Se despertó tan sediento que no pudo tragar saliva y temió que sus labios se rasgaran como papel de arroz si los forzaba a separarse. Era tarde, mucho más tarde. El largo período de sueño le había dejado una sensación de hinchazón en los ojos.
Supuso que estaba en el mismo lugar que cuando se había despertado la vez anterior, ya que recordaba vagamente haber estado tendido en la misma posición y sobre la misma superficie en un pasado reciente. Sin embargo, en esta ocasión advirtió una ausencia notable. Pero ¿de qué? Se sentía como si le hubieran sacado algo, como si le hubieran quitado un peso de encima. «Algo» que lo había tenido a su merced, que lo había consumido y extenuado, que lo había mantenido aterrorizado y en un permanente estado de pánico durante largo tiempo.
«El miedo».
El miedo. Esa sensación opresiva, escalofriante y paralizante. Y la espera despiadada de su sacudida. El miedo por fin lo había abandonado.
Pero entonces regresó el pasado anterior al momento en que se quedó dormido. Como una ola de oscuridad que se introdujera por su boca, por sus ojos y por sus oídos. Incluso notaba lo húmedo y frío de ese caudal terrible de recuerdos que se precipitaba sobre él y le asaltaba la nariz con su hedor a hojas putrefactas y a ramas partidas.
Lleno de arañazos y desangrándose, había llegado hasta los límites de su propio ser. Le habían ardido los pulmones y había sufrido calambres en las piernas, pero ahora solo estaban calientes y cansados; los contornos imprecisos de los pliegues y de las cicatrices que le recorrían el cuerpo torturado le relataban una historia que no quería revivir.
En su cabeza aparecieron rostros demacrados. Hutch. Phil. Dom. Volvió a ver sus despojos suspendidos de los árboles; los trozos de carne y los huesos. Entonces recordó las siluetas delgadas de los árboles escuálidos que se alzaban ante el fulgor del cielo rojo. Pero no solo había árboles. Había algo entre ellos, algo que les pertenecía pero que se mantenía aparte: una figura erguida lo observaba sobre un fondo que parecía un extraño planeta de fuego. El recuerdo electrizante del golpe recibido en la cabeza, como un martillo que hiciera trizas un cuenco de porcelana, provocó la sacudida de su cuerpo. Y el estruendo de su propio alarido en mitad de la oscuridad acabó desorientándolo.
Pero lo habían rescatado y ahora se encontraba tendido sobre una cama. Lo habían encontrado. Habían cuidado de él. Se le iba a salir el corazón del pecho.
Cuando por fin consiguió abrir los párpados, en su cabeza experimentó una sensación de ropa rasgada a la que siguió una punzada de dolor detrás de los ojos. Esta se repitió, y luego otra vez, pero no eran más que las réplicas del golpe, más débiles y atenuadas en las profundidades de su cabeza.
En aquel lugar donde se hallaba a salvo, el aire no olía a limpio. Le recordó una tienda de beneficencia de ropa de segunda mano. La sensación de sed se propagaba como un camino de sal desde su lengua hinchada hasta su ombligo. Separó los labios y dejó que su boca abierta y que le parecía tener llena de arena aspirara el aire cargado de los olores del desamparo: a humedad en la madera ajada, a polvo, a ropa de cama tan grasienta que apestaba a animal.
Posó la mirada en el fondo pálido y vacío que tenía enfrente y sus ojos se contrajeron para fijar la vista en los hilos de un vendaje. El trozo de tela le pasaba tan cerca de los ojos que le dificultaba el pestañeo. Una luz tenue se filtraba por la venda. Recordó haber tenido la sensación de que unas manos le vendaban la cabeza con delicadeza y prontitud mientras dormía; unas manos benévolas que habían estado a punto de arrancarlo del abismo de su sueño ponzoñoso. Eso había ocurrido hacía una eternidad. ¿Cuánto exactamente? ¿Hacía semanas? ¿Días?
Algo pesado y grueso lo cubría de los pies a la barbilla, y pese al hedor, su cuerpo se mantenía caliente debajo de ello. Por todo el cuerpo notaba continuas picaduras. Tenía las nalgas doloridas, y otra oleada de picaduras le recorría las costillas.
Entre los muslos y debajo de las nalgas, la ropa también estaba húmeda, y eso lo alarmó más que las pulgas.
Con una concentración extrema movió las caderas, las piernas y los pies, y luego flexionó las rodillas y los codos. Mantuvo el cuello inmóvil y simplemente levantó los ojos para fijar la mirada en el trozo de tela mugrienta del vendaje mientras su cuerpo se familiarizaba de nuevo con sus sensaciones, sus facultades y sus posibilidades.
Muy lentamente fue levantando la cabeza hinchada y pesada de la grasienta almohada, que arrastraba consigo un olor a plumas llenas de polvo. Inclinó la cabeza hacia delante y entornó los ojos ocultos bajo el vendaje para examinarse el cuerpo.
Y entonces vio los pliegues sinuosos de un edredón ajado formado por retales de colores deslavazados u oscurecidos por la suciedad; trozos de tela de distinta procedencia que se extendían hasta los bultos de sus pies ocultos. El edredón no sobresalía de los bordes de la estructura de madera de la cama en la que estaba tendido. Era como si estuviera metido en un viejo arcón o ataúd de madera, en cuyos rígidos confines yacía envuelto en un sudario ajado. Se trataba de una especie de cama, pero Luke temió de inmediato que la estructura contara con una tapa.
Volvió la cabeza con sumo cuidado hacia la izquierda y vio junto a la cama una mesita de noche de madera oscura bañada por la luz cenicienta. Al lado de una taza de madera había una jarra también de madera oscura. Su garganta se contrajo instintivamente, pero apenas si pudo completar la acción de tragar saliva.
Con cautela, se giró para colocarse sobre el costado izquierdo y se puso en posición fetal. Alzó el tronco apoyado sobre el codo y alargó la otra mano hacia la taza. Pesaba. Estaba llena de agua tibia y turbia. Pero la engulló de un trago y solo advirtió el sabor después, cuando el resabio a herrumbre y a acero le invadió la boca. Era agua sin tratar. Agua de pozo.
Una oleada de punzadas le aporreó la parte posterior de los ojos y los párpados se le cerraron de golpe, como si fueran unas persianas de seguridad contra huracanes. Tras el breve esfuerzo realizado, volvió a sentir la flojera de las extremidades. «¿De verdad estoy tan mal?». Volvió a encajarse en el molde que su cuerpo había creado en la cama durante el largo tiempo de convalecencia. Tuvo la sensación de que se hundía más que antes, con la pestilente caverna del edredón presionándolo.
Permaneció inmóvil. El dolor que había brotado en su cabeza fue apaciguándose y recuperó la paz arrullado por el vaivén del agua dentro del estómago.
Estaba a salvo. ¡A salvo! Estaba a salvo del terrible bosque y del ser que lo merodeaba. Estaba vivo y a salvo. A salvo. Vivo. A salvo. Las lágrimas empezaron a humedecerle el rostro. Se sorbió la nariz. Y entonces cayó dormido.