Tendido en el suelo, Luke observó las copas altas de los árboles con sus millones de hojas y sus interminables marañas de ramas. Por algunos huecos se vislumbraba el cielo, que estaba oscuro. Por un momento se preguntó dónde estaba. Entonces lo recordó y volvió a cerrar los ojos.
Iba de un árbol a otro utilizando los troncos gruesos y las ramas bajas para apoyarse. El vuelo y el revoloteo permanente de las moscas adquirían un zumbido ensordecedor cuando uno de los insectos se introducía en su oído con ánimo de explorarlo. Luke tenía las manos húmedas de la linfa que rezumaba de los grandes bultos blancos que se adentraban por los puños de su chaqueta y que la torpeza le había llevado a rasguñarse. Algunas picaduras se hinchaban bajo la correa de su reloj. El plaf de los insectos cuando los mataba de un manotazo acentuaba su sed. Rezó por que volviera a llover y el agua ahuyentara las nubes de bichos. Se suponía que no tenían que estar allí; ese había sido el motivo principal para programar la excursión en septiembre y de ese modo evitar el interminable caudal de insectos. Hutch se había olvidado de mencionar los mosquitos.
¿Estaba yendo en la dirección correcta? Se preguntó qué distancia habría recorrido con sus andares tambaleantes desde que habían abandonado la tienda de campaña. Le parecía que había pasado todo un mes desde entonces. Y la noche anterior pertenecía a una vida pasada. ¿Cuánto quedaría hasta llegar al final del bosque? Entonces dejó de preocuparse y se limitó a continuar avanzando; paso a paso, preparándose para la sacudida de la migraña antes de poner cada pie sobre el suelo del bosque.
Cada diez pasos se recostaba contra un árbol o se sentaba sobre la maleza húmeda para esperar a que su visión se estabilizara. Respiraba con tanta dificultad que el simple acto de inspirar aire lo fatigaba en la misma medida que impulsar hacia delante las piernas pesadas, una vez tras otra.
Llegó un momento en el que dejó de ser consciente de las peculiaridades del paisaje. El bosque se convirtió en un escenario borroso que apenas si veía y por el que simplemente se arrastraba. Tal vez su cuerpo estaba desintegrándose; sus voluminosas células se consumían una a una para permitirle continuar su luctuosa marcha. Llevaba una eternidad sin comer. La sensación abrasadora en las tripas se había convertido en una combinación de náuseas y de dolor de estómago que lo atormentaba.
Para aliviar la terrible fatiga, el aburrimiento y el miedo hizo un recuento de lo que había comido durante las últimas treinta y seis horas: cinco barritas de cereales y media tableta de Dairy Milk. Continuó repitiendo el menú para sus adentros como si fuera un mantra.
La última vez que había ingerido algún líquido había sido por la mañana: una taza de café denso y amargo. Empezó a notar el sudor frío y se detuvo de nuevo presa de las arcadas apoyado contra un árbol.
A las diez no veía nada más allá de un metro y medio; aun así continuó deambulando en un vacío oscuro e impreciso en la dirección impuesta por la desorientación.
Caminaba con la cabeza gacha y los ojos cerrados la mayor parte del tiempo. Sin embargo, de repente tuvo la sensación de que no estaba solo. Levantó la cabeza convencido de que el espacio que se extendía inmediatamente a continuación de él había sido invadido. Y entonces vio, a la luz agonizante de la penumbra, toda una hueste de diminutas figuras blancas erguidas, perfectamente inmóviles, que se repetían sucesivamente hasta donde le llegaba la vista. Arrugó el ojo bueno y parpadeó.
Pero todos los… ¿niños? habían desaparecido.
La escasez de luz le había hecho confundir los sauces enanos por una multitud de personitas blancas y delgadas mirándolo fijamente detenidas frente a él.
Pasada la medianoche le asaltó la certeza de que Hutch había empezado a caminar detrás de él. También Phil. Ahora que veían a Luke tan desamparado, herido y perdido, ambos habían entrado en razón y comprendido que aquella broma perfectamente elaborada y organizada había ido demasiado lejos. Sin embargo, el sentimiento de culpa les impedía contemplar la reacción de su amigo a la cruel demostración de su ingenio, de modo que no lo miraban directamente. Y Luke, por su parte, estaba tan ofendido porque le hubieran tomado el pelo que no les hacía caso. Se sentía dolido y traicionado, y solo quería echarse a llorar. Hasta que finalmente ambos dejaron de seguirlo.
Cuando Dom lo alcanzó y se puso a caminar de nuevo a su lado, Luke estaba demasiado cansado para hablar con su amigo o para preguntarle dónde había estado. De modo que simplemente le sonrió con la esperanza de que Dom entendiera, en medio de la oscuridad impenetrable del bosque, que se alegraba de volver verlo.
Cuando se detuvo para descansar y buscó a tientas la linterna —estaba seguro de que llevaba una—, Dom había vuelto a desaparecer.
Luke se sentó sobre una roca y se sumió en la inconsciencia.
Entonces empezó una conversación con Charlotte en el pub Prince of Wales de Holland Park. Hacía un día soleado y estaban sentados fuera. La escena era calcada de su segunda cita, cuando ella había emergido de la estación de metro con una minifalda y unas botas de piel y él se había quedado mudo consumido por el deseo y el desconcierto, ya que el día que se habían conocido —cuando había vuelto a casa contento porque una chica, a la que, por otra parte, no le importaba no volver a ver, se había apuntado su número de teléfono— ella iba con zapatillas de deporte y vaqueros. Pero Luke disfrutó tanto de su compañía esa segunda vez que había decidido allí mismo, en la terraza del pub, seguir adelante con ella. Le dijo que era un «bombón» y ella sonrió, alargó una mano por encima de la mesa y le acarició la cara, se mordió el labio inferior y le respondió que era «encantador». Pasaron horas sentados en la terraza. Se besaron y se contaron todo sobre sus respectivos trabajos, ciudades natales, familias, relaciones más recientes y ese tipo de cosas de las que se habla en las primeras citas con las personas que de repente te importan.
Cuando despertó, arrancado del sueño por el dolor de cuello y los pinchazos en la frente, continuó hablando con Charlotte hasta que se dio cuenta de que estaba solo y apoyado contra un tronco caído en medio de un bosque. La humedad le había empapado los pantalones y se había filtrado hasta la ropa interior. Estaba calado y tiritando. ¿Dónde había dejado el saco de dormir?
A través de las ramas superiores de los árboles veía el cielo, que estaba tornándose del pálido azul grisáceo del alba. Miró el reloj: las seis de la mañana. Había dormido tres o cuatro horas. ¿Por qué no le había matado? Se devanó los sesos intentando dar con una respuesta, pero el cansancio y los dolores le impidieron insistir en sus elucubraciones. Estaba tan sediento que ni siquiera podía tragar saliva y tenía los labios cubiertos de una costra formada por el salitre del sudor.
Avanzó lentamente a gatas.
«Otra media docena de metros y luego déjate caer para que te engulla la oscuridad».
Se arrimó la brújula al ojo bueno, pero no vio nada. Se le escapó el artilugio de las manos y sintió cómo aumentaba la presión del cordón alrededor del cuello, pero fue incapaz de apresar la brújula que oscilaba como un péndulo sobre la tierra oscura que cubría el suelo a sus pies.
«Por lo menos sube la pendiente hasta el árbol».
«Al final del claro hay dos piedras donde puedes sentarte».
«Entre aquellos dos abetos falsos las ortigas parecen clarear».
«Detrás de ese bosquecillo de abetos podría haber agua. Parece la clase de lugar donde podría haber agua».
«El bosque clarea en lo alto de aquella elevación. Subiré de lado. A lo mejor así es más fácil».
Se sentó en la cima de un montículo de tierra, a cuyo alrededor el bosque se escindía como para dejar sitio a un espacio donde la gente pudiera reunirse debajo de un árbol solitario, y experimentó una extraña sensación de bienestar. Allí arriba, su piel y su cabeza entraron en calor, y el dolor que se cebaba en esta última remitió convertido en un grito lejano.
Abrió un ojo y echó un vistazo a la pendiente por encima de las punteras mugrientas de sus botas de montañismo. El amanecer pintaba el cielo de rojo. ¿O era un efecto de su visión? El alba refulgía entre los árboles que se alzaban a su izquierda, por el este. Se volvió para contemplarlo con el único ojo que podía mantener abierto, y más allá de los árboles dispersos, allá abajo, en el suelo rocoso, atisbó un vasto espacio blanquecino que se extendía hasta donde alcanzaba la vista y donde los robustos troncos negros y las copas de los árboles no bloqueaban la luz rubicunda. Entornó el ojo bueno mientras contemplaba el vasto espacio despejado bañado por la luz escarlata que había detrás de los árboles, y se preguntó si serían los márgenes del bosque o tal vez el inicio del infierno, o simplemente el canto de cisne de su mente. Poco importaba, ya que jamás volvería a moverse. No podía. No le quedaban fuerzas para dar un solo paso renqueante más ni para arrastrarse otro metro. No le quedaba más que el debilitamiento de su cuerpo y el silencio de sus pensamientos mudos.
Pero ¿qué era aquello erguido a cuya espalda parecía llamear un incendio? Justo en los márgenes del bosque negro. Era alto como tres hombres encaramados uno encima de otro. ¿Qué era aquello que llenaba el espacio que separaba dos árboles colosales? No era nada. Porque cuando intentaba mirarla con detenimiento, la figura borrosa se esfumaba y en su lugar aparecían el cielo escarlata y los árboles.
Pero el rugido que oyó muy cerca de donde yacía desplomado no fue producto de su imaginación. No. Era algo que había oído antes. Ese bramido entre canino y bovino, producido por un ser que ningún intruso que se hubiera adentrado en aquel bosque había visto y sobrevivido para contarlo, era absolutamente real. Real como la corteza rugosa que se le clavaba en la espalda y el viento frío que se arremolinaba alrededor de su rostro empapado.
Alargó la mano con la navaja empuñada, separándola del resto del cuerpo inmóvil, y la apuntó hacia la neblinosa línea de árboles que ardía con el fuego carmesí que arrojaba el amanecer entre las ramas y los arbustos.
Debía de haber perdido el conocimiento y dejado de respirar, porque se despertó de repente con el ruido de su respiración agitada retumbando en los oídos. Se preguntó si no habría sido todo un sueño. En ese caso, ¿qué lo había rescatado de ese abismo insondable donde ni siquiera podía respirar? «Una voz». Había oído hablar a alguien.
Pero Luke era incapaz de dedicarle la atención que merecía ni de evitar que se le desplomara la cabeza sobre el pecho. Notó la barbilla apoyada sobre el esternón y cerró el ojo sano. Todavía aferraba la navaja, pero no podía levantar el brazo hacia la voz que sonaba cada vez más cercana. Ahora la tenía al lado. Le hablaba. Le hablaba con suavidad. Le hablada del modo que se emplea con un ser querido, en un tono melodioso. Sin embargo, la voz no llegó a tiempo de rescatarlo de aquella penumbra reconfortante y envolvente en la que estaba sumiéndose.