Un barullo de sonidos violentos lo arrancó del sueño. Durante unos segundos continuó balbuciendo hacia las delgadas figuras sentadas con las que había estado soñando. Luego se dirigió al origen del ruido, que se encontraba en algún lugar bajo sus pies.
—Por favor. ¿Quién hay ahí?
Algo o alguien estaba gritando, y los chillidos eran estridentes, inhumanos. Y debajo de esos alaridos incesantes se apreciaba un sonido como de placas tectónicas moviéndose durante un terremoto con un ritmo imposible. «Una batería».
La cama tembló. Y Luke sintió una fuerte vibración en las manos, en los pies y en la boca del estómago. «Un bajo».
«¡Música!».
Espiró. La habitación no estaba atiborrada de millones de insectos zumbando dentro de una enorme colmena llena de humo; eran las cuerdas de una guitarra rasgadas con frenesí cuyo ruido amplificado sonaba distorsionado. Algún tipo de música extrema llegaba de no muy lejos; a través de unos altavoces demasiado pequeños para lo que se les exigía y tan gastados y deteriorados que crepitaban y chisporroteaban como la mantequilla en una sartén al fuego.
Luke se incorporó sepultado en el edredón pestilente y se recostó sobre los codos, con los ojos cubiertos por las vendas más cerrados que abiertos. Se llevó una mano a la cara y se subió el vendaje hasta la frente; el turbante de gasas se desprendió de su cabeza, como si una mano inesperada le hubiera quitado una gorra por detrás. De repente sintió en el cuero cabelludo la caricia del aire frío y rancio. Con mucho esfuerzo logró abrir los párpados y fijó la vista en la habitación. Y entonces empezó a gimotear.
A los pies de la cama había tres figuras, y la mera visión de ellas lo convenció de que el infierno bíblico era real y de que se había despertado en una de sus estancias.
Unos cuernos negros sobresalían de la figura con cabeza de cabra que ocupaba la posición central. Duros como el roble y pulidos como una piedra, los cuernos emergían de una frente con la piel hirsuta y se curvaban hacia fuera acabados en unas puntas afiladas.
Su visión le cortó la respiración, y la imagen de otro lugar tenebroso que carecía de sentido irrumpió en su mente; una mente que abría y cerraba sus puertas y sus ventanas como una película pasada a tanta velocidad que sus imágenes se sucedían indistinguibles.
Las orejas negras como el carbón de la cabra sobresalían en un ángulo de noventa grados de su descomunal cabeza inmóvil, como si la criatura acabara de ser sorprendida en medio de un claro del bosque. Sus ojos amarillos con sus enormes pupilas ovaladas tenían un curioso aire femenino, con el gesto suavizado por unas cejas de color castaño claro y unas largas pestañas. Un mechón de pelo negro, lustroso como la cola de un caballo, se precipitaba desde la barbilla de la bestia.
Sola, incluso sin el apoyo de sus dos horrendos acompañantes, la cabra parecía erguirse y no solo llenar el espacio penumbroso hasta el techo, sino dominar toda la habitación. Poseía una majestuosidad blasfema, espeluznante y demencial, todo a la vez.
Luke esperaba que los cuernos se aprestaran para embestirlo y la emprendieran con el edredón. Se imaginó encogiéndose en la cama y apretándose contra la pared que tenía detrás, donde sería destripado, abierto en canal, y su cuerpo descuartizado quedaría humeando entre las sábanas.
Sin embargo, la cabra permaneció cernida sobre él, inmóvil, casi con un porte solemne, con el cuerpo erguido hacia el techo marrón.
¿Sería su verdugo? En ese caso, ¿por qué iba vestido con un polvoriento traje negro y una camisa sin cuello sucia? Llevaba las mangas deshilachadas de la chaqueta arremangadas hasta la mitad de las patas delanteras, ¿o serían los antebrazos? Tan ajustada le quedaba la mugrienta chaqueta que tenía las largas extremidades delanteras pegadas al torso. Daba la impresión de que la criatura se había apropiado del traje de un cadáver mucho más pequeño que ella.
Luke miró a las otras dos figuras.
Como si del elenco de una grotesca pantomima victoriana se tratara, rezumaban alrededor de la cabra el aroma de atrezo trasnochado, de bambalinas polvorientas, de sudor rancio.
El aspecto de la liebre era demasiado espantoso como para contemplarla durante un tiempo prolongado. Y el hecho de que fuera diminuta, de una estatura inferior al metro y medio, hacía que, de algún modo, su visión fuera más horripilante que la de la cabra con su estatura inhumana.
Unos mechones de pelo marrón y estropeado brotaban de su cara alargada. Sus ojos desorbitados, feroces y llameantes, pero también negros de la ira que acumulaba en su corazón, sobresalían de unas cuencas oculares huesudas. Tenía las orejas levantadas hacia delante, casi moviéndose nerviosamente. Más cercanos a unos colmillos que a unos incisivos, dos largas y descoloridas estacas de hueso emergían de una boca negra y sucia y garantizaban a su presa una mordedura profunda y letal.
Con un jadeo, Luke levantó débilmente una mano como para defenderse del ataque múltiple y atroz que presagiaba contra su garganta.
El largo cuello de la liebre, poblado de mechones de pelo erizado, sucio y enredado descansaba sobre un par de hombros desnudos y blancuzcos y un pecho prominente con pezones rosados, brillante y muy arrugado.
Luke apartó la mirada asqueado. Ahora era el cordero quien requería su atención. El animal gruñó; era el primer sonido que emitía cualquiera de las figuras. Luke clavó la mirada en los ojos azulados y apagados del cordero, con los bordes rosados y las pestañas blancas. Parecía mirarle con una gran tristeza; su rostro parecía extraído del daguerrotipo de un espectáculo circense. Su pelaje hirsuto y amarilleado por el paso del tiempo estaba casi rapado alrededor de la cabeza; aun así se enroscaba como los tirabuzones de un niño. En la parte superior de la cabeza exhibía una guirnalda de flores secas entrelazadas con un ramillete de brezo, y debajo de sus diminutos dientes cuadrados y de su pequeña barbilla destacaba un rígido collar de encaje. Desgastada y con manchas de humedad, la camisola que llevaba puesta recordaba tanto a una mortaja como a un vestido de bautizo de niña pasado de moda. Sin embargo, el aspecto infantil del atuendo no suavizó la impresión que le producía ver un cordero erguido a los pies de su cama. En absoluto. Más bien lo acentuó.
En medio del bullicio de la música estridente, y mientras su cabeza pugnaba por comprender el terror surrealista de aquella comitiva de bienvenida, se sintió paralizado, mudo e incapaz de pensar con claridad. Y sus visitantes simplemente seguían allí de pie, inmóviles como maniquíes, mirándolo fijamente y sin mover sus horripilantes ojos animados, como si estuvieran esperando una reacción por su parte: una palabra, un grito, un débil intento de defenderse.
De repente, la descomunal cabeza negra de la cabra se volvió hacia el cordero y se debieron comunicar de algún modo, pues el cordero se volvió hacia un lado, dejando al descubierto su oreja rosada llena de pelo, y se inclinó hacia el suelo que quedaba fuera de la vista de Luke. Un brazo humano blanco emergió del vestido de encaje; su antebrazo mostraba una palidez y una delgadez femeninas, aunque estaba cubierto por una serie de tatuajes que ascendían desde la muñeca. La música cesó de golpe y se instaló el silencio en la habitación.
Luke se incorporó por completo con la espalda apoyada en la parte posterior de su diminuto cajón de madera y flexionó las rodillas para pegarlas al vientre. El silencio repentino atenuó su miedo, aunque no demasiado, y sus movimientos apresurados descompusieron las pieles de borrego que cubrían el montón de heno comprimido en el cajón.
«¿Por qué no estoy en la cama de un hospital?». Y se preguntó también si aquella segunda aparición desagradable de una cabra negra en su vida habría fundido otra de sus bombillas, sin la cual sería un hombre tremendamente nervioso durante el resto de su vida.
La cabra levantó dos manos humanas de dedos largos, que fueron el primer elemento de la criatura que Luke contempló complacido, ya que había esperado encontrarse con un par de pezuñas.
Los finos dedos hundieron sus uñas mugrientas en las mejillas peludas de la cabeza de la cabra, tiraron hacia arriba de ella y retiraron la máscara. Pero cuando Luke vio el rostro que se había ocultado debajo de ella, deseó que hubiera seguido tapado.
La cara estaba embadurnada con algún tipo de cosmético de color blanco, y en toda la tez blanqueada solo se apreciaban las líneas negras que trazaban surcos en la frente y a ambos lados de la boca, cuyas comisuras estaban fruncidas hacia abajo en una mueca huraña. En los ojos se apreciaba la insistencia en hacerlos parecer hundidos en las orbitas oculares con pegotes de maquillaje negro endurecido. También tenía los labios pintados de negro, pero mientras había tenido la máscara puesta, el sudor había quitado grosor a la boca en forma de vulva de la figura, que gruñó a Luke y dejó al descubierto unos dientes de un color marrón amarillento como de maíz crudo.
El pelo largo y negro empapado de sudor le caía en forma de hebras grasientas sobre su cara grande y de gesto afligido. Unas líneas oscuras grabadas en la piel, que partían del entrecejo y se adentraban en la frente, conferían al rostro pálido un permanente gesto ceñudo. Los ojos eran de un azul glacial, con una expresión intensa, desdeñosa y altiva. El hombre tenía una barba larga y enmarañada, recorrida por trazos de maquillaje que apelmazaban el pelo de tal modo que a Luke le recordó el follaje de los árboles invernales que se atisban en las riberas de las maquetas de trenes.
Luke buscó una puerta en las desnudas y sucias paredes mientras se situaba en su nuevo entorno con la mayor rapidez posible. Atisbó una entre la liebre y la cabra, justo donde se unían dos de las paredes sin ornamentos; una estrecha rendija. Estaba cerrada. Por lo demás, alrededor de Luke, el yeso viejo de las paredes sobresalía entre la madera combada, lo que daba a la habitación un aspecto repleto de protuberancias deformes que hacía crecer su desasosiego, si eso era posible. Y Luke descubrió que sí lo era. Por una ventanita tapada con una cortina marrón entraba una luz neblinosa en la habitación.
Luke comprobó que dentro del cajón avejentado de la cama, cubierto con aquella piel de borrego tan asquerosa que le producía urticaria, su cuerpo conservaba el aspecto mugriento que le había dejado su terrible experiencia en el bosque. El hecho de que no lo hubieran lavado lo inquietó tanto que temió que si le daba demasiadas vueltas en la cabeza, acabaría llorando a moco tendido.
—Bienvenido —dijo el hombre con la cara blanca. El tono de su voz era extremadamente grave y cargado de afectación.
El repentino y fugaz movimiento de su boca y el timbre de su voz lo hicieron parecer más joven de lo que Luke había pensado en un primer momento, cuando la figura se había quitado la máscara. Luke calculó ahora que debía de rondar los veintipocos años, si es que no era un simple adolescente.
Luke tosió para aclararse una garganta que le parecía llena de astillas. Tragó saliva.
—¿Dónde estoy? —preguntó en un graznido seco y quebradizo.
—Al sur del Cielo —respondió la figura adusta con el mismo tono grave de voz, que sonó más absurdo esta vez.
De la cabeza de cordero emergió una risa de hiena poco convincente, cuyas notas más discordantes quedaron sepultadas en los confines de la máscara. La figura inclinó su horrorosa cabeza de lana, se la agarró por debajo de las diminutas orejas y se la extrajo después de un breve forcejeo con ella. El joven se puso derecho, sacudió su verdadera cabeza hacia atrás y se apartó la larga cabellera negra de la cara sudada. Un puñado de mechones no más gruesos que unos cordones de zapatos le caían hasta las mejillas sudadas.
El rostro enjuto del cordero, que se debatía entre la belleza juvenil y las facciones de una comadreja, también estaba cubierto de maquillaje blanco. Sin embargo, tenía pintarrajeados unos regueros carmesíes en las mejillas, como residuos de unas lágrimas de sangre, que también brotaban, como si se tratara de sangre reciente, de los orificios de la nariz y de las comisuras de los labios de su boca pintada de negro dispuesta en una mueca de disgusto.
Luke tragó saliva.
—¿Quiénes sois?
El cordero emitió como respuesta un sonido horripilante que era una mezcla de ladrido y de alarido estridente, y luego soltó una risita estúpida. Sus pálidos ojos azules refulgían sepultados en los abismos de maquillaje negro.
A Luke le pareció entender «Oscar Ray». Frunció el ceño y volvió a tragar saliva un par de veces.
—¿Oscar Ray?
—¡Oskerai! —gritó de nuevo la figura, separando de la camisola dos brazos blancos, largos y flacos y agitándolos en el aire, lo cual le dio un aspecto más perjudicado aún.
—Somos los cazadores —añadió la figura más alta en un tono pomposo y con un fuerte acento.
—El encuentro final —espetó una voz femenina petulante y nerviosa desde los confines de la espantosa cabeza de liebre.
A pesar de que sabía que debajo de ella se escondía un ser humano, Luke sospechaba que nunca se sentiría cómodo en presencia de esos ojos enloquecidos y esos dientes asquerosos.
—No entiendo —dijo Luke, con la esperanza de que no advirtieran el fondo de sus miedos y de su recelo. Ya tenía la edad suficiente para saber que siempre era un error revelar ese tipo de sentimientos en compañía de personas inestables.
La liebre se quitó su espantosa cabeza y dejó al descubierto el rostro rellenito de una joven que no debía de haber cumplido los veinte años, si es que no era una quinceañera. También llevaba la cara pintada, pero a diferencia de los otros dos, que se habían creado expresiones grotescas con muecas arrogantes o facciones ceñudas ensangrentadas, la muchacha había empleado el maquillaje blanco y el lápiz de ojos de un modo más artístico. Su cara redonda exhibía una mueca inmutable de regocijo malicioso, como si las salpicaduras de rojo intenso alrededor de los labios y por la barbilla fueran la prueba de un acto sádico perpetrado recientemente con la boca.
Con el objetivo de granjearse su simpatía y de poner punto final a aquel juego inquietante, Luke se toqueteó el lado de la cabeza que notaba caliente y demasiado abultado como para no merecer su preocupación. Se manchó las yemas de los dedos con los posos de sangre reseca, comprobando así que la herida seguía húmeda y abierta en la parte central. El vendaje que yacía sobre la almohada grisácea era el mismo que Dom le había enrollado torpemente alrededor de la cabeza cuando había perdido el conocimiento en el peñasco la última noche que pasaron al raso. Los chavales de caras blancas ni siquiera se habían molestado en ponerle un vendaje nuevo en la cabeza, así que no debía extrañarse de que no le hubieran lavado el cuerpo maltrecho y sucio.
Ahora que estaba sentado y sufría las continuas náuseas que le provoca el dolor que nacía en lo más profundo de su cabeza, se dio cuenta horrorizado de la necesidad de que le hiciera alguna radiografía.
—Hospital. Médico. Mi cabeza.
Los chicos continuaron mirándolo sin inmutarse.
—Necesito ayuda. Por favor —insistió Luke.
El muchacho que había llevado la cabeza de cabra alzó la barbilla con gesto desafiante.
—Pronto.
Y, sin añadir más, dio media vuelta, agachó la cabeza y enfiló con gran estrépito hacia la diminuta puerta. Debía de medir más de dos metros. Su estatura era esperpéntica en relación con las dimensiones de la habitación. Unas espinilleras de acero destellaron en las botas de motociclista del gigantón, que enfundaban las perneras ceñidísimas y cortas de sus pantalones. Los gruesos tacones de sus botas estaban tachonados con lo que parecían tachuelas o clavos pequeños.
La liebre lanzó un chillido dirigido a Luke y le sacó una lengua tan absurdamente roja entre los labios negros como el regaliz que Luke retrocedió. Luego salió detrás del gigantón con sus pies regordetes y pasó por el hueco de la puerta con las carnes estrujadas por los bordes.
Luke miró entonces al chico que quedaba en la habitación, que solo parecía más idiota aún, vestido con su horrorosa camisola y con el rostro escuálido pintarrajeado como un payaso.
—Mis amigos están muertos. Fueron asesinados. Tenéis que llamar a la policía —suplicó Luke—. Ahora mismo. ¿Me oyes?
El joven ladeó la cabeza y su rostro se arrugó y adquirió un gesto socarrón. Entonces, imitando al más alto de los tres, adoptó un tono grave y burlón para decir:
—Tienes que entender que aquí no hay policía. Ni médicos. Estás a muchos kilómetros de todo eso. Pero tienes suerte de estar vivo. Mucha suerte, amigo. No tenemos teléfono, pero ya han ido a buscar ayuda. Pronto llegará.
Desconcertado, Luke se quedó boquiabierto dentro del pestilente cajón de la cama.
—Yo no…
El muchacho de la camisola sacó pecho.
—Estás bien. Tranquilízate —le dijo.
Luego se dio la vuelta, cogió el reproductor de CD y salió por la puerta detrás de sus compañeros.
El golpetazo metálico de una pesada llave dentro de una cerradura de hierro precedió el estrépito retumbante de tres pares de pies enfilando por un espacio hueco de madera, o un pasillo, al otro lado de las paredes de la habitación. Y hasta mucho tiempo después de que lo dejaran solo, Luke permaneció con la mirada clavada en la puerta cerrada, en un silencio incrédulo.