Capítulo 55

Luke estaba tumbado sobre el edredón que apestaba a humedad, escuchando los ruidos de la noche, cuando por fin cesó el llanto de Surtr en el piso de abajo. Tenía restos de sangre reseca en el rostro. No había luz eléctrica en la habitación. Ni enchufes. Ni electricidad. De modo que cuando anochecía en el mundo exterior, también lo hacía dentro de la habitación y en toda la casa que la rodeaba. Los ruidos costeros de los árboles silbaban cerca, pero se propagaban en ráfagas mucho más graves y prolongadas hacia el bosque, impelidas por el primer viento realmente fuerte que recordaba desde que había llegado a Suecia.

Escuchó el viento hasta que oyó una nueva tanda de pasos subiendo la escalera. Supuso que serían los chicos y la anciana, dispuestos a matarlo. Luke se puso tensó y contuvo la respiración.

Alguien deambuló por un cuarto que debía de haber al final del pasillo que se extendía al otro lado de la puerta de su habitación. Luke creyó distinguir dos pares de pies. Entonces una puerta se cerró. Otras series de pasos arrastraban los pies y golpeteaban el suelo en el piso de abajo, en la planta baja de la casa, aunque seguían direcciones diversas.

Luke tomó aire y volvió a relajarse sobre el colchón. Sus captores debían de haberse ido a la cama; algunos habían entrado en un cuarto en la misma planta que el suyo. Luke se imaginó que debía de ser una casa grande; crujía y bostezaba como un viejo velero, y podía oír los reajustes de la madera en la distancia. A veces le parecía sentir que el suelo debajo de su cama se movía, y dudaba que la estructura de la construcción fuera segura.

Finalmente, y a pesar del dolor de cabeza y de las náuseas, Luke se sumió en el coma del agotamiento.

Y despertó de un sueño mareante en el que giraba y giraba con la mirada clavada en un cielo con la luna blanca. Algo había interrumpido su sueño. Ruidos. Encima de su habitación.

Debía de ser pasada la medianoche. Fuera reinaba una oscuridad impenetrable, y el cielo que se atisbaba por su diminuta ventana no había empezado a clarear con el alba.

Sin embargo, los listones de madera del suelo del piso de arriba crujían justo encima de su cama. Y también se oía un leve ruido de pasos. No advirtió el sonido de arañazos que delataba la actividad de ratones y de pájaros. Por el contrario, oyó el roce en el suelo que sugería el movimiento de una presencia —o presencias— más pesada.

En efecto. Ya no tuvo duda de que algo mayor que un perro o un gato estaba moviéndose por el piso de arriba, a tientas en la oscuridad. La pauta de los movimientos despertó en su imaginación la imagen de varios niños pequeños y ciegos caminando a trompicones por un espacio cerrado buscando la salida. Borró la imagen de la cabeza; no era la clase de escena en la que le apeteciera pensar estando él mismo a oscuras.

Se levantó con sumo cuidado de la cama y el suelo emitió un crujido fuerte y prolongado. Encima de él se hizo el silencio. Luke se quedó quieto, contuvo la respiración y aguzó el oído durante unos segundos. Luego dio otro par de pasos raudos y sigilosos. El silencio de la noche amplificaba el ruido de sus movimientos como si se emitiera a través de unos altavoces.

Maldijo para sí. La casa estaba escuchándolo y la oscuridad lo seguía. El movimiento había cesado arriba, pero lo que fuera que hubiera allí todavía transmitía la sensación de que estaba prestando atención a sus movimientos.

Luke empezó a sentir pánico. Gimoteó. Sintió la necesidad de actuar, de hacer algo. ¡Ya!

Se acercó a la ventana y toqueteó apresuradamente el marco y luego el vidrio. No veía nada al otro lado. Las estrellas y la luna permanecían ocultas detrás de las nubes. Definitivamente, la ventana era demasiado pequeña como para salir por ella si rompía el cristal. Su cuerpo no cabía. Además, en la caída se rompería un tobillo, o quizás ambos. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. «Más dolor no, por favor».

Cruzó la habitación en dirección a la puerta, tanteando el suelo con el pie antes de cada paso para asegurarse de que podía apoyar todo su peso en él. Se apretó contra la puerta y reconoció su contorno con las palmas de las manos; giró el picaporte en vano y rezó por que tuviera algún defecto que le permitiera salir. Pero la puerta era robusta: una pieza antigua en cuya construcción no se habían empleado chapas ni cartón madera. Toqueteó los gruesos goznes. Necesitaba una barra para arrancar a aquella cabrona del marco.

Se movió gateando por el suelo y con las puntas de los dedos hurgó en los huecos que quedaban entre los listones del entarimado, con la intención de arrancar alguno con sus propias manos. Se vio golpeado por las ráfagas de aire frío y polvo, exhalaciones de las corrientes internas del edificio. El suelo bajo sus manos era como la puerta: sólido y vetusto. Metió los dedos y tiró, ensuciándose las rodillas ya sucias. Apretó los dientes y lanzó una silenciosa ristra de maldiciones contra la habitación.

De nuevo en pie, Luke recorrió las paredes deslizando los pies por el suelo. En algunas zonas, el yeso estaba húmedo; en otras aparecía pulverizado debajo de la pintura. Se preguntó si podría agujerear la pared en una de esas zonas más frágiles con un trozo de la jarra o del balde. Estaba planteándose seriamente la posibilidad cuando el regreso de la actividad en el piso de arriba interrumpió sus consideraciones.

Voces. Susurros.

Golpecitos: el ruido de pequeños cuerpos.

Se trasladó al centro de la habitación, a los pies de la cama, y arriba algo siguió sus pasos. Un traqueteo de pies minúsculos avanzó por el techo hasta donde él estaba; justo encima de su cabeza.

Luke fue hasta la ventana y los piecitos lo siguieron.

—Hola —dijo Luke.

Silencio.

—Hola —repitió, más alto esta vez.

Ninguna respuesta.

—¿Me oyes?

Nadie respondía. Pero Luke estaba seguro de que una segunda presencia en el piso de arriba fue atraída por el sonido de su voz, ya que ahora otro cuerpo diminuto se arrastraba o estaba siendo arrastrado por el suelo de la planta superior. No podía ser mayor que un niño, puesto que el ruido era muy leve y delicado. Debía de ser liviano, ya que avanzaba por el entarimado apenas rozándolo.

Luke volvió a oír los susurros. Varias voces cuchicheaban arriba. No distinguió una sola palabra, aunque le parecía detectar una nota de optimismo en sus tonos.

Un tercer participante se sumó a los murmullos. Luke oyó que allí arriba, desde el rincón opuesto de su habitación, otra serie de pasos cruzaban el techo hacia su posición junto a la ventana. Sin embargo, la nueva presencia se movía con una lentitud pasmosa, como si cada paso le supusiera un esfuerzo tremendo. El ruido de sus pisadas también era fuerte y hueco, como si el recién llegado llevara unos zapatos con tacones o utilizara muletas, y estaba más cercano a unos andares precavidos y pausados que al ruido de deslizamiento y rozamiento con el que se habían desplazado las primeras dos presencias.

—Os oigo. ¿Habláis mi lengua? —dijo en un gritito contenido.

Los susurros crecieron en intensidad y luego desaparecieron.

Silencio.

Aquello no llevaba a nada. ¿A quién tenían arriba? ¿Serían niños? Luke pensó en la casa de Fred y Rose West en Gloucester, en sus rehenes sepultados asfixiados en las paredes. Recordó fragmentos de lo que sabía sobre las vejaciones que sufrían las víctimas de asesinos degenerados: Dharma, Manson, el asesino de Green River, Brady, Nielsen, el Merodeador Nocturno y todos los estranguladores y psicópatas que tenían su propio salón de la fama en la televisión de pago. Pensó entonces en sus víctimas cautivas, objetos de sus juegos, liquidadas, incluso violadas, y a menudo comidas. Esos pensamientos lo debilitaron tanto que creyó conveniente sentarse.

Apretó los puños y los dientes. Sintió ganas de gritar de impotencia por lo insensato, lo absurdo y lo injusto de su situación. La vida simplemente no lo prepara a uno para las locuras ajenas.

Luke se dio cuenta entonces de que había estado conteniendo la respiración o tomando aire en inspiraciones breves y superficiales desde que había oído movimiento en el piso de arriba, así que se llenó con avidez los pulmones del aire rancio de la habitación. Y tiritó. Estaba muerto de frío. Tenía los pies helados, y se preguntó si se le habrían puesto azules. Montó en cólera porque le habían quitado la ropa; tal vez porque esta estaba en un estado lamentable, o tal vez porque su desnudez obedecía a una táctica.

Se palpó el surco pegajoso que le recorría la parte superior de la cabeza. «Al tacto parece peor de lo que es», se dijo, aunque dudaba si creerlo.

Enfiló hacia el contorno impreciso del cajón de la cama. Necesitaba entrar en calor y descansar un poco para enfrentarse con más garantías a su situación, a ellos. Al día siguiente tendría que entrar en acción.

Ese pensamiento le hizo sentir náuseas y debilidad nuevamente, y se dijo que ojalá no hubiera golpeado a Fenris. Ahora estarían con la guardia alta. Pero tenía que hacer algo. Tal vez perforar la pared de yeso. Sí, descansaría. Y luego rompería la jarra con el balde, envuelta en el edredón para amortiguar el ruido. Empezaría el agujero en el yeso cuando los Frenesí Sangriento se quedaran dormidos por el alcohol destilado ilegalmente y agotados por sus jueguecitos. De todos modos lo iban a matar, así que cargarse la pared era la menor de las preocupaciones de Luke.

Se sentó en la cama y se quedó boquiabierto en la oscuridad. «De todos modos lo iban a matar». Se preguntó qué debía sentirse al morir. Quizá lo que venía a continuación solo era oscuridad.

Encima de su cabeza se había instalado el silencio, pero Luke imaginó que quien fuera que hubiera arriba estaba escuchando sus pensamientos.

Se tumbó. La cama apestaba a animal de granja, pero por lo menos estaba caliente.