Luke intentaba no mirar abajo.
Dos veces se le había resbalado el pie de la corteza mojada, de modo que se asió con las manos cerradas como garras a la rama de encima hasta que el escalofrío desapareció y él se calmó. El sudor se enfriaba en su frente. Respiraba ruidosamente, obligando a su pecho a tomar aire y a soltarlo a un ritmo normal.
Podía trepar más alto, pero ya había superado la altura de las copas de los árboles que crecían a los pies de la colina. Cuando cesó el temblor de sus piernas, se atrevió a levantar la mirada y a pasearla en derredor, escudriñando entre las ramas que sobresalían del tronco del abeto falso, llenas de densos manojos de hojas puntiagudas empapadas.
Luke pudo abarcar con su mirada extensiones kilométricas por primera vez desde que se habían adentrado en el bosque. Extensiones kilométricas en todas las direcciones. Y también divisó el borde del bosque. Estuvo a punto de romper a llorar. Parecía tan cerca. Quiso anunciar la noticia a voz en grito a sus compañeros, pero entonces se le cruzó por la cabeza la imagen de él cayéndose del árbol y permaneció callado.
Entornó los ojos para otear con detenimiento. El borde del bosque aparecía difuminado por la niebla y no se distinguían individualmente los árboles, lo que significaba que estaba más lejos de lo que parecía, aunque no tanto como para convertirlo en inalcanzable. Seis kilómetros tal vez. Más bien siete. Y en dirección suroeste, tal como Hutch había afirmado correctamente. Luke, sin embargo, los había conducido hacia el sur; una ruta que los adentraba en una masa verde compacta cubierta por una densa niebla blanca de nubes bajas cuyo final no alcanzaba a ver. «Dios mío». De haber continuado en línea recta hacia el sur se habrían zambullido de nuevo en la densa franja de bosque virgen que se extendía más allá de la frontera con Noruega. Aquel árbol les había salvado la vida.
Le asaltó el recuerdo de rostros, calles y edificios de Londres que podría volver a ver. Revivió la sensación del contacto con la piel suave de Charlotte y recordó la cerveza oscura y aromática; la música saliendo del equipo de música; los huevos y las patatas fritas con la salsa marrón de la cafetería al final de su calle; la expresión de paciencia en los rostros de sus padres; incluso la tienda anticuada y destartalada en la que vendía CD. Cuando volviera, degustaría cada segundo aferrado al mostrador y le diría al gilipollas de su jefe que no cabía en sí de alegría de verlo, todos los días. Le palpitaba el pecho de la emoción. «Fuera, fuera, fuera», le repetía una vocecita dentro de su cabeza. Se dio cuenta de que se le había instalado una sonrisa en los labios, y pensó que era la primera vez que sonreía en días. Su rostro parecía no reconocer el gesto y sus facciones permanecían rígidas. «Gracias, Señor. Gracias». Sobrevivirían. Su vida se prolongaría más allá de un par de días. Un rayo de luz se propagó por un horizonte de emociones que se transformaron en esperanza. Cerró los ojos.
A lo mejor podía ponerse en marcha esa misma noche. Después de descansar un poco y con las tres barritas energéticas en el bolsillo. Se sintió mareado por la velocidad vertiginosa con la que discurrían sus nuevas ideas. Un temblor le recorrió el cuerpo y volvió a abrir los ojos.
Sacó lentamente la brújula de la chaqueta y la sostuvo delante de él para determinar la dirección exacta que debería seguir para salir del bosque y emerger en lo que parecía una alargada formación rocosa, desarbolada y negra, que se adentraba en una llanura cubierta de matorrales. La niebla flotaba sobre el claro a lo lejos. Debía de tratarse de un campo de piedras o de una llanura rocosa, y en algún lugar allí dentro estaba el río Stora Luleälven, cuyo cauce se extendía hacia el este en dirección a Skaite. Allí nada lo seguiría; a su verdugo no le gustaba mostrarse, se dijo Luke. Ese monstruo prefería merodear por las ruinas y las reliquias de tiempos pretéritos.
Desde una posición tan elevada, a por lo menos veinte metros del suelo, entendía la lógica del atajo propuesto por Hutch. Pero dejando a un lado el hecho de que estaban persiguiéndolos, Dom habría completado de todas maneras el atajo postrado en una camilla. Incluso él y Hutch habrían sufrido para recorrer aquella ruta en teoría más corta, y dudaba que hubieran sobrevivido en el caso de que uno de los dos hubiera sufrido un accidente. «Fue una decisión estúpida, Hache. Estúpida, colega».
Luke se volvió con cuidado sin mover las piernas y examinó la rama que sostenía su peso para asegurarse de que los pies no se deslizaban por voluntad propia. Echó un vistazo a la tienda diminuta que se erguía en el suelo. Levantó la mirada de los pies y vio la entrada en la vasta arboleda por la que habían penetrado en aquel lugar olvidado de la mano de Dios hacía tres días. Más allá de ella divisó la silueta desigual de una cadena montañosa recortada en el cielo. Todavía les quedaba alrededor de un tercio de la distancia que habían recorrido hasta el momento para abandonar el bosque por su extremo meridional. Pero calculó que al ritmo que podría imprimir a la marcha sin la carga de Dom y Phil, sumado a un descanso decente, agua abundante y las barritas energéticas, podría alcanzar el límite del bosque a medianoche, lo que implicaba caminar durante tres horas de oscuridad alumbrado por la linterna. O quizá sería mejor esperar a la mañana siguiente. En ese caso podría estar fuera al mediodía; siempre y cuando asumiera el riesgo de pasar otra noche en aquel paraje.
Antes de que pudiera decidir el momento de su partida en solitario hacia la salida de aquel infierno infestado de árboles, el mundo que se extendía a sus pies se manifestó con el grito ensordecedor de una voz. No, de dos voces. Una ininteligible y otra que gritaba:
—Phil ¡Phil! ¡Phil! —Esa voz había ido ascendiendo en volumen con cada repetición hasta convertirse en un grito.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —La segunda voz mantenía un tono constante y sonaba más cercana al árbol. Procedía de la tienda.
Luke no podía mover las piernas encaramado al árbol. Tenía los dedos de las manos fuertemente apretados alrededor de la rama a la que se asía, mientras que la rama gruesa y redondeada que sostenía sus pies se le clavaba con un dolor abrasador en las suelas de las botas, como si quisiera fundirse con él.
«Se los lleva. No me verá aquí arriba. No te muevas. No te muevas. Todavía hay luz. Podrás huir. Espera. Espera sin moverte. Espera».
Pero entonces agachó la cabeza y volvió a alzarla; la agachó y la alzó, y escudriñó entre el ramaje frondoso buscando a sus compañeros. Giró ligeramente la cintura hacia la izquierda, de donde llegaban los gritos de terror y angustia, y miró a través de la maraña de hojas verdes y negras.
Vio la tienda. ¿Dónde estaba Dom?
Vio a Dom, de pie, a un par de metros de la tienda verde y gris, con la mirada fija en la ladera de la colina, encorvado. Pero ahora en un completo silencio.
Luke inició el descenso con las piernas temblorosas y escrutando a través de las ramas y de las grietas huecas entre ellas, ocultas bajo suelos traicioneros de hojas verdes, hasta que sus pies dieron con las ramas que ya había utilizado para trepar y se posaron en ellas. Intentó concentrarse en lo que tenía inmediatamente delante de los ojos, en la colocación de los pies y en no permitir que la vista se le escapara más allá, hasta el suelo firme y lejano sobre el que podía caer y hacerse papilla.
—¡Dom! —gritó—. ¡Dom! —repitió.
Pero no obtuvo respuesta y prosiguió su descenso rama a rama. Su voz sonaba débil, estúpida desde las alturas. Le temblaban los pies sobre las ramas, demasiado inclinadas como para facilitarle la bajada. Se abrazó al tronco y descendió como un ciego aterrorizado tratando de bajar por una escalera, a quien el aire enrarecido revelaba que la altura desde el suelo todavía le garantizaba una muerte segura si resbalaba y caía. Descendió con el cuerpo tembloroso por el miedo y tenso por la adrenalina; bajó rama a rama hasta que se balanceó colgado de las manos y se dejó caer sobre la superficie rocosa de la cima de la colina.
Unos dolorosos pinchazos le recorrieron los pies. Luke se tambaleó hacia un lado y se desplomó de bruces sobre el tocón nudoso de un árbol que emergía del suelo. La repentina punzada de dolor lo despabiló de golpe y lo colmó de ira. Se puso de rodillas y se levantó; las piernas le flaqueaban del esfuerzo realizado.
Lanzó miradas fulgurantes en derredor buscando lo que no quería ver. Imaginó que sería un ser alargado, negro, trotando con largas zancadas y con la boca rebozada de una sustancia brillante y fresca.
Pero lo único que vio fue la tienda fija al suelo y a Dom de espaldas a ella, aunque mirando atrás por encima del hombro. Alrededor de la tienda se extendía el suelo rocoso cubierto de piedras de un negruzco tono grisáceo y con la superficie lisa por la acción de la erosión, de musgo oscuro y del liquen con su pálido color amarillo, del que brotaban un puñado de árboles que luchaban por la supervivencia y por alcanzar el cielo. No había ni rastro de Phil en la colina. Sin embargo, había un pequeño montón de leña esparcido junto a los pies de Dom, como si la hubiera soltado de pronto.
De repente, Luke solo oía su respiración. El sudor se fundió con la llovizna que le entraba en los ojos y le nublaba la vista, aunque eso no le impedía recorrer la colina con la mirada tratando de dar con la más truculenta de las escenas. Deseaba ponerse a chillar y salir corriendo, en cualquier dirección. El pánico empantanaba su mente. Soltó un grito para serenarse y luego se obligó a permanecer quieto y a tomar el control de su mirada.
Recobró la claridad en la visión y su línea visual recuperó la trayectoria que había seguido antes de sufrir el ataque de pánico. Luke volvió en sí rápidamente, y entonces Dom salió disparado hacia él.
Luke reparó en los temblores descontrolados de Dom y en que sus ojos desorbitados solo encajaban en el rostro de una persona aterrorizada. Tenía la boca abierta y roja, y balbuceaba gimoteos ininteligibles mezclados con inspiraciones entrecortadas.
Dom se agarró a Luke como si se estuviera ahogando. Se aferró a los pliegues de su chaqueta y se desplomó de costado, arrastrando a su compañero en la caída. Ambos patalearon e intentaron hincar los pies en el suelo, se empujaron sobre la superficie rocosa, pero no podían separarse porque las manos con los nudillos blancos de Dom asían con fuerza el impermeable de Dom. La tela cedió a los tirones y un rasgón se extendió por la chaqueta hasta más allá de la costura de las axilas.
—¡Dom! —masculló Luke—. ¡Dom, suéltame!
Pero Dom se aferraba a él como si fuera un bote salvavidas en medio de un mar negro. No quería hundirse solo y se agarraba a lo único seguro y amistoso que tenía a su alcance.
—¡Suéltame! —le espetó Luke en la cara.
Pero Dom no paraba de gimotear y de repetir:
—¡Se lo ha llevado! ¡Llevado…! ¡Llevado…!
Luke envolvió con ambas manos el rostro mugriento y surcado de sudor de Dom y lo sujetó con firmeza.
—¡Suéltame! ¡Suéltame! —bramó, apretando el rostro exaltado y con los ojos como platos de Dom, que se arrugó entre sus manos.
Las manos agarradas a su pecho y enredadas en la tela de su chaqueta se aflojaron y lo soltaron, y Dom permaneció tendido de costado en el suelo, tapándose la cara con los dedos mugrientos.
Luke pataleó en el suelo duro hasta que consiguió ponerse en pie. Se alisó la parte delantera del impermeable y se hurgó en el bolsillo del pantalón hasta que dio con la pequeña forma ovalada de la navaja. La sacó y la abrió. La hoja de acero era tan diminuta que daba pena, y la luz crepuscular que bañaba el desolado peñasco le confería un tono mate.
Se alejó de Dom y no pestañeó hasta que los globos oculares le escocieron como si se los hubiera frotado con jabón. Enfiló directamente hacia el borde de la cima y se asomó a la ladera por la que habían ascendido, justo donde Phil había empezado a recoger leña.
—¡Phil! —gritó con todas sus fuerzas, exprimiendo los pulmones, que acabaron vacíos y exhaustos dentro de su pecho—. ¡Phil! ¡Phil! ¡Phil!
Y se puso a toser, con la garganta seca y dolorida.
No había ni rastro de Phil. Tampoco recibió respuesta desde la infinidad de árboles calados, recovecos penumbrosos y erupciones de maleza enredada. No se oía el canto de los pájaros ni corría la más leve brisa; incluso la lluvia parecía haber cesado, impactada por lo que fuera que había surgido de entre los árboles para arrancar del suelo a un hombre hecho y derecho.