Capítulo 40

Una bandada de pájaros ascendió disparada por el cielo y se arrojó en picado hacia el sur, ansiosos por alejarse del bramido proferido por el ser que había empezado a moverse sobre la faz de la Tierra. Estaba justo debajo de ellos, deambulando con pasos inaudibles entre los árboles a los pies de la vertiente sur de la colina.

El cielo mudó su color gris por el de un negruzco azul marino, absorbiendo las migajas del lejano resplandor del sol y transformando lo visible en figuras difuminadas con forma de árboles y en contornos penumbrosos de rocas, entre los que mediaban mantos indefinidos de negrura; unos espacios a los que unas mentes aceleradas podían encontrar parecido con cualquier cosa.

Dom no se levantó. Su rostro había palidecido bajo la capa de mugre y sus labios cortados parecían manchados de vino. Los ojos desorbitados le daban un aspecto de loco. Era imposible hablar en medio del pavor que los mantenía clavados a la roca y que provocaba el temblor incontrolado de la pierna izquierda de Luke. Él se había levantado, pero solo eso, y observaba el borde de la loma por el lado por donde había surgido el rugido, esperando que una figura alargada emergiera en cualquier momento.

Se le había cortado la respiración. Era como si las superficies de sus pulmones hubieran quedado adheridas la una a la otra, y por su cabeza solo asomaban palabras estúpidas e imágenes fugaces de los restos desmembrados y sucios que habían encontrado en la cavidad húmeda bajo el suelo de la iglesia abandonada.

Luke intentó localizar el fuego de la ira en su interior, la rabia que lo había empujado a salir en busca de aquel monstruo para enfrentarse cara a cara con él cuando encontró al pobre Hutch, destripado y con las entrañas tendidas sobre las ramas y la corteza negra de los árboles. Sin embargo, lo único que halló fue un hueco en el que solo había espacio para la clase de terror capaz de desconectar la mente de una persona y llenársela de reflexiones ridículas.

Y el rugido se repitió, esta vez a su izquierda, resquebrajando el bosque húmedo y cenagoso, cuyo suelo de turba y cada una de sus piedras evocaban la prehistoria. Se movía rápido. El bramido inhumano degeneró en un chiflido diabólico en el que casi podían distinguirse palabras.

Desde lo más profundo de ambos, sus antepasados parecieron gritar con voces ininteligibles. Justo entonces emergieron de sus bocas unos gritos de alarma que se remontaban a tiempos anteriores a la existencia de símbolos y signos en el lenguaje que describieran seres depredadores asociados a la muerte. En medio de aquel frío y de aquella oscuridad, Luke estaba convencido de que habían regresado a un lugar y ante una presencia que pertenecían a los albores del mundo, o quizá a un pasado más remoto aún. Aquella cosa dominaba el bosque. Las ramas y las hojas que se encontraban en su territorio se estremecían, el suelo cenagoso temblaba y los valles oscuros y encharcados contenían el aliento ante su llegada.

Luke enfiló hacia el origen del ruido, en la vertiente oriental de la loma en la que estaban a punto de librar la última batalla. O tal vez el encuentro consistiría en poco más que aquel monstruo realizando un par de sacrificios en la cima. Los apresaría con la presteza y el frenesí que se apoderaba de los depredadores cuando sus fosas nasales se inflamaban con el olor a carne fresca y a sangre viscosa y salada.

Luke se imaginó una figura nervuda y tenebrosa apretada contra el suelo, moviéndose por las sombras, sorteando los escollos. Cualquier obstáculo con el que ellos se golpeaban las espinillas o que les obligaba a detenerse jadeando, aquel monstruo lo salvaba simplemente deslizándose por encima o por debajo de él; era capaz de superar cualquier barrera natural. Durante años, su olfato y su lengua habían trazado un mapa de aquel territorio en el que no quedaba un solo centímetro cuadrado por explorar.

Luke sujetaba la navaja pegada al costado. Se dijo que solo dispondría de una oportunidad y que debería dejarse llevar por el instinto. Tenía que ser rápido como un pestañeo. Más veloz que un rayo. Atacarle justo en el instante en el que se abalanzara sobre él buscándole la garganta o con la intención de atravesarle el torso. Un golpe: una oportunidad.

Se acercó al borde de la loma, se puso en cuclillas y levantó el antebrazo como hacen los agentes de policía encargados del adiestramiento de los perros del cuerpo. En la mano empuñaba fuerte la navaja, con la hoja orientada para asestar un golpe de abajo arriba. Entonces se dio la vuelta con una velocidad excesiva como para obedecer a una decisión o a una explicación consciente y salió corriendo de regreso junto a Dom, que lo observaba sentado. Corrió dando unas largas zancadas sin preocuparse de mantener el equilibrio ni de dónde aterrizaban sus pies; corrió con todas sus fuerzas hacia Dom, hacia la tienda, blandiendo la navaja.

En efecto, tal como el vello de la nuca le había susurrado, como le habían revelado las diminutas vibraciones de los huesos internos de sus oídos y como le había advertido el enfriamiento brusco de la sangre en su corazón, el enemigo había optado por aparecer por la puerta de atrás y actuar con rapidez y sigilo después de provocar que uno de ellos se alejara para echar un vistazo.

Se oyó un rumor de guijarros pisoteados detrás de la tienda y luego un bufido como de buey. Y entonces Luke creyó ver una figura oscura encogiéndose y fundiéndose rápidamente con la noche, como la sombra de una nube pasajera cruzándose con el sol. Luke, con la visión entorpecida por la tienda de campaña y el abeto falso, imaginó más que vio una presencia alargada y negra que desaparecía por la ladera sur de la colina con la fluidez del agua.

Luke patinó por el suelo y se detuvo con una sacudida sobre las piedras forradas de liquen que había detrás de la tienda. Soltó una violenta bocanada de aire que culminó con un grito cuando se zambulló en el miasma que un ser inhumano había dejado en la cima de la colina. Se recuperó en el mismo sitio que su visitante acababa de abandonar, donde se había estirado para apresar a Dom mientras este estaba sentado delante de la tienda, mirando en la dirección equivocada y con el viento soplándole de cara.

—Eres listo, cabrón.

Por eso Dom no había detectado el fuerte olor del pelaje mojado, mugriento y desgreñado, ni el aliento fétido y caliente procedente de sus grandes fauces, ni la peste a ganado del aire que despedía por su enorme hocico.

Luke escudriñó la lejana línea de árboles desde el borde de la cima de la colina, pero no vio nada. Ya no había nada allí abajo.

—¿Dónde está? ¿Dónde ha ido? —susurró Dom en un tono tenso y estridente que hacía irreconocible su voz.

—Se ha largado. Ha bajado. —Luke lanzó una mirada por encima del hombro y del techo de la tienda—. ¡La vista al frente!

—¿Qué?

—¡La vista al frente! —Luke regresó junto a Dom, que lo miró sin levantarse, con los ojos rebosantes de miedo y desconcierto.

Luke paseó la mirada por la cima rocosa y los bordes del este y del norte. No vio nada. Sacudió la cabeza con abatimiento y se encorvó con las manos apoyadas en los muslos, llenándose los pulmones del aire nocturno.

—Dios mío…

—¿Dónde está? ¿Dónde ha ido?

—Me alejó de la tienda a propósito —dijo Luke mirando a Dom—. Me atrajo con los rugidos. Pero no apareció de allí, sino de detrás de ti, mientras tú estabas distraído mirando en otra dirección. Estaba detrás de la tienda.

—No…

Luke asintió.

—De repente comprendí lo que se proponía el muy cabrón. Se acercó por la espalda, desde el sur. Venía a por ti.

—Mierda. —Dom se levantó con dificultad, apoyándose en la muleta—. ¿Estaba detrás de la tienda? ¿Lo viste?

Se miraron intensamente a los ojos hasta que empezaron a dolerles. Luke negó con la cabeza.

—Pero creo que es grande.