Una luz cenagosa se filtró por sus pestañas entrecerradas y acentuó el dolor implacable que le recorría la cabeza y le provocaba náuseas, aturdimiento e incertidumbre por no saber dónde se encontraba. De la cabeza, la cara y el cuello mojados y fríos le goteaba una sustancia líquida.
Se notaba la cabeza excesivamente grande, pesada y deformada. Un pegote húmedo que le colgaba de uno de los ojos obstaculizaba el paso de la luz.
Su cabeza reposaba sobre una mochila colocada a modo de almohada, y el ángulo en el que tenía flexionado el cuello también le producía dolores. Se incorporó apoyándose sobre un codo y parpadeó. Su estómago, vacío salvo por los gases, se desplazó en su interior.
Entornando un solo ojo, pudo vislumbrar el toldo de la tienda de campaña sacudiéndose como una vela agitada por un viento fuerte. Sobre su cuerpo había desplegados dos sacos de dormir. Las llamas azules del pequeño hornillo siseaban bajo la cacerola de acero a escasa distancia de sus pies. Levantó una mano y se palpó con cuidado la zona de la frente donde tenían su origen las punzadas que luego se propagaban por el resto de la cabeza. Se topó con algo suave y blando alrededor de la cabeza, apretujándole las orejas y atado a la altura de la nuca. Tragó saliva por una garganta seca y dolorida. Agua. Necesitaba desesperadamente beber. Tosió.
—Dom.
Oyó el estrépito de piedras entrechocando bajo el peso de un cuerpo; a continuación, el tableteo de un palo acompañado por un jadeo de esfuerzo. Luke se volvió hacia los ruidos y cerró los ojos al sentir un pinchazo en un costado de la cabeza que a punto estuvo de hacerle vomitar. Una fractura de cráneo. «¡Oh, mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!». Asolado por un mareo repentino, regresó a su posición anterior, recostado sobre la mochila.
—Colega. Gracias a Dios. Te has despertado. Tenía miedo de que hubieras entrado en coma —dijo Dom, lo suficientemente cerca de Luke como para que este percibiera el fuerte olor de su aliento y el acre hedor a grasa de su ropa mugrienta.
—¿Queda agua?
—Toda la que quedaba está en la cacerola. He gastado casi toda con tu cabeza. Tuve que lavarla antes de vendarla. Tenemos café y chocolate para desayunar.
—¿Qué hora es?
—Las once.
—No…
—Perdiste el conocimiento. Tienes la cara hecha un poema. Necesitas puntos.
—¿Es grave? —farfulló, e inmediatamente se sintió estúpido. ¿Cómo iba a saberlo Dom?
—La buena noticia es que no volvió después de tu ataque. ¿Qué hiciste? ¿Le clavaste la navaja? Dios mío, ese ruido… Lo heriste. Tuviste que herirlo.
Luke entrecerró el ojo que le resultaba más fácil abrir.
—Le tiré una piedra.
—¿Una piedra?
—Ajá.
—Un proyectil…
Luke intentó sonreír, pero también eso avivó las náuseas.
—¿Tiene muy mal aspecto? Mi cabeza. No me mientas.
Dom guardó silencio y clavó los ojos en las botas. Al cabo devolvió la mirada a Luke y torció el gesto.
—Nunca había visto tanta sangre. Pero eso quizá puede llevarnos a conclusiones equivocadas. No tiene por qué significar que sea algo grave. En la cabeza tenemos más sangre que en el resto del cuerpo… creo. Por eso una herida en la cabeza tiene peor aspecto.
—Mierda.
«Herida en la cabeza…». Esas palabras le produjeron un cosquilleo que acabó transformado en un escalofrío. Podía tratarse de algo serio, como una fractura craneal o una conmoción cerebral, lo que explicaría las náuseas. Tal vez algo aún peor: un coágulo sanguíneo o un traumatismo que requiriera una intervención quirúrgica inmediata para evitar el daño cerebral. Había que drenar. ¡Ya!
El pánico se apoderó nuevamente de él, sumándose a los pinchazos que llenaban de destellos rojos su visión. Respiró hondo y sacudió todo el cuerpo hasta los dedos de los pies.
—Estás lleno de sangre, colega. No me di cuenta de la gravedad hasta que salió el sol. Casi no me tengo en pie, ¡pero lo hemos conseguido! ¡Hemos sobrevivido a la noche! ¿Te lo puedes creer?
—Necesito analgésicos. ¿Queda algún ibuprofeno?
—Lo siento. Mi rodilla se los ha tragado todos.
—No creo que pueda levantarme siquiera.
Dom permaneció unos instantes en silencio.
—Entonces estamos jodidos —dijo al fin en un tono repentinamente desprovisto de cualquier atisbo de calidez, ironía o duda. Sus palabras brotaron apagadas y cansadas; eran el sonido de la desesperanza, la voz del día anterior.
Dom regresó renqueando junto al hornillo y fijó la mirada en el agua. Al lado tenía dos tazas de hojalata alineadas con el envase de café soluble. El interior de las tazas estaba negro de la suciedad.
—Necesitamos agua. Inmediatamente. Tengo que beber algo. Luego me miraré la cabeza. Llevo un espejito para el afeitado.
—Tranquilo.
—Tal vez deberíamos desinfectar la herida con un poco de esa agua hirviendo.
—Calla. Tienes que…
—Antiséptico. Había antiséptico en el botiquín.
—Agotado. Con las ampollas de Phil.
—Dios mío… —El rostro de Luke se arrugó. Parecía que iba a romper a llorar.
—Tienes que tranquilizarte. Bébete el café. Serénate. Solamente es una herida superficial. Un golpe. Parece peor de lo que es en realidad.
¿Dom solo intentaba hacerle sentir mejor o lo que decía tenía sentido? Luke no tenía ni idea, pero sus palabras lo tranquilizaban, pues ya no le quedaba nada más en lo que creer aparte de ese tipo de afirmaciones imposibles de corroborar.
Dom empezó a verter agua hirviendo en una taza.
—Tomémonos esto. Luego ya pensaremos en qué demonios vamos a hacer.
Emplearon media hora en el descenso renqueante por la vertiente sur de la colina. Una vez abajo, se detuvieron para recuperar el aliento y esperar a que sus respectivos dolores se aplacaran lo suficiente para poder alzar la barbilla y echar un último vistazo a la tienda de campaña verde y plateada, que se agitaba azotada por las repentinas rachas de viento frío que barrían la cima del peñasco.
Habían abandonado todo lo que habían estado cargando hasta entonces, salvo los sacos de dormir, las navajas y las linternas. Tres mochilas, un montón de ropa sucia, un botiquín de primeros auxilios vacío y el hornillo, con su bombona de gas vacía, que les había proporcionado una última taza de café amargo seguían en el mismo lugar en el que los habían dejado en la cima de la colina. En el lugar solitario y lóbrego donde se suponía que debían haber hallado su final yacían las últimas pruebas del giro que había experimentado su excursión: el testimonio de cuatro amigos que habían decidido tomar un atajo.
Luke y Dom se detuvieron sobre una fina capa de tierra que cubría las piedras al pie de la colina. Volvieron la vista hacia los oscuros abetos que los aguardaban, erguidos solemnemente a la tenue luz del día. Más allá, en las profundidades del bosque penumbroso y frío, una muralla de helechos se alzaba alrededor del último puñado de sauces que precedían a los abetos y las píceas de más altura, que recuperaban su hegemonía allí donde el suelo de tierra era más profundo.
Mientras observaban el bosque y se preparaban para emprender la marcha hacia el suroeste, Luke se sintió desanimado, antes siquiera de ponerse en movimiento, ante la mera visión de la escabrosidad del terreno que se extendía frente a ellos, con constantes subidas y bajadas guarnecidas por los árboles y con las bruscas pendientes provocadas por las crestas rocosas cubiertas por el musgo resbaladizo. De nuevo les esperaba una jornada de caminata tortuosa, acompañada de los alaridos de dolor que garantizaba cargar con una herida cada vez que dieran un paso o hicieran un movimiento. Además, avanzarían a un ritmo más lento que en los días precedentes. Luke cerró los ojos y se mentalizó. Estaba agotado antes de haber empezado, y lo sabía.
El vendaje chapucero de Dom se había soltado a las primeras de cambio. Pero al menos había absorbido buena parte de la sangre que había seguido perdiendo por la herida en la cabeza durante las horas que había permanecido inconsciente. El tajo empezaba en la ceja izquierda y continuaba por su frente hasta desaparecer bajo el pelo. Tenía un color rosado y sus bordes recordaban los labios de una boca fruncida. En el reflejo del espejo para el afeitado le había parecido vislumbrar el resplandor blanco de un hueso. El corte medía al menos una docena de centímetros y pedía puntos a gritos.
Se había limpiado la herida con la última gasa absorbente que quedaba en el botiquín y la escasa agua caliente que había quedado en la cacerola, intentando no gritar como un loco cada vez que se la tocaba. Dom ni siquiera había podido mirarlo mientras se curaba el tajo abierto. Luego había colocado la gasa debajo del vendaje mugriento y se lo había vuelto a atar cuidadosamente alrededor de la cabeza. Dom le había colocado el imperdible que lo sujetaba.
Lo que más había horrorizado a Luke, sin embargo, había sido verse el rostro cubierto de sangre, y apenas se había reconocido cuando lo había contemplado reflejado en su diminuto espejo. El agua que Dom le había vertido sobre la cabeza no le había limpiado la cara, y buena parte de la sangre seca permanecía adherida a su piel. Tenía un lado del rostro amoratado, y aún más oscurecido por la mugre que ya le cubría la piel hasta el cuello. Además, tenía el oído izquierdo taponado por la sangre seca, y le daba la sensación de tener ese lado de la cabeza sumergido en el agua de la bañera. Si conseguía salir del bosque, lo haría con una cicatriz que lo acompañaría de por vida. La cara ensangrentada y la imagen mental de una brutal cicatriz blanca le hicieron sentir más miserable y desgraciado que cualquier otra cosa.
Y ahora ambos se ayudaban con una muleta. Dom le había buscado una rama mojada para que los dos pudieran apoyar sus cuerpos vacilantes, pesados y heridos sobre los vestigios caídos de árboles centenarios.
Luke era incapaz de dirigir una palabra a Dom mientras caminaban, y se limitaba a señalar en silencio con la mano los espacios que se abrían en el suelo del bosque por donde consideraba mejor avanzar para no desviarse de la trayectoria correcta que debía sacarlos de allí. Guardaba la brújula dentro del impermeable, cerca del corazón, y con más frecuencia de la necesaria la sacaba para asegurarse de que se ceñían a las coordenadas que había anotado mentalmente encaramado al árbol.
Charlar habría supuesto un despilfarro de las pocas energías que les quedaban. Un intercambio de miradas bastaba para eliminar lo que fuera que ralentizara la marcha de uno u otro en su alejamiento cauto de la colina. No se separaban en ningún momento, pero, curiosamente, al mismo tiempo parecía que se evitaban.
Luke no soltaba el cuchillo; pero era tan escasa la coordinación de sus movimientos y tan dolorosas las punzadas que le asolaban las paredes del cráneo que no le quedaban ánimos para luchar. Si les atacaban, eran hombres muertos.
Simplemente se limitaban a avanzar renqueantes, indiferentes y ajenos a todo lo que no fuera el siguiente paso. Habían resuelto seguir la ruta que los sacaría del bosque y los llevaría hasta la llanura y el río que discurría debajo; o simplemente seguir caminando hasta que su perseguidor decidiera llevarse primero a uno y luego al otro.
Cuando encontraron a Phil colgado de un pino albar, no se entretuvieron. Su cadáver sugería una escabechina más atroz que el estado que presentaban los restos de Hutch, y se asemejaba más al cadáver del animal que habían encontrado los cuatro hacía lo que parecía ya una eternidad.
Dom había seguido sorbiéndose la nariz y mascullando para sí. Luke, por su parte, había evitado alzar los ojos; solo una vez había mirado el cuerpo empapado y tendido sobre los árboles de su amigo, pero no volvió a mirarlo después de verle la cara. Incluso se habían mirado a los ojos durante un instante.
Como un par de críos asustados, Luke y Dom se apoyaron el uno sobre el otro, con un brazo alrededor del cuello del compañero para que este soportara el peso de su cuerpo mientras pasaban renqueando por debajo de los pies pálidos de su amigo y se alejaban adentrándose en las profundidades del bosque.