Luke estaba tendido sobre un suelo mugriento cuando volvió en sí sin recordar dónde estaba. Levantó la mirada en la dirección de donde le llegaban unos gritos proferidos por una voz distorsionada por la ira y la congoja.
Vio al altísimo Loki sujetando a la liebre contra su pecho, reteniéndola para que no se abalanzara sobre Luke.
Fenris enfilaba a cuatro patas hacia la puerta, medio grogui y refunfuñando para sí.
La chica no paraba de gritar, y sus chillidos sonaban como cristales haciéndose añicos dentro de la cabeza de Luke, que saboreó la sangre que le humedecía la boca. Notaba la cabeza fría, mojada, abierta. Se toqueteó la cara y luego se tapó los ojos entrecerrados con los dedos. Estaban correosos, cubiertos por una sustancia de un rojo vivo.
Nada podía detener los gritos de la chica ni el pataleo que dirigía hacia Luke. Hasta que Loki la levantó del suelo y se la llevó hacia la puerta.
—¡Deja que lo raje! —gritó en la lengua de Luke, volviendo su rostro hirsuto hacia él—. ¡Deja que lo raje!
Loki le respondía gritándole algo en noruego, pero la chica no entendía a razones. Los ojos vidriosos de la liebre parecían haberse clavado en Luke, que yacía con el rostro brillante, caliente y húmedo.
—¡Deja que lo raje, Loki! ¡Deja que lo raje hasta el fondo, Loki!
—¡No! Si lo haces, nos quedaremos con las manos vacías. ¡Piensa! ¡Piensa! ¡Piensa! —insistió el gigantón, aunque con su marcado acento más bien parecía que estuviera gritando: «¡Pesa! ¡Pesa! ¡Pesa!».
Fenris se derrumbó sobre los codos, apoyó la cara en el suelo y comenzó un gimoteo rítmico que le hizo parecer un niño. Su cabellera negra se expandía alrededor de su cabeza. Luke se quedó mirando las costillas y la columna vertebral que se le marcaban en la piel lívida. Eran unos críos, pensó Luke. Unos niños. Unos niños heridos.
La chica pareció cansarse de patalear y su forcejeo con Loki se debilitó hasta que cesó, y entonces se puso a llorar.
—Quiero rajarlo. Quiero rajarlo —balbuceó.
—Todavía no —respondió Loki, sujetándola fuerte entre sus brazos.