadas manitas. Luke contempló sus dedos de muñeca mientras le cortaban el estropicio sucio de su ropa interior y dejaban al descubierto el cerco de mugre que le llegaba hasta las caderas. Lo arrulló para tranquilizarlo cuando Luke se estremeció al ver que el acero de las grandes y viejas tijeras se acercaba a sus genitales. Las yemas de sus dedos eran rugosas y ásperas, al igual que su tez, pero las notó suaves al tacto cuando le lavó la cara y la nariz hinchada y cuando le dio unas palmaditas en el cuero cabelludo lleno de costras.

Le dio de comer con esmero y precisión, metiéndole el estofado caliente y marrón entre los labios amoratados con la vieja cuchara de madera. Luego le sostuvo la coronilla para que pudiera masticar y tragar la remolacha estofada que le daba. Después le aplicó un ungüento negro que olía a lluvia y a musgo en todos los cortes de la cara y del cuero cabelludo.

Los ojos de la anciana eran un par de diminutas esquirlas de obsidiana en el pellejo surcado de profundas arrugas que tenía por cara, y no dejaron de sonreír en todo el tiempo que estuvo atendiendo su cuerpo postrado en aquella cama hedionda. Sin embargo, también había ternura en sus ojos, y a Luke le pareció sincera. Aunque quizá no más perdurable que la que podía profesar por una de sus gallinas, corderos o cochinillos preferidos. A fin de cuentas, su existencia tenía la misma trascendencia que la de un animal de granja. Era importante, y lo valoraban, pero solo como alimento de apetitos atávicos.

La anciana recordaba los buenos tiempos, los viejos tiempos. Estaba lavando un cadáver. Quizá su propia familia había sido lavada y vestida de la misma manera —aunque en preparación para la eternidad del desván de arriba— por las manos delicadas de otras ancianas. Ella vivía con los muertos. Tal vez había aprendido aquel ritual de los antepasados de pergamino y polvo que seguían activos arriba. Y tal vez también había preparado a otros desdichados para la presencia poderosa y sobrenatural que gobernaba aquel bosque negro. Para dárselos como ofrenda. Ofrenda.

Empezó a respirar agitadamente. En su cabeza apareció el otro desván que había visitado en el bosque, acompañado del recuerdo de un rostro negro y alargado, con los bordes de sus grandes y rosados orificios de la nariz húmedos; recordó los cuernos desgastados aunque macizos largos como espadas. ¿Durante cuánto tiempo mantenía vivas a sus víctimas en la húmeda penumbra?

—Dios mío. Dios mío. Por favor —farfulló, y se sentó.

La anciana se acercó a él y lo sujetó, y con suma delicadeza le acarició la frente como si fuera un niño sufriendo una pesadilla.

Luke tragó saliva y con ella desapareció el pánico. Recibió de buen grado los brazos y las palabras quedas que no entendía de la anciana. Notó la firmeza de su cuerpecito debajo del vestido negro y polvoriento que la cubría hasta su cuello arrugado. Sin embargo, recibió agradecido el contacto con su busto y lloró con la cara apretada a él.

Los huesos de hombres y de bestias, las ruinas de hogares abandonados y los santuarios olvidados se unían ahora entre sí. Había llegado allí vivo y con el cuerpo caliente, pero ahora debía convertirse en parte del paisaje. No había otro lugar para él en este mundo. Ya no.

Cerca de las piedras verticales, cuyos significados y mensajes habían desaparecido en su mayor parte, y en el suelo desnudo de aquel lugar donde no entraba la luz, había algo persiguiendo un propósito más antiguo que cualquier recuerdo. Luke lo había percibido; había intentado huir de él. Pero ahora se veía superado. Nada más pensar en ello se le hizo un nudo en la garganta y se le ralentizó la circulación de la sangre fría por las venas.

—Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.

La anciana sonrió; parecía conocer y comprender la epifanía que Luke estaba experimentando, que le hacía sacudir su cuerpo lúgubre y su mente frágil sobre aquella cama desvencijada de pieles viejas y heno sucio.

La terrible voluntad que dominaba aquel lugar exigía una renovación de los ritos antiguos. Aquí todavía existían ese tipo de cosas. Aquí. Invocados por los nombres más antiguos, regresaban a la vida. Esta noche lo harían; vendrían a por él. Su vida en el mundo remoto, e incluso ese mundo remoto, no significaban nada aquí. Nada en absoluto. Esa era la situación en la que se encontraba ahora.

Una voz queda penetró en su cabeza y le dijo que pensar en lo que le habían arrebatado solo empeoraría las cosas.

Se hallaba en un paraje salvaje de verdad, y la gente desaparecía continuamente en él. Morían para honrar lo que se ocultaba en él, en su retiro eterno, desde tiempos inmemoriales. Este año había emergido a la superficie del mundo antes de lo previsto; había abandonado su letargo ancestral por la monotonía del ritual y de la sangre. Lo habían despertado. Había destripado a sus amigos, se había divertido con la cacería, con sus actos salvajes, pero ahora solo quería una ofrenda; que lo proveyeran con algo retorcido y atado. Tal como en otro tiempo lo había colmado de ofrendas la deteriorada comunidad que habitaba el desván encima de su cabeza. Quería ser recordado, y honrado. Como todos los dioses.

Luke jadeó. El pánico lo cubría en forma de sudor seco. Tiritaba. La anciana lo arrulló, lo abrazó fuerte; era su corderito.

—Es un secreto —susurró a la anciana.

Ella sonrió. Él la sonrió con ojos suplicantes; incluso aquella almohada ajada y grasienta apretada contra la cara parecía una bendición en comparación con lo que muy pronto saldría de aquellos árboles prehistóricos para llevárselo.

—Por favor. Acabe con esto.

La anciana dejó que las cosas siguieran su curso; ella solo era un eslabón más de la cadena. Siempre cumplía su papel; con las ofrendas que había que entregar y que desaparecían en el interior del bosque eterno, en las tinieblas.

—Dios, no. Dios, no.

Recordó todos aquellos huesos marrones de la cripta de la iglesia ruinosa: no había escapatoria. No había posibilidad de hacer un trato. Y cuando tomó conciencia de la antigüedad del lugar, de su vastedad y de la indiferencia que mostraba hacia él, esa sensación a punto estuvo de extinguirlo allí mismo, en su diminuta cama. Deseó que hubiera sido así en vez de simplemente quedarse con esa idea abrumadora en la cabeza.

—Por favor. Quiero morir ya.

El habitante del bosque era como una especie excepcional de flora o de fauna, exento de escrutinios y de impedimentos, y alimentado únicamente por aquellos que lo comprendían.

—Usted no les importa. Están utilizándola. —Clavó la mirada en los diminutos ojos negros de la anciana—. También la matarán a usted. Lo sabe, ¿verdad?

Los Frenesí Sangriento eran unos gamberros impacientes, unos delincuentes furiosos. Unos inadaptados sociales ansiosos por escupir en la cara de Dios, al gobierno, a la sociedad, a la decencia, a todo lo que los excluyera o simplemente los aburriera. Su presencia aquí era tan poco grata como la de Luke. La anciana no los temía; simplemente los toleraba. Luke estaba convencido de ello. Alimentaba la esperanza delirante de que con la ayuda de la anciana podría ayudar a los chicos a encontrar el final autodestructivo consustancial a su naturaleza.

—Librémonos de ellos. Usted y yo. Se lo juro. Se lo prometo. No le hablaré a nadie de usted… ni de su familia.

Levantó la mirada hacia el techo.

Ella dejó escapar un silbidito entre los dientes para hacerlo callar y le acarició la frente pegajosa.

Daba igual la edad atávica de lo que había allí, en aquel paraje boreal salvaje, iluminado únicamente por la luna y el sol, y visto por tan solo unos pocos, lo último que verían sus ojos atónitos; Luke le susurró a la mujer que no significaría el inicio del final de los días que ansiaba Loki. Si tenían que verlo como un dios, no se trataba de un dios con ese tipo de peso. Le dijo a la anciana que su muerte no tenía sentido.

Pero entonces pensó que tal vez era su vida la que no tenía sentido; parecía extrañamente apropiado que el truculento mundo de fantasía de un adolescente tarado pusiera el punto final a su deriva en esta vida.

Luke seguía con la mirada clavada en el techo, y sintió que todo su ser se elevaba desde su propio cuerpo. Y en medio de su sobrecogimiento y de la comprensión que de un modo constante iba adquiriendo sobre lo que habitaba en aquel bosque, aquella figura milagrosa y espeluznante, le asaltó la sospecha de que tampoco le quedaba demasiado a este mundo. Lo extraordinario era que hubiera sobrevivido durante tanto tiempo. Su autoridad, sin embargo, había llegado a su fin; peligraba. Un dios aislado; completamente olvidado y demente. Marcado como un dios falso por el símbolo de la cruz, cuyos adoradores se pudrían en desvanes abandonados, y a cuyo alrededor se congregaban falsos profetas y mesías harapientos.

Por fin, a medida que la claridad decaía, los accesos de locura inducidos por el miedo se sofocaron dentro de Luke y fueron abandonando su mente atormentada. Luke se sintió casi en paz. «Ya queda poco».

La anciana bajó de la cama y sus piececitos golpetearon por el suelo desgastado. Cogió lo que a Luke le pareció una toalla que había dejado anteriormente sobre la mesita de noche junto a la bandeja. Sin embargo, era un blusón. Una vieja camisola blanca con intrincados bordados en hilo de plata alrededor del cuello alto. La prenda estaba llena de manchurrones desde la cintura hasta el dobladillo. Había sido lavada miles de veces. Estaba descolorida. Pero se conservaban algunas manchas que nunca salían, como los cercos negros y acartonados de sangre vieja. La anciana dejó con gesto reverencial la camisola extendida de través a los pies de la cama.

En México se arrancaban corazones en honor al dios del sol. En la antigua Gran Bretaña se estrangulaba y se enterraba a pobres infelices con sus amos. Gente sencilla acusada de brujería era lapidada y quemada en piras de leña seca. Gente de la periferia que acudía a su puesto de trabajo en la capital murió gaseada en el metro de Tokio. Pasajeros habían atravesado edificios aprisionados en aviones cargados de combustible. «Si pudiéramos levantarnos todos los que hemos muerto injustamente en el nombre de los dioses de los chiflados… seríamos tantos…».

A continuación, con un leve suspiro de ternura, la anciana cogió de la mesita de noche la guirnalda de flores que Luke llevaría puesta como una corona sobre la cabeza cuando muriera.

Lo que antaño se había dado pronto volvería a darse. Alguien venía a por ello.

Al otro lado de la ventana, Fenris y Loki estaban gritándose; sus voces sonaban tirantes, como si estuvieran exigiendo a su cuerpo algún tipo de sobreesfuerzo. Y entonces volvió a sonar la música y Luke ya no pudo oír sus voces.

La anciana cogió la camisola y la corona de flores secas, se inclinó hacia Luke y, para sorpresa de este, se llevó un dedo nudoso y torcido a los labios para pedirle que se callara a pesar de que ya estaba en silencio.