Capítulo 43

Era incapaz de pensar en nada que no fuera agua. Soñaba con el frío líquido precipitándose a borbotones por su agrietada garganta. El agua centelleante se deslizaba, borbollando y salpicada de espuma gélida, entre los fríos guijarros que poblaban el lecho transparente de un arroyo alpino que desembocaba en sus labios secos y anegaba el desierto de su boca. Si encontraban un arroyo, se atiborraría el estómago con un placer doloroso durante horas, hasta que la última célula de su cuerpo estuviera inundada de agua. «¡Agua!». Solo la palabra avivaba ya la sed abrasadora en todo su ser.

Todavía sumido en esa húmeda ensoñación, se miró las manos y las muñecas, en las que había empezado a sentir unos leves pinchazos y picores, y se descubrió hordas de insectos patizambos que le chupaban la sangre hasta que se les hinchaban los vientres negros. Tenía las manos totalmente cubiertas de ellos. Y también el cuello. Tal vez se trataba de mosquitos que proliferaban en aquel terreno a menudo pantanoso. Luke carecía de las fuerzas y el equilibrio necesarios para espantarlos, así que les dejó que siguieran alimentándose de él. «Al menos alguien tiene algo que beber». Sonrió, pero el gesto le provocó un pinchazo en la parte superior de la cabeza, y tuvo que invertir varios segundos en borrar la sonrisa de los labios para que la repentina punzada agónica remitiera y cediera su lugar al simple dolor palpitante que lo había acompañado hasta entonces. Le habría gustado compartir la ocurrencia con Dom, que caminaba lenta y pesadamente y en silencio, pero hablar se había convertido en una acción irrealizable.

Se preguntó si le quedaría líquido sinovial en las articulaciones de las caderas, ya que había empezado a notar por todo el cuerpo un crujido horrible y un rechinar de huesos que acompañaban cada uno de sus pasos desmañados. Unos puntitos blanquecinos salpicaban su visión. Darse la vuelta para echar un vistazo a Dom implicaba detenerse y girar todo el cuerpo, puesto que mover el cuello le hacía ver las estrellas. De modo que dejó de darse la vuelta para echar un vistazo a Dom. Y cuando hacía una pausa para descansar sobre una roca o un tronco caído, Dom solía chocarse con él y soltar un gruñido. Caminaban tan pegados y a un paso tan lento que cualquier alto en la marcha podía acabar con ambos en el suelo.

Luke estaba tan destrozado física y psíquicamente que era ya incapaz de pensar en su querido Hutch ni en el pobre Phil, a quienes estaban dejando atrás. En cuanto al ser que sin duda estaba siguiéndolos, Luke tampoco le permitía aparecer en su agotamiento y su delirio. Si podía evitarlo. «Tú no». No tardarían en volver a encontrarse con él. Lo sabía, y daba por sentado que Dom también lo sabía.

A las dos de la tarde, Luke tiró la muleta y se dejó caer a cuatro patas. Se proponía continuar gateando. Se sentía mejor con la cabeza cerca del suelo.

Dom dijo algo, pero Luke no lo oyó. Este último se limitó a señalar delante de él para corregir la trayectoria del descenso de una elevación que los conducía a un claro insólitamente despejado, en el que la luz veteada y las sombras parecían una invitación. El suelo estaba húmedo, y Luke se preguntó si podría filtrar el agua de la superficie cenagosa.

A su espalda, la muleta de Dom chocaba contra las piedras y las raíces de los árboles mientras realizaba su descenso tambaleante, y a cada paso soltaba un gruñido de protesta.

Una vez abajo, Luke se tumbó sobre el suelo frío y cerró los ojos. Se llevó con sumo cuidado las manos enrojecidas e hinchadas al vendaje como para sujetar la vajilla hecha añicos que era su cráneo. A esas alturas ya se le debían de haber hinchado los tejidos del cerebro hasta cotas extraordinarias, pues notaba temblores en las vértebras de la parte inferior de la columna.

Se imaginó a un médico diciéndole que debía permanecer completamente inmóvil. «No se mueva. Es lo peor que se puede hacer en un caso de traumatismo craneoencefálico». Sin embargo, se preguntó si habría algo de verdad en las palabras del doctor imaginario. Él no sabía nada de primeros auxilios. Ni de supervivencia; ni de cómo encontrar agua y alimentos si el supermercado estaba cerrado. Ni de la información que podía extraer de la dirección del viento o del color del cielo. Él solo estaba reaccionando a la tragedia que ya había ocurrido. Estaba desamparado y destrozado, y merecía morir. «Pertenezco a la generación de los idiotas —dijo para sí, y rió en silencio—. Somos incapaces de encontrar agua en una reserva natural. Cuando entramos en un bosque, morimos. No somos más que crías de aves que se han caído de los nidos aterrizando en un mundo implacable».

Creyó oír el rumor del agua fluyendo y se sentó. Pero solo era la brisa. Chupó las afiladas hojas amargas y cerosas moteadas por la llovizna. Recorrió el claro como si este fuera la esfera de un reloj y él, el minutero, lamiendo las hojas. En ocasiones, una gota intacta de lluvia aterrizaba en su lengua, pero nunca llegaba hasta su garganta. Lamió la corteza húmeda de un árbol. Levantó la boca abierta hacia el cielo, pero la lluvia le caía en la cara, nunca en la cavidad de sus fauces.

Con el rabillo de sus ojos apretados, que sufrían con la más tenue claridad de las sombras, vio la forma borrosa de color naranja de Dom enfundado en su impermeable. Estaba recogiendo hojas y fragmentos de corteza, cuya agua trataba de tragar como si fueran la valva de una ostra y estuviera engullendo su carne correosa. Su rostro era una mueca mugrienta cubierta de barba y suciedad.

Luke comprobó la brújula y se apretó una mano enrojecida contra el costado izquierdo de la cabeza, como un cantante intentando dar con una nota. Con un ojo que parecía envuelto por una nube de humo marrón confirmó que estaban arrastrándose en la dirección correcta. Entonces pensó en lo que había visto encaramado al árbol; en el lejano final del bosque; en sus márgenes definidos y en las rocas planas cubiertas de musgo que se extendían a continuación. También creyó recordar que había visto agua. Tal vez la había visto de verdad. Debía de haber quedado agua estancada en los orificios y las cavidades de las piedras para que él sumergiera la cara en ella.

Las moscas zumbaban en el aire húmedo y se congregaban como limaduras de hierro en el turbante ensangrentado de su cabeza.

Se levantó. Ansiaba llegar al final del bosque. El breve descanso había permitido el renacimiento de un anhelo que volvía a motivarlo.

—Vamos. Ya queda poco —quiso decir a Dom, pero sus palabras sonaron como una gárgara que le obligó a tragar saliva bruscamente, y supo que era la última vez que hablaría.

Dom enfiló tambaleándose hacia él y juntos abandonaron el claro.

Justo antes de las seis, Luke tuvo que parar otra vez y trepar a gatas una enorme roca, ya que el mareo que lo atormentaba era tan terrible que le provocaba convulsiones en el estómago y le helaba la piel. Dom emitió un ruido repentino en algún lugar a su espalda.

La voz de Dom sonaba inhumanamente alta. No pronunció exactamente una palabra; más bien parecía un gruñido de alivio porque Luke les había concedido otro descanso. Ya habían perdido la cuenta de los que llevaban. Descansaban tanto tiempo como el que pasaban caminando. A cada puñado de metros. Y necesitaban lamer constantemente las piedras y meterse en la boca las hojas húmedas. En la distancia, el pie de Dom impactó con algo mientras se peleaba con la vegetación.

Cuando su cabeza por fin se estabilizó tras desplomarse sobre su pecho, Luke entrecerró un ojo y se levantó para reanudar la marcha gruñendo y con sus andares vacilantes y descoordinados. Intentó proferir un gruñido mientras señalaba con un brazo unos matorrales en los que creyó ver un tramo del sendero sinuoso que los acercaría a la salvación.

Y se metió en la maraña de hierbajos, con las ortigas fustigándole el impermeable y enganchándose a las perneras de los pantalones. Las enredaderas lo apresaban como tentáculos, y tuvo que retroceder un paso hasta que lo soltaron para poder dar otro paso adelante por encima de ellas y pisar más ortigas. Una pauta familiar que habían seguido durante días. Ahora tenía rasgones en los pantalones. Los enganchones y los descosidos se habían convertido en agujeros por los que las espinas y los mosquitos podían llegar hasta él.

Luke sentía la presencia de Dom detrás, caminando cautamente. Tal vez vigilándolo por si de repente perdía el equilibrio y se caía sobre la maraña lacerante de ortigas y espinas. Cada uno de sus pasos era seguido por uno de Dom. Había algo casi reconfortante en la sincronía de sus movimientos. Y ahora tenía a Dom tan cerca que la presencia de su mole era tangible a su espalda. Pero cómo apestaba. A pesar de que tenía la nariz y la boca llenos de sangre seca, Luke percibía el fuerte aliento de Dom y el hedor de su ropa empapada en sudor.

Sin embargo, los matorrales se iban espesando, y sin un machete tendrían que volver sobre sus pasos y rodear el macizo de espinos. «Si se espesan, es porque no estamos lejos de la salida —se decía Luke—. Pero tenemos que volver atrás».

Se detuvo y se dio la vuelta lentamente.

Entonces abrió completamente el ojo sano. A lo largo de la veintena de metros que había recorrido con paso renqueante a través de helechos y ortigas no había ni rastro de Dom.

Arrugó la frente. Entonces un pavor paralizante que le cortó la respiración e incrementó la violencia de las palpitaciones en sus oídos y ojos le nubló la vista.

Dom ya debía de haber dado media vuelta. «Porque oía cómo me seguía. Oí cada uno de sus pasos hasta aquí».

Luke intentó cerrar las puertas de su mente a las repentinas náuseas con las que el pánico pretendía invadirlo.

En el extremo opuesto de los matorrales por los que se habían adentrado veía el claro oscuro y pedregoso donde acababan de tomarse un descanso. Pero tampoco allí había señal de Dom.

Con la cabeza ladeada en un gesto tierno, Luke tragó y tragó hasta que un residuo de saliva le humedeció la garganta. Gritó el nombre de Dom.

Lo que quedaba de su voz rasposa pareció perderse en el espacio arbolado que se extendía sobre su cabeza y se adentraba en la penumbra por todas partes. Volvió a gritar. Y luego otra vez. Y entonces, con los ojos completamente abiertos, aguantando el escozor, miró detenidamente, escudriñó implorante cada centímetro del bosque buscando algún rastro del impermeable naranja de Dom.

Nada.

Dom ya no estaba con él.

¿Cuándo lo había visto por última vez?

Hizo memoria y repasó lentamente los últimos minutos. Había visto a Dom por última vez junto a aquella roca sobre la que se había desplomado no hacía mucho. No. Allí lo había oído, pero en realidad no había posado los ojos en él. En la roca, Dom había permanecido detrás de él. Había emitido un ruido. Sí. Un gruñido o un alarido. ¿Un grito de sorpresa? Luego se había paseado por ahí arrastrando los pies. Le había dado una patada a algo que había en el suelo.

Tal vez entonces había tirado en otra dirección, cegado y confundido por el agotamiento y el dolor de rodilla. Se había alejado de Luke y había acabado perdiéndose.

Eso no podía ser porque había oído a Dom pisándole los talones no hacía nada, mientras se abría paso por las ortigas. Casi se le había echado encima. Sin embargo, no lo había visto. Pero lo había oído y había notado su presencia, y eso no admitía duda. Habían estado juntos. Casi rozándose.

«¡El hedor!».

Luke blandió la navaja.