Capítulo 48

Hay personas en la habitación.

«¿Otra vez?».

Inclinadas hacia ti y examinándote el cuerpo mientras tú estás de pie dentro de la bañera metálica. Son viejas. Muy viejas. Cada centímetro de sus rostros está fruncido y surcado de arrugas de piel macilenta, como debajo de los ojos, en cuyas cuencas oculares hundidas apenas si se distingue algo más que un destello. Pero cuando alguno de ellos eclipsa un delgado rayo de luz con la cabeza, se puede apreciar una córnea de un azul lechoso rodeada por un iris descolorido.

Una de las personas parece una mujer, pero en su irregular cabeza hay poco cabello; solo un par de mechones blancos en los costados. En su piel se distinguen unas venas negruzcas.

La otra persona podría ser un hombre, o tal vez incluso el cuerpo de un ave sin plumas, esquelético y descarnado.

Están inclinadas hacia ti, enfundadas en sus atuendos negros holgados que les cuelgan como si fueran unas túnicas bajo las que no llevaran nada, y te examinan con detenimiento las caderas, las costillas y los hombros.

Unos dedos con los nudillos como huesos de melocotón y con una piel traslúcida como la carne de pollo fría te pinchan la barriga salpicada de pecas como si fueras un trozo de carne. Unos dientes oscuros y afilados asoman al otro lado de las sonrisas tirantes de sus bocas sin labios, abiertas como un par de hocicos.

Intentas hablar, pero te falta el aire. Ellos murmuran entre sí e intercambian palabras que no entiendes. Las inflexiones de sus voces melodiosas y cantarinas siguen cadencias extrañas.

A lo largo de las paredes hay velas de sebo encendidas que hacen oscilar, alargarse y contraerse las sombras proyectadas en la madera oscura y resaltan los cuernos y los huesos descoloridos clavados a las paredes.

Entonces, encima de ti oyes el golpeteo producido desde el otro lado del techo. Es un ruido de madera contra madera; un repiqueteo frenético que no sigue ningún ritmo, como si su responsable fuera un niño armado de un palo y una sartén. Quizá se trate de un animal, de un perro o algo por el estilo encaramado allí, porque también oyes los aullidos. El techo ennegrecido por el humo atenúa los ruidos: los aullidos y gañidos intercalados con el golpeteo.

Te alegras de que los ruidos provoquen que los viejos vestidos con su ropa de lana negra y sucia se alejen de ti. Pero tu alivio solo dura un momento, porque las figuras enfilan hacia la puerta y de pronto parecen ansiosos por salir. Uno de ellos busca a tientas el pestillo de la puerta mientras los demás clavan la mirada en el techo con los ojos jubilosos, mostrando muchos más dientes que antes al advertir las pisadas que resuenan en el suelo del piso de arriba, al principio vacilantes y luego enérgicas.

Intentas seguir a los ancianos al otro lado de la puerta, pero te resulta imposible moverte y franquear el borde de la oscura bañera metálica. Tienes los tobillos atados con algo fino y doloroso allí donde te aprieta, y cuando levantas la mirada, ves que se te están poniendo moradas las manos porque las tienes ligadas por las muñecas con una correa de cuero que está amarrada a un gancho de hierro ennegrecido fijado en el techo.

Los ancianos han desaparecido y estás solo en la fría bañera metálica. Pero algo está bajando del piso de arriba. Oyes sus pies huesudos en los escalones de madera de una escalera que hay fuera de la habitación, y oyes el ruido de su cuerpo constreñido cuando atraviesa un pasillo estrecho, acompañado por las ráfagas de aire de una respiración acelerada por la emoción.

Una figura robusta llena el hueco de la puerta de tu habitación. Y rompes a gritar cuando te das cuenta de que avanza a cuatro patas y descubres los largos cuernos que sobresalen de su cabeza.

Luke se despertó con un grito.

Respiró agitadamente, como si acabara de cruzar al sprint la meta en una carrera. Gritó el nombre de su madre.

Se despabiló rápidamente y la pesadilla fue difuminándose teñida de sepia hasta desaparecer por completo. Estaba despierto y jadeando contra el viejo vendaje que le envolvía la parte superior del rostro hasta debajo de la punta de la nariz. Pestañeó repetidamente. Gimió. Porque durante unos instantes de desorientación pensó que estaba colgado del techo, atado por las muñecas. Sin embargo, solo se trataba de los delirios causados por la impresión de despertar en la oscuridad.

Húmeda y caliente, la sábana con el molde de su cuerpo se le pegaba a la piel y delineaba su figura tendida bocabajo, estirada.

Escudriñó por debajo del vendaje, con los ojos abiertos como rendijas para minimizar el daño que le producía la tenue luz. Vio el contorno mugriento del viejo edredón, los lados de la estructura de la cama y lo que tal vez era una pared poco iluminada más allá de sus pies.

«Sigo a salvo. Sigo en un lugar seguro».

Había tenido una pesadilla. No pasaba nada. No había de qué sorprenderse. No sería la última.

Pensó entonces en su herida; en las grietas en su cráneo. Se palpó el vendaje.

Espiró lentamente. «Ten paciencia». Estaba a salvo y la ayuda venía de camino. Cerró los ojos.