Capítulo 30

Regresaron al campamento dos horas después de haberse despertado. Encima del bosque, allí donde podían verlo, el cielo tenía un oscuro color añil.

Estaban todos demasiado conmocionados para hablar; paralizados por el miedo y angustiados por el presentimiento inasible que cada uno trataba de asimilar en silencio como paso previo a la aceptación; una idea que insistiría en aparecer en sus cabezas y en sus corazones cuando estuvieran demasiado cansados para tratar de reprimirla y les sorprendiera con la guardia baja. Una idea absurda, voraz, asfixiante.

Habían gritado su nombre un centenar de veces mientras desfilaban renqueantes formando una manada nerviosa, recorriendo con las luces de sus linternas el bosque impenetrable y húmedo, sacudiendo las cabezas de un lado a otro al oír en el aire frío el más leve chillido de un ave lejana. Hasta que terminaron abatidos por los mareos, los dolores y el agotamiento propiciados por sus propios miedos. Nadie respondía a sus llamadas; unas llamadas que habían empezado con gritos estridentes y se habían convertido en alaridos desesperados antes de acabar en simples voces roncas, inaudibles más allá de la espesura inmediata del bosque.

—¡Hutch!

—¡Colega!

—¡Hutch!

—¡Hache!

Estaba demasiado oscuro para buscar pruebas de su desaparición, pero no había duda de que Hutch no estaba y de que ellos se habían quedado con su sangre, oscura y espesa, que estaba por todas partes en la tienda derrumbada.

—¿Podéis desmontar la otra tienda? —preguntó Luke dirigiéndose a los otros dos, rompiendo un silencio prolongado con una voz que sonó apagada y distante para sus propios oídos—. Recogedla. Recoged también vuestro equipo. Nos pondremos en marcha en cuanto haya un poco más de luz.

Dom y Phil se quedaron mirando perplejos a Luke. Estaban conmocionados y furiosos con él, pero también se habían apoderado de ellos la apatía y la indiferencia, de modo que se limitaron a mirarlo largamente.

—Yo ya he recogido mis cosas —intentó explicarse Luke—. El mapa. Tengo que echarle un vistazo. —Lanzó una mirada hacia la tienda destrozada—. Tal vez deberíamos llevarnos también las cosas de Hutch.

Eran las cuatro de la madrugada; llevaban despiertos desde las dos. Pero al menos ya se habían metido todos en sus sacos de dormir antes de las once de la noche, así que por lo menos habían dormido un par de horas. Luke barruntaba que si bien no eran suficientes para que el cuerpo se hubiera recuperado de los esfuerzos realizados el día anterior, al menos dispondrían de las fuerzas necesarias para mantenerse activos unas cuantas horas por la mañana: las horas más importantes de todo lo que llevaban de excursión. Luke sabía que debían llegar a los límites del bosque antes de que acabara la mañana, al mediodía a más tardar. Pasada esa hora, la rodilla ralentizaría a Dom, que solo podría avanzar arrastrando lastimosamente la pierna. Una vez que sucediera eso ya no recorrerían más de dos o tres kilómetros antes de que volviera a anochecer.

—¿Cómo? —inquirió Dom estupefacto.

—Su linterna, su navaja. Las cosas que nos puedan ser útiles. Tenía barritas energéticas en la mochila.

Dom miró a Phil y luego levantó los brazos antes de dejarlos caer contra las caderas.

—No nos moveremos de aquí hasta que lo encontremos.

Luke bajó la mirada y exhaló un largo suspiro de impaciencia.

—¿Qué estás sugiriendo? ¿Que nos larguemos? ¿Que seleccionemos cuidadosamente lo que queremos llevarnos de las cosas de Hutch? —espetó Dom con la voz temblorosa de la emoción.

Phil miró la tienda desmoronada y la sangre, que a la débil luz de la linterna parecía una sustancia viscosa y grasienta, indolente y desdichada en su ubicación. Y había sangre en abundancia, que se veía perfectamente si se orientaba bien la linterna por el hueco, tal como hizo Phil en ese momento.

—¡Dios mío, Hache! —Phil se puso de repente en cuclillas y se cubrió la cara con las manos. Ahora lo entendía todo.

Luke sintió que se le hacía un nudo colosal en la garganta en cuanto oyó la expresión de angustia de Phil. Dejó de escuchar a Dom y cerró los ojos. «Hache, Hache, Hache está muerto», se repetía la misma salmodia estúpida en su cabeza. Se sentía como un niño. Las prisas para ponerse manos a la obra y emprender la marcha se desvanecieron.

Phil estaba llorando. Dom arrugó el rostro. Un largo hilito de saliva se precipitaba desde el labio inferior de Phil. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se llevó una mano a la frente, como si quisiera protegerse los ojos del sol, y sus hombros se sacudían con cada sollozo. Luke sintió que se le aflojaba la mandíbula. La sal le abrasaba la garganta hasta el esternón. Le asaltó la imagen del rostro sonriente de Hutch. Incluso le pareció oír una risotada socarrona. La idea de que hubiera muerto le resultaba tan ridícula que le produjo un mareo. Y entonces sintió como si estuviera sufriendo ardor de estómago y una indigestión al mismo tiempo.

Luke se dejó caer de culo y se puso a gruñir a través de la maraña de dedos que le envolvían el rostro. Por una vez se olvidó de los picores abrasadores de las pantorrillas y de los arañazos que le recorrían las mejillas y las orejas, y fue inmune a los dolores en la parte interior de los muslos. Al otro lado de sus manos entrelazadas, los otros dos lloraban con los rostros vueltos hacia la oscuridad.

En un momento dado, Luke se levantó y se tropezó con Phil, que, sin levantar la cabeza, lo agarró y le estrujó el bíceps con tanta fuerza que Luke pensó que sus uñas largas y sucias habían atravesado su chaqueta impermeable y se le habían clavado en el brazo. Luke tuvo que arrancarse los dedos de Phil del brazo. Luego agarró por los hombros a Dom, que también estaba recuperándose de su particular conmoción, abatimiento o ataque de pánico; Luke no lo sabía con precisión. Y durante un rato largo, los tres permanecieron desorientados en medio de la oscuridad y muertos de frío. Se trastabillaron. Lloraron. Hasta que se sentaron y guardaron silencio con la mirada perdida, tiritando. El frío absorbía el calor de sus cuerpos frágiles y lo filtraba a la tierra negra y compacta del suelo.