Sonaban cerca.
Voces.
Pisadas.
Personas.
Un murmullo en sueco o en noruego al otro lado de la impenetrable oscuridad que lo envolvía. Una mujer, joven. Y… dos hombres, a juzgar por la gravedad del tono de sus voces. Notó su presencia encima de él. Las voces sonaron entonces solapadas, cerca de sus pies.
Estaba tumbado; tenía las extremidades y la espalda agarrotadas, pero hundidas sobre una superficie mullida. Sentía un escozor en la piel bajo los hombros y las nalgas que estaba en contacto con… la sábana.
Algo le envolvía la cabeza. Notaba el roce y la presión, y era capaz de imaginar su forma, cubriéndole los ojos y la cabeza como un sombrero excesivamente grande.
Cuando intentó abrir los ojos, se encontró con la resistencia de los párpados. Los tenía pegados. Un párpado se entreabrió por fin y Luke sintió un pinchazo abrasador en la pupila. Volvió a cerrar el ojo. Si se movía, el dolor se extendería por toda la cabeza, quizá de un modo insoportable y permanente. No necesitaba comprobarlo para saberlo.
Jadeó. Intentó hablar. Pero en la cavidad árida y ardiente de su garganta no había palabras. Un frufrú, como de faldas largas rozando un suelo de madera, brotó de la oscuridad y se propagó a su alrededor. Y entonces una mano pequeña y mustia le tocó la mejilla para tranquilizarlo, para pedirle que permaneciera quieto. Una voz avejentada emitió unos ruiditos consoladores.
Antes de que pudiera recordar nada anterior al instante de despertase y de tomar conciencia de dónde estaba, volvió a sumirse en una oscuridad balsámica y en su placentera calidez.