Los cubiertos estaban hechos de lo que parecía hueso o madera; Luke no podía saberlo con certeza ni le apetecía tocarlos. El plato de madera medio lleno de estofado y tubérculos hacía equilibrios en los pies de la cama. Luke vaciló encorvado sobre él, agitando las manos inútilmente mientras el olor lo torturaba. El dolor mareante del hambre se propagaba desde su estómago hasta la espalda. ¿Cuándo había comido por última vez? No lo sabía porque tampoco sabía el tiempo que llevaba en aquella habitación y en aquella cama, meándose encima.
La comida estaba tibia; se había enfriado durante la cháchara de Fenris. Al menos no era fuerte de sabor. Luke se arrodilló delante del plato y acercó la cara.
Cuando acabó de lamer hasta el último poso de la salsa amarga y salada que había quedado en los laterales del plato, oyó un tumulto de voces cada vez más escandaloso y el retumbo de numerosas pisadas debajo de su habitación, en el piso de abajo.
Las voces chillaban entusiasmadas. Gritaban imitando a los cantantes de música black metal; lanzando gruñidos y haciendo gárgaras antes de zambullirse en unos falsetes vibrantes. Luke se preguntó si se comunicarían entre sí de esa manera o si simplemente se habían enzarzado en una competición infantil. Fenris era el que más gritaba. Luke sospechó que el chaval era incapaz de mantener la boca cerrada. Sus ruidos zafios y salvajes se apoyaban en la retumbante voz de barítono de Loki. Tal vez la chica estaba intentando superar a Fenris con sus alaridos de chacal, ya que Luke no se imaginaba a la anciana pegando aquellos chillidos indescifrables. «¿Y por qué llevan los zapatos puestos dentro de casa?», pensó, y de inmediato se sintió estúpido por la irrelevancia de esa inquietud. Sin embargo, el incesante ruido hueco que hacían sus pies aporreando el suelo de madera estaba volviéndolo loco; era ensordecedor, le provocaba escalofríos y le ponía los nervios a flor de piel. Temía oírlo subiendo a su habitación en cualquier momento.
Los chavales tampoco dejaban en paz los muebles. Las patas de madera de lo que supuso sillas eran arrastradas con frenesí por el suelo. Sonaba como si estuvieran cambiando de sitio todo el mobiliario de la planta baja, o como si estuvieran haciéndolo añicos derribando los muebles y saltando encima de ellos. Luke se preguntó quién sería la anciana. ¿Tendría alguna relación de parentesco con la banda? ¿Con esos Frenesí Sangriento? Se moría de ganas por saber por qué les permitía aquella agresividad.
De pronto se enfadó consigo por no preguntarse qué estaba haciendo allí, o quién era la mujer, o tantas otras cosas para las que necesitaba desesperadamente una respuesta. Su temperatura corporal cayó en picado de una manera repentina. ¿Serían aquella pandilla de adolescentes sus asesinos? ¿Habrían sido ellos quienes los habían perseguido? ¿Quiénes habían matado a sus amigos? ¿Serían el lobo, el demonio y el fuego sus verdugos?
No. No tenía sentido.
Luke no había visto a su perseguidor, al asesino, pero sabía y sentía que su agilidad y su sigilo escapaban a las capacidades humanas. Era incapaz de imaginarse a aquellos chavales con las caras pintadas cometiendo semejantes atrocidades. Tampoco irradiaban esa presencia inhumana capaz de infiltrarse en los sueños. «Aquella cosa». Luke se llevó las manos al rostro y empezó a jadear para aplacar un nuevo ataque de pánico.
El bullicio del grupo continuó retumbando fuera de la casa y se fue debilitando a medida que sus botas se adentraban en la hierba. Todo excepto sus berridos estúpidos, que no decayeron.
Luke atravesó la habitación hasta la minúscula ventana. Advirtió unos clavos negros, o chinchetas, que sobresalían de la pared a la derecha de la ventana. En la pared de detrás de la cama había algunas zonas rectangulares donde el yeso tenía un tono más claro. Se habían retirado cuadros y otros ornamentos de las paredes. Eso no era una buena señal, aunque Luke no sabía decir por qué. Apartó el trozo de malla descolorido de la ventana y se asomó.
Fuera estaba anocheciendo, aunque el cielo todavía estaba de un color morado. Luke calculó que debían de ser alrededor de las ocho. Un débil resplandor anaranjado escapaba de una puerta abierta o de las ventanas que debía tener justo debajo de los pies y que él no podía ver.
Al otro lado de su ventanita, los jóvenes estaban preparando una pira. Habían amontonado troncos oscuros para formar un triángulo a media docena de pasos de la casa, en una amplia zona de césped que se extendía hasta los árboles negros que rodeaban la propiedad. Marañas de brezo y ramas secas formaban otra espesa capa de leña alrededor de los troncos. En la hierba oscura —una hierba que no se había cortado en mucho tiempo pero que alrededor de la pira había sido apisonada por los pies hasta convertirse en un irregular claro circular— se distinguía una garrafa de plástico de gasolina.
Un par de árboles frutales crecían en la zona pisoteada. Al otro lado había una pequeña construcción que parecía una caseta de juegos para niños cuidada hasta el mínimo detalle o una cabaña con una única puerta y un porche. Aquella casa en miniatura negra aterrorizó a Luke, ya que le recordó las construcciones abandonadas que habían encontrado en el bosque. Aquella, además, era muy antigua. Todo lo que rodeaba aquel lugar era de una antigüedad malsana y parecía abandonado. Los propios olores que flotaban allí le resultaban totalmente extraños. La casa olía a bosque, al tenebroso corazón encharcado de la horrible arboleda que se erguía inmóvil, negra e impenetrable alrededor del exiguo claro cubierto de césped.
De repente se apoderó de él el temor de que la pira fuera para él, de que los chavales se propusieran quemarlo vivo.
Se obligó a descartar esa posibilidad, a detener el caudal de pánico que le subía hasta la boca. Solo eran jóvenes y estaban borrachos. Lo habían salvado. No se tomaban nada en serio; eran unos simples adolescentes que se entusiasmaban con cualquier tontería. Eso era todo. Alguien había ido ya a buscar un médico.
«Entonces, ¿por qué cierran la puerta con llave? —Luke volvió lentamente la cabeza hacia la diminuta puerta con la llave echada—. Para… ¿mantenerme a salvo? Pero ¿de qué?».
Luke cruzó la habitación renqueando todo lo rápido que se atrevió para no empeorar los dolores; la tierra seca dispersa por el suelo se le pegó a las plantas de los pies. Se preguntó si, suponiendo que llegara un momento en el que su dolor de cabeza se atenuara y su cuerpo recuperara algo más de movilidad, se vería en la necesidad de tener que escapar sigilosamente de la habitación. La ventana era demasiado diminuta como para huir por ella, de modo que solo le quedaba la puerta como vía de escape.
Giró el picaporte negro de hierro. Cerrado. Sabía que iba a estarlo, pero quizá podría forzar la cerradura. La casa era vieja y la estrecha puerta tenía aspecto de endeble. Pero cuando sacudió el picaporte y apretó el hombro desnudo contra la puerta, esta se reveló mucho más robusta y pesada de lo que parecía; además, la madera estaba un poco hinchada y encajada en el marco, y apenas se movió. Su fugaz esperanza de una fuga fácil se esfumó.
Luke se encorvó y esperó a que las convulsiones que le sacudían el cerebro amainaran. Luego regresó a la ventana.
Fuera, Fenris y Loki se habían arrancado las camisetas y exponían sus torsos desnudos al frío aire nocturno. No tenían un pelo en el pecho, y alrededor de los tatuajes, su piel era pálida como la de una larva; tenían los brazos largos y delgados, y estaban adornados con más tatuajes plagados de púas y pinchos. Unas matas de pelo negro enmarañado y apelmazado envolvían sus rostros recién pintados de blanco. Luke no se había fijado hasta entonces en lo largo que tenía Loki el pelo, que le caía por debajo de la cintura como una cortina raída. Sus brazos eran largos y flacos a pesar de su extraordinaria estatura. Llevaba terciada una especie de bandolera de cuero tachonada. En los antebrazos de ambos brillaban unas largas tachuelas plateadas que sobresalían de unos brazaletes de cuero que partían de sus muñecas y les llegaban hasta los codos.
Los rostros jóvenes pero insolentes de ambos exhibían nuevas muecas compuestas con maquillaje. Los dos alzaron sus ojos desorbitados hacia el cielo oscuro y lanzaron otra oleada de alaridos estúpidos con los brazos separados de los cuerpos. Luke no veía a la chica.
De repente, el viejo reproductor de CD empezó a escupir música black metal. El aparato quedaba fuera de la vista de Luke y debía de ser la chica quien lo manejaba, ya que de pronto irrumpió desnuda en la escena. Sus nalgas y sus grandes tetas se bamboleaban mientras corría. No se apreciaban tatuajes en su cuerpo, y tenía los pies pequeños, absurdos. Su piel también era pálida, casi luminiscente. Llevaba la máscara puesta; había vuelto a transformarse en la liebre. Su cabeza peluda parecía grotescamente grande, y la sombra imprecisa que proyectaba a la luz anaranjada de la casa resultaba desagradable.
Fenris sostuvo la garrafa de gasolina bocabajo sobre la leña y su contenido plateado se precipitó a borbotones. Loki sacó un Zippo y Luke de repente identificó una de las causas principales de la irritación permanente que se había negado a reprimir desde que había comido: tenía el mono. Ansiaba desesperadamente fumarse un cigarrillo. Intentó recordar cuánto tiempo hacía desde que se había fumado el último. Antes prefería el tabaco que recuperar su ropa o conseguir unos malditos cubiertos de acero. «Por favor, Señor, haz que tengan cigarrillos», musitó.
El Zippo se tomó su tiempo para prender la pira, y aun hubieron de encenderla cuatro veces a pesar de los brincos y de los chillidos enloquecidos con los que la liebre gorda y Fenris animaban a las llamas a avivarse. Estaban todos borrachos.
Luke siguió observando los bailoteos de los chavales. Los dos chicos daban tragos a unos cuernos convertidos en vasos. Alcohol destilado ilegalmente. La torpeza de la liebre la hizo caerse de rodillas un par de veces. La luz y el calor que despedía la hoguera parecían golpear el cristal de la ventana y empujar a Luke hacia el interior de la habitación.
El cansancio por el esfuerzo realizado hizo mella en él y de pronto se sintió habitando un cuerpo viejo y desdichado. Se sintió débil y regresaron las náuseas. No era el momento de poner en práctica una estrategia ingeniosa.
Regresó a la cama y se tumbó sobre el edredón, incapaz de enfrentarse a las pieles de borrego empapadas de orín y al heno mugriento que se escondían debajo. Cerró los ojos y empezó a temblar. Intentó hallar el sentido de lo que estaba sucediéndole, pero le resultaba difícil pensar con claridad. Los gorgoritos estridentes y la ametralladora rítmica que tronaban al otro lado de la ventana interferían en sus pensamientos e incluso en su respiración. Ansiaba nuevamente la oscuridad y el silencio del sueño, y empezó a vislumbrar su presencia emergiendo del interior de su cabeza.
La situación era ridícula. Pero aceptarla parecía extremadamente sencillo. Porque estaba conmocionado; porque tal vez continuaba conmocionado por lo que les había ocurrido a Dom, a Phil y a Hutch en aquel bosque que podía ver desde la ventana.
No estaba en absoluto fuera de peligro; ni a salvo de lo que fuera que hubiera en el bosque. No había tenido tiempo material para procesar su trance porque había estado huyendo para salvar el pellejo durante días y eso lo había dejado hecho polvo. Y luego había ido a parar allí, a aquella casa demencial. Se devanó los sesos intentando conectar ambos episodios.
Deseó con todas sus fuerzas que cesara el jaleo que estaban armando los chavales, ya que el ruido podía propagarse kilómetros y kilómetros y podría atraer a algún invitado inesperado a la casa.
Pero la música seguía sonando y los chicos borrachos continuaban arrojando sus alaridos al cielo. Nada parecía agotarlos. Y Luke se preguntó si aguantarían despiertos toda la noche.
¿Y a la bestia? ¿La conocerían? ¿Lo de Fenris había sido un interrogatorio? Disimulado, como si no quisiera que Loki se enterara. Loki era el líder. Parecía más inteligente, tal vez fuera también el más benévolo, aunque eso lo convertía también en el más ridículo de los tres. Fenris era un zoquete, un adolescente bullanguero. Ambos tenían un aire de inmadurez que sacaba de quicio. Eran unos mamarrachos. Unos memos. Comparados con lo que se había encontrado en el bosque no temía por su integridad física. Analizó esta conclusión de su instinto. En efecto, le inquietaban más sus intenciones, los motivos que los habían llevado a encerrarlo con llave en aquella habitación que lo que pudieran hacerle. Supuso, porque no había podido confirmarlo, que eran excesivos, irresponsables y unos delincuentes, pero totalmente inofensivos. Y la anciana era una mujer adulta, responsable. Ella le había dado de comer, le había arreglado el vendaje y le había acariciado la mejilla. Recordó la sensación que le había producido y se estremeció. Nunca ocurría nada malo cuando había una abuela cerca. Solo tenía que relajarse y esperar. Las máscaras le habían dado un buen susto, pero eso era todo. Sin embargo, su salud no parecía ser una prioridad para aquellos chicos. Se mostraban indiferentes al estado de su maltrecha cabeza. ¡Pero si habían montado una fiesta! ¿De verdad habrían enviado a alguien a buscar ayuda? En su interior empezó a tomar forma la creencia de que estaba siendo la víctima de algún tipo de broma intrincada y minuciosamente elaborada. Estaban jugando con él. Querían saber cosas en las que él prefería no pensar. Era patético.
Pero ¿qué hacer? ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?
A pesar de que la vorágine sonora en el exterior de la casa se eternizó, el agotamiento y la debilidad que consumían su cuerpo empezaron a sumirlo en el sueño.