Se acercó a la ventana. La luna teñía el cielo de blanco y permanecía suspendida en él como un planeta a punto de impactar contra el suelo. Frente a la casa, el espeso bosque de árboles altos y negros se extendía hasta el infinito. En él reinaba la quietud, aunque no el silencio, pues unos gritos extraños llegaban desde la lejanía, elevándose desde los espacios fríos y penumbrosos bajo las copas de unas ramas colosales que se alzaban al cielo claro como unos brazos musculosos en actitud de súplica. Las hojas oscuras que coronaban los árboles más altos aparecían cubiertas por la escarcha de la luz que las bañaba. Una luz hermosa, pero no reconfortante, por mucho que él lo deseara.
A su espalda, en la habitación, alguien le hablaba en un hilito de voz atropellada. Era una persona menuda. Encontró sentido a lo que le decía, aunque nunca había oído nada parecido en su vida. Le habían prohibido volverse.
Y entonces sintió el impulso de salir allí, de correr al claro blanquecino que se extendía debajo de su ventana, tallado en el océano interminable de árboles de aquel mundo nuevo; un espacio circular cubierto por un manto mullido de césped plateado cortado cuidadosamente. Se sentía eufórico mientras lo contemplaba, embargado por un júbilo arrebatado, pero aceptaba que sería muy difícil salir del círculo y de las piedras verticales si osaba bajar. Allí abajo daría vueltas y más vueltas frente a la boca de la oscura cámara de piedra mientras paseaba la mirada por el cielo blanco. Ya lo había hecho antes. ¿O no? No lo sabía con certeza.
Y en la línea de árboles, las figuras retozaban. Eran niños. Ángeles. Con los ojos repletos de lágrimas. Estaban bailando; o simplemente merodeando por los márgenes del claro; o tal vez los brincos que daban antes de caer a cuatro patas eran una mezcla de baile y piruetas. A veces volvían a ponerse de pie y se balanceaban, o levantaban sus delgados brazos blancos al cielo.
Era difícil ver con claridad a aquellas personitas blancas, pues de repente sus cuerpos infantiles y pálidos se escabullían en las sombras del bosque. Nunca permanecían quietas mucho rato, e iban de un lado a otro sin parar. Pero cuanto más los miraba, mejor apreciaba sus ojos rosados y sus colas flexibles y moradas como lombrices antes de que desaparecieran en la oscuridad infinita que se extendía bajo las copas de los árboles.
Apretó la oreja contra el cristal de la ventana para oír también sus voces llamándolo. Le gritaban que bajara y caminara frente a las piedras negras, bajo el blanco resplandor del firmamento. Pero entonces pensó que el sonido que emitían era más parecido a un ladrido, o a un rugido, que a una voz. Y dudó también si era normal que unos niños tuvieran aquellos dientes cuadrados y amarillos en sus grandes bocas. Apretados en sus diminutos puños pálidos sostenían huesos. Largos huesos pertenecientes a piernas y brazos.
Entonces comprendió que metían los huesos en la cámara de piedra. Una cámara en la que él debería entrar para esperar la llegada de otro ser procedente de allí fuera. Desde muy lejos, desde las profundidades de aquella masa interminable de árboles negros, algo se acercaba.
Detrás de él, el hilito de voz y el traqueteo de unos pies diminutos y raudos deslizándose por el suelo de madera cesaron.
Y de repente se encontró entre las paredes de la vieja cámara de piedras verticales y le asaltó el olor acre del suelo de tierra en su interior. Y a la luz tenue que se filtraba en la cámara vio los huesos. Todos los huesos. Dispersos por el suelo. Algunos todavía húmedos y oscuros. Huesos amontonados entre las piedras.
—¡No! ¡Ahí dentro no! ¡Por favor! —gritó al despertar del sueño.
Pero las tres figuras plantadas alrededor de su cama alargaron los brazos a la vez hacia él y sus rostros plagados de estrías negras se cernieron sobre su cara.
Fenris sonrió. El blanco de sus ojos encajados en sus cuencas oculares negras parecía fuera de lugar y causaba espanto.
—Hemos encontrado a tu amigo. Ven a ver, Luke.
Su boca parecía demasiado roja debajo del pintalabios negro, y la lengua demasiado grande, y sus dientes demasiado amarillos.
Loki agarró a Luke por los antebrazos con sus gigantescas manos y le juntó los brazos. Luke intentó zafarse, pero Surtr fue más rápida con la brida de nailon. Debían de habérsela colocado alrededor de las muñecas antes de que se despertara, pero ahora Surtr tiró de uno de los extremos y el diámetro de la tira de plástico se estrechó con un zumbido. Su piel adquirió un tono morado debajo de la ligadura y en seguida le empezaron los picores.
Los chicos obligaron a Luke a sentarse. Fenris tiró del edredón para descubrirle las piernas. Luke notó el aire frío y su cuerpo débil y desprovisto de coordinación. El pudor lanzó una ráfaga de calor por su organismo.
—Arriba. Arriba —dijo Loki.
—Tío, apestas —le dijo Fenris con una sonrisa.
Luke se puso de rodillas.
—¡No! ¡Me hacéis daño…! ¡Parad!
Pero entonces el dolor que sintió en las muñecas cuando Surtr apretó aún más la brida lo hizo enmudecer. Las lágrimas emborronaron la visión de la cara redonda de la chica y de la sonrisa maliciosa de su boca sin labios.
Fenris lo agarró de las manos mientras Loki le pasaba una mano descomunal por debajo del brazo derecho. Entre ambos lo levantaron, lo sacaron de la cama y lo pusieron de pie en el suelo. Fenris pegó la cara a la de Luke y le sonrió.
—Te tenemos reservada una gran sorpresa para hoy, Luke.
Lo sacaron de la habitación y lo arrastraron sin ningún miramiento por un pasillo estrecho de madera. Surtr marchaba en cabeza, aporreando el entarimado del suelo con sus pies descalzos, cuyas plantas estaban negras como el carbón. Loki iba detrás, con la cabeza agachada para no golpeársela contra el techo ni contra la lámpara de aceite; su mole eclipsaba la débil luz que bañaba el angosto pasillo. Pegado a Luke iba Fenris, con su risita estúpida. Luke notaba el aliento caliente del muchacho en la oreja.
Los tres estaban alterados, agresivos, frenéticos, impacientes. Luke quería gritarles que lo dejaran en paz, pero la posibilidad de que Dom estuviera allí lo había hecho enmudecer. Así que estaba vivo. Vivo por increíble que pudiera parecer. Pensó que se le iba a salir el corazón del pecho.
—¿Dónde habéis encontrado a mi amigo?
Al llegar a la escalera, Loki se volvió y su larga melena negra se agitó como un torrente de tinta.
—Él nos ha encontrado a nosotros.
A Luke le costaba respirar, y más aún hablar.
—¿Está bien?
Fenris se echó a reír.
—¡Muy bien!
Loki miró a Fenris con cara de pocos amigos y luego devolvió la vista al frente.
—¿Está bien mi amigo? —insistió Luke. Su desconcierto inicial empezaba a remitir, y el dolor en las muñecas se había tornado en una simple sensación de calor.
—Estas escaleras son muy antiguas. Es fácil caerse —dijo Loki.
Fenris empujó a Luke por la espalda y este bajó de un tirón los tres primeros escalones; se golpeó contra las paredes viejas y se puso derecho. Era como estar de pie en un pequeño bote o caminar por un tren en marcha. Se sentía incapaz de mantener el equilibrio, y no sabía si se debía a que acababa de despertarse, al hecho de tener las manos atadas, o a la herida en la cabeza. Y entonces se encontró en la planta baja de la casa, donde notaba el suelo firme bajo las plantas de sus pies descalzos. Una racha de aire fresco salpicado de lluvia lo envolvió procedente de la puerta principal abierta.
Ante sus ojos apareció un pasillo angosto y de color pardo que daba a una cocina penumbrosa, en cuyo interior vio un fogón de hierro negro y una chimenea, una vieja mesa de madera hecha con tablas macizas, sillas con las patas redondas y armarios descascarillados.
A continuación rebasaron una puerta a su derecha que daba a una sala más amplia, con las paredes de madera ajada y oscura cubiertas sin orden ni concierto con cuernos, cráneos y otros objetos ennegrecidos. Fenris volvió a empujarlo por detrás y salió por la puerta principal a un porche de madera con el suelo inclinado.
Los restos de la pira de la noche anterior teñían de negro el césped, y Luke advirtió el olor a humo rancio y a ceniza húmeda.
La anciana estaba en el porche, a su izquierda, y Luke se sobresaltó con la repentina visión de su cuerpo minúsculo cubierto por el largo vestido negro y polvoriento. Unos ojos diminutos brillaban en su rostro inexpresivo y hundido. La irregularidad de las puntas de su cabello corto y cano destacaba a la sombría luz del día. La anciana se limitó a observarlo. Los chicos no le prestaron atención.
Luke se zafó de Fenris y corrió a trompicones hacia Loki. Miró a su alrededor con los ojos desorbitados.
—¡Dom! ¡Colega! ¡Dom!
Deseaba desesperadamente ver a su amigo. Además, necesitaba hacerse una idea de la casa en la que permanecía encarcelado y examinar el terreno, pero lo único que consiguió fue entrar trastabillando por el aturdimiento en el claro de hierba que se extendía frente a la casa. Y entonces sus ojos se posaron en algo que había justo delante de él, colgado de un árbol como un paracaidista desmayado. Luke apartó la mirada y soltó un grito ahogado.
Luego giró la cabeza para volver a mirar la figura maltrecha suspendida en la línea de árboles justo enfrente de la puerta principal de la casa, que quedaba inmediatamente debajo de la diminuta ventana de su habitación. En sus ojos, los rojos y los amarillos de la carne cruda y el repentino blanco de los huesos contrastaron con el telón de fondo de un oscuro verde invernal.
—¡Lo hemos convocado con nuestra música! ¡Mira! —gritó Fenris a su espalda.
Luke se desplomó sobre las rodillas y paseó la mirada por la hierba y por sus manos atadas. Volvió a levantar los ojos.
La luz cenagosa del cielo aborregado se filtraba por las ramas de los árboles. Veteado por las sombras, el rostro de Dom permanecía completamente inmóvil; un tono blanco como la cera de una vela le recorría las mejillas sin afeitar a ambos lados de una nariz hinchada y amoratada, con la boca envuelta en sangre oscura. Su cara tenía un extraño gesto inexpresivo, como si hubiera vivido con indiferencia las circunstancias que habían rodeado su último suspiro.
Como un borracho con los brazos extendidos sobre los hombros de un par de amigos, sus pálidas extremidades descansaban entre dos ramas que sobresalían del árbol a unos dos metros y medio del suelo. Su torso y sus piernas colgaban mustios y parecían flotar en el aire liberados del peso del contenido de su caja torácica saqueada. El brillo de las vértebras, todavía húmedas, era peor que la barba de sangre alrededor de la boca abierta. Le habían desollado los muslos recios. Parecía una pieza de carne expuesta en la vitrina de una carnicería.
A Luke se le emborronó la visión, que fue perdiendo consistencia hasta que se le nubló por completo. Se derrumbó de costado y miró la casa. Era la primera vez que la veía. Era de madera, avejentada y negra. Tenía un tejado puntiagudo y oscuro y un puñado de ventanas diminutas.
Dos pares de botas con las suelas gruesas y con tachuelas plateadas desde la puntera hasta el talón se acercaron a él y se plantaron pegadas a sus ojos.
—Basta ya. Basta ya —dijo Luke, aunque no sabía con certeza a quién estaba hablando—. Dom no. Mi amigo no. Basta.
—¡Nosotros lo llamamos y ha venido! Nuestra música es mágica —dijo Fenris con excitación.
Cuando estas palabras finalmente se juntaron para formar la frase en la cabeza de Luke, este se sintió confundido por su mensaje. Entonces se dio cuenta de que no sentía nada. Nada en absoluto. Como si le hubieran arrancado hasta el último nervio del cuerpo como si fuera el cableado de una roza en la pared. Cuando comprendió que Fenris no estaba hablando de Dom sino del ser que había traído sus restos, cerró los ojos.
—Estamos en el lugar más remoto de Escandinavia, Luke —dijo Loki—. Donde todavía pueden encontrarse las cosas más antiguas, amigo. Aquí hay otras reglas. Otras energías, ¿sabes?
Luke continuó con la mirada clavada en la casa.
—Aquí lo mantuvieron vivo. Hicieron perdurar lo auténtico —dijo Fenris, tomando de nuevo la palabra cerca de donde Luke yacía en la hierba con sus calzoncillos mugrientos y las muñecas ligadas con una brida de plástico comprada en una tienda de bricolaje.
—Hay algo abriéndose paso hasta la superficie del mundo, Luke —continuó Loki con su voz profunda suavizada, como si estuviera tranquilizando a un niño confundido—. Y también en nuestro interior. Algo terrible. Destructivo. También lo percibo dentro de ti. Él te atrajo, ¿eh? Y a todos tus amigos. También a nosotros. Pero, siento decirlo, a veces hay que sacrificar a los inocentes.
—¿Por qué crees que han vivido aquí durante tanto tiempo? —balbuceó Fenris, sofocado por el júbilo—. Porque nadie les toca los huevos. Viven como quieren. Es el bosque más antiguo de Europa. Está protegido. Por eso siguen aquí.
—Esta es la tierra de nuestros antepasados. Odín aún vive. Y tú tienes que despertar y aceptar sus deseos… las demandas de algo mucho más viejo y grande que tú, Luke. Eso es todo —explicó Loki, que mantenía un tono de pasividad, de imperturbabilidad, de indiferencia por los despojos de un padre, de un marido, de un amigo, de un hombre colgados del árbol.
—Det som en gang givits ar forsvunnet, det kommer att atertas —dijo la anciana, cuya voz oía Luke por primera vez.
Loki y Fenris dejaron de hablar y se volvieron hacia ella. Luke se quedó mirando el rostro arrugado e impertérrito de la anciana. En su boca sin labios se atisbaban algunos dientes finos y sucios.
—Det som en gang givits ar forsvunnet, det kommer att atertas —repitió como exponiendo un hecho, aunque su entonación poseía una extraña cualidad melódica.
Loki se puso en cuclillas, se echó un mechón de pelo hacia atrás por encima del hombro e inclinó su rostro rudimentariamente pintado hacia Luke.
—Dice que lo que una vez fue ofrendado ha desaparecido. Y volverán para recuperarlo.
Y entonces, sin saber cómo, Luke se encontró de pie sobre el suelo, y el horizonte del bosque se agitaba ante sus ojos mientras él corría desmañadamente y con las piernas agarrotadas, huyendo de todo.
Pasó por delante de la fachada frontal de la casa y continuó bordeándola, dejando a su derecha la oscura pared de madera y a su izquierda, la masa borrosa del bosque. Detrás de la casa había aparcada una camioneta blanca con los lados cubiertos de pegotes de barro seco, frente a un huerto invadido por la maleza y los árboles plantados desordenadamente. Algunas ramas colgaban con el peso de los frutos de color verde oscuro: manzanas verdes. Un camino cubierto con un espeso manto de hierba, donde se apreciaban los dos surcos paralelos —profundos hasta el suelo embarrado— de los neumáticos, se alejaba alineado con uno de los lados del huerto poblado de árboles frutales diseminados y desaparecía tras un recodo.
A su espalda, Fenris soltó un grito y luego se puso a reír como un chacal. Loki repartía órdenes en un tono pausado y de un modo metódico.
Luke echó un vistazo por encima del hombro. La chica había salido corriendo detrás de él, con movimientos desgarbados y exprimiendo la fuerza de sus piernas cortas embutidas en los vaqueros negros ceñidos; su abultado busto se bamboleaba bajo una sudadera con capucha y con algo estampado delante que le iba un par de tallas grandes. Sus pies descalzos aporreaban el suelo. Tenía la cara redonda desencajada.
Luke corrió instintivamente hacia el camino embarrado. A algún lugar debía de llevar. Además, el suelo no estaría tan desnivelado como cabía esperar del bosque. Ya atajaría campo a través después; se arrojaría al suelo y se escondería. La idea lo espoleó; la prueba de su esfuerzo palpitaba en su cabeza. Cada una de sus zancadas sacudía su columna vertebral y parecía ensanchar la grieta que le cruzaba el cráneo y cuya desaparición no creería hasta que se atreviera a mirarse otra vez en un espejo. La imposibilidad de mover los brazos estaba restándole velocidad.
Fenris apareció con los ojos desorbitados y los dientes apretados detrás de él, desde el espacio que mediaba entre la camioneta y la parte trasera y penumbrosa de la casa, con la intención de bloquearle el paso hasta el camino. Una chica gorda y un adolescente perturbado con las caras pintadas como si fueran cadáveres, o demonios, o lo que fuera que creyeran ser, lo perseguían.
Luke tiró de la brida que le ligaba las muñecas. La ira nacida de la impotencia trepó hasta su boca. A pesar de sus pesadas botas, Fenris corría rápido. Tendría que enfrentarse a él.
Luke se detuvo y se dio la vuelta. Pensó en soltarle una patada con el talón por delante. Sin embargo, lo distrajo la chica que se le acercaba por la derecha, quien, con las mejillas infladas, el pecho hinchado, las manos diminutas cerradas en sendos puños y los ojos descoloridos abiertos como platos, lanzó un chillido estridente por su minúscula boca.
Fenris se paró en seco. Una sonrisa asomó a sus labios e inició una danza hacia un lado y luego hacia atrás, y lanzó un grito ininteligible, histérico, triunfal.
Tras un momento de vacilación, Luke se volvió a la chica. Ya casi la tenía encima. La atacó con patadas de kárate dirigidas a la barriga. La velocidad con la que lo embistió la chica le hizo perder el equilibrio en la pierna de apoyo y Luke inició la caída. Apareció un gesto de sorpresa que derivó en uno de miedo al dolor en el rostro de la chica, que se agachó. Luke se fue al suelo rápidamente y la hierba del suelo le fustigó los hombros por detrás.
Fenris se echó a reír y dio palmadas golpeándose los muslos con las manos.
La chica permaneció encorvada, callada, sin aliento.
Luke se incorporó sin perder un segundo, se dio la vuelta apoyando todo el peso sobre una nalga y dobló la rodilla izquierda para impulsarse y levantarse.
La puntera de la bota de Fenris le golpeó en la sien y el cráneo le crujió como hielo resquebrajado. Las tachuelas le partieron el pómulo, y Luke empezó a ver destellos rojos.
Cuando su visión se estabilizó, estaba contemplando un cielo gris y mortecino y no podía cerrar la boca ni mover la mandíbula; le pitaba el oído y el mismo lado de la cabeza le palpitaba y le ardía.
De nuevo intentó levantarse, pero solo consiguió sentarse antes de que los dedos regordetes de la chica lo tiraran del pelo. Algo se había liberado en el interior de la adolescente, había roto las cadenas que lo sujetaban; Luke podía verlo en sus ojos. Un grito de guerra, una especie de sollozo, aunque más fuerte, salió de su boca.
Lo poco que le hubiera cicatrizado la herida debajo del pelo volvió a abrirse con un ruido de cinta adhesiva arrancada de un tirón y le dejó una sensación abrasadora en el cuero cabelludo. Luke se quedó blanco del dolor, que lo envolvió como lo haría una inmersión en agua gélida, y se desmayó.
La chica volvió a tirarlo al suelo y le aplastó la espalda contra la hierba fría. Luke volvió en sí, pero pensó que iba a vomitar. No podía respirar. Lanzó las manos hacia arriba, con los dedos entrelazados como si estuviera rezando, y sus nudillos se hundieron en la diminuta barbilla chata de la chica, quien emitió un ruido como de aire escapando de un globo, hasta que apretó los labios y el ruido cesó.
Fenris estampó la suela ondulada de su pesada bota en la cara de Luke.
Los cartílagos crujieron. La ráfaga de dolor en la nariz consumió las últimas fuerzas que le quedaban en las extremidades. Fenris restregó la suela de goma por su cara y le estrujó la piel, transformándole las facciones.
Luke sabía que la pelea había terminado. Estaba agotado. Derrotado.
Surtr dejó caer sus rodillas rollizas sobre los hombros de Luke y se sentó a horcajadas sobre su cara. En medio del delirio que le provocaba el dolor, Luke advirtió el olor de la muchacha; apestaba a yogur, a nata agria, a sebo. Estaba oliéndole el coño con una nariz que sabía que tenía rota.
La chica lo agarró del pelo y le levantó la cabeza sin parar de soltar grititos, y a continuación se la estampó de nuevo contra el suelo. Volvió a levantarla y repitió la sacudida.
Luke se notó de pronto libre del peso de la chica, se tumbó de costado y se atragantó con el flujo de sangre con sabor a herrumbre que trepó rápidamente por su garganta. Escupió pegotes de saliva ensangrentada y se asustó al verla. En la pequeña porción de su mente que todavía funcionaba con su caudal frenético de pensamientos fragmentados, visualizó su cara desfigurada, el cráneo abierto y el cerebro gris y palpitante expuesto al cielo. Se palpó el rostro mojado con las yemas de los dedos. Tenía la piel tirante. Un chichón en forma de huevo, duro como un hueso, ya había brotado de la sien donde había recibido el puntapié. El mero contacto de su dedo le produjo náuseas, así que no continuó.
Loki sujetaba con firmeza a su novia, a su acólito, y le hablaba atropelladamente con la boca pegada a su pelo negro y despeinado. El borroso rostro pálido de la chica oculto bajo un flequillo seguía fulminándolo con la mirada, como si un padre hubiera interrumpido el curso de un juego.
De uno de los hombros de Loki colgaban la madera oscura de una culata y el acero mate de un cañón. Un rifle de caza. Si sus diabólicos sabuesos de rostro blanco no lo hubieran atrapado, Loki le habría disparado. No había manera de escapar de allí. Luke volvió a tumbarse en el suelo y cerró los ojos a un mundo gris que parecía haberse cansado de él.