Hutch y Luke se sentaron apretujados bajo el toldo diminuto de la tienda y contemplaron las minúsculas llamas de gas que titilaban como una corona alrededor del hornillo. La lluvia se había convertido en una neblina de llovizna, y la luz cenicienta del crepúsculo se desvanecía ante la inminente sacudida de la noche. A medida que pasaban los minutos, mientras esperaban que se iniciara el borboteo en la superficie turbia de la sopa, se les hacía más difícil verse los pies o ver dónde habían dejado los platos y las tazas. El suelo estaba demasiado húmedo como para encender una hoguera; más bien empapado, al igual que toda la leña que tenían a su alrededor y que les habría servido para encender el fuego.
En el otro extremo del camposanto abandonado, la población de abedules enanos y sauces no era tan densa, y los helechos y los espinos eran menos espesos. Sin embargo, habían visto cómo su progreso de ralentizaba; primero por culpa de un extensa superficie pantanosa llena de helechos, en la que se habían sumergido hasta la cintura, y luego porque se habían encontrado con un terreno irregular, plagado de formaciones rocosas grises cubiertas de musgo resbaladizo. Se habían pasado casi una hora haciendo maniobras para que Dom pudiera franquear un afloramiento rocoso. El suelo pedregoso dio paso a otro tramo invadido de helechos frondosos. Desde que habían abandonado la iglesia, las copas de los árboles solo les habían permitido vislumbrar destellos del cielo grisáceo.
Hutch había dado el alto a la lenta y titubeante marcha por el bosque a las siete. Aún les quedaba una hora —tal vez noventa minutos— de luz, pero Phil y Dom habían sobrepasado sus límites. Dom se había sentado en dos ocasiones en el bosque, en silencio, incapaz de moverse o negándose a hacerlo. Phil había desarrollado una serie de movimientos descoordinados, como de borracho. Y en cierta manera lo estaba; estaba embriagado de agotamiento.
La oscuridad que reinaba en el bosque daba la impresión de que era más tarde de lo que era en realidad. Examinaban los relojes y se los llevaban al oído para comprobar que seguían haciendo tictac. Aun a una hora tan temprana como las cuatro de la tarde, bajo las espesas frondas milenarias se tenía la sensación de que era noche cerrada.
Apenas habían avanzado seis, tal vez siete kilómetros en todo el día.
El suelo del lugar que habían elegido para acampar estaba tan sembrado de ramas secas que les había resultado prácticamente imposible montar el par de tiendas en él. A su espalda, a la luz agonizante, las tiendas se inflaban y se agitaban como paracaídas abiertos. Antes había habido que limpiar buena parte del suelo, y Hutch tenía los dedos llenos de arañazos de retirar ramas secas y helechos para abrir temporalmente un claro. Él y Luke habían montado las tiendas como buenamente habían podido, y ahora aparecían apretadas la una contra la contra y con las paredes caídas; bajo el suelo de lona había tantas raíces, ortigas y bultos que era imposible tenderse confortablemente sobre él y dormir.
Hutch preveía que iban a pasar una noche horrible sentados o acurrucados en un rincón de las tiendas para dos personas. Pero al menos dentro no se mojarían, o eso fue lo que prometió a los demás. De cintura para abajo estaban todos empapados. Phil tenía en carne viva las piernas embutidas en los vaqueros. Había conseguido bajarse los pantalones hasta las rodillas, lentamente, pero no estaba seguro de poder volvérselos a subir luego, de modo que se los había dejado a medio quitar. Ahora la parte interior de sus muslos brillaba a la luz tenue, embadurnada del bálsamo cuyo olor flotaba intenso en el aire. Al día siguiente tendría que enfundarse como fuera en el mugriento pantalón impermeable que Dom había llevado puesto durante los dos primeros días de excursión. Phil estaba tumbado sobre el saco de dormir dentro de su tienda, en completo silencio.
Sobre la funda del saco de dormir de Hutch yacían desparramados los restos de sus víveres. Les esperaba un período de hambruna. Dom había exigido realizar una comida abundante; por lo tanto, en la pequeña cacerola metálica que había sobre el hornillo se encontraba la última comida en condiciones que habían conseguido conjuntar reuniendo los dos paquetes de sopa en polvo que les quedaban, una bolsa de harina de soja, un poco de arroz sazonado deshidratado y la última lata de perritos calientes. Después solo les quedarían cuatro barritas energéticas para cada uno y una tableta de chocolate para compartir, así como unos cuantos caramelos y chicles. Incluso la comida esa noche no pasaría de una taza de sopa por cabeza, cocinada con agua de las marismas hervida previamente, y un par de salchichas que se sostenían erguidas en su interior rodeadas de harina de soja. Sin embargo, ninguno de los cuatro podía concentrarse en otra cosa que no fuera el lento proceso de preparación del contenido de la cacerola.
Luke había encontrado en las inmediaciones de uno de los afloramientos rocosos un riachuelo, que en ningún momento iba más allá de un reguero de color marrón que discurría por tres cauces independientes. El arroyo parecía proceder de una fuente subterránea, pero al menos el agua fluía libremente, era fresca y estaba fría. El cuarteto había permanecido diez minutos sentado a su alrededor en silencio, bebiendo hasta saciarse y llenando los depósitos de plástico de un litro y sus cantimploras personales. Hutch había sentido un mareo y náuseas después, pero eso no les había coartado de seguir atiborrándose de la primera fuente de agua fresca que habían visto en dos días.
Por lo menos habían acampado en el mejor lugar que habían visto en horas; protegido de la brisa gélida que podía filtrarse entre los árboles al anochecer y con el suelo más o menos nivelado después de haber arrancado todos los matorrales que lo poblaban. Una vez montadas las tiendas de campaña, Hutch se había puesto a preparar el hornillo y a ligar los ingredientes de la comida. Los cuatro amigos estaban demasiado cansados para hablar, y ni siquiera se miraban.
Luke estaba agotado. Tenía los muslos llenos de magulladuras y un dolor punzante se los recorría hasta las nalgas. Se preguntó hasta dónde habría llegado solo de haberse ido por su cuenta; al menos habría avanzado el doble de la distancia que habían recorrido en grupo. Podría incluso haber llegado hasta los límites del bosque. ¿Quién podía saberlo ahora? Sin embargo, en cuanto habían partido de aquella terrorífica iglesia, lo único que había ansiado era librarse de los demás. Cada segundo de sufrimiento que iba sumando alimentaba su inquina contra Phil y Dom por ralentizar la marcha; por ponerlos en peligro por culpa de su escasa preparación física para la excursión. Y la decisión precipitada que había tomado Hutch al optar por el atajo seguía haciéndole hervir la sangre. No obstante, buena parte de la ira que lo embargaba debía dirigirla contra sí en vez de hacerlo contra sus compañeros. Y lo sabía. Su instinto le había dicho que no siguieran el atajo; también le había dicho que no continuaran esa mañana por el sendero que partía de la casa en dirección oeste, hacia lo desconocido. Ambas decisiones eran completamente erróneas; él lo había sabido al momento, pero no había expresado su oposición con suficiente vigor y se había limitado a seguir a los otros tres. ¿Por qué? Lo mismo había ocurrido cuando habían ocupado la casucha la noche anterior; había obrado en contra de lo que le decía su instinto. No había más que ver ahora el estado que presentaban los cuatro. Desde aquella noche habían carecido de las fuerzas y las ganas para enfrentarse a lo que les había ocurrido. Todos habían sufrido una experiencia terrible de la que luego podrían culpar al entorno o al agotamiento. Sin embargo, sus sueños no eran cosa del azar.
Lo único que quería Luke era librarse de todo eso y de ellos. Mañana se marcharía. Se iría por su cuenta en busca de ayuda. Había tomado la decisión durante la tarde. Y cuando la había compartido en un susurro con Hutch en un aparte, su viejo amigo simplemente había asentido con la cabeza. No lo había abrumado con el entusiasmo del que hacía gala cuando se le sugería una nueva estrategia ni le había presentado una sola objeción. Hutch se había limitado a hacer un lento gesto afirmativo con la cabeza. Dentro de sus órbitas oculares, los ojos de Hutch tenían un aspecto avejentado; parecían en cierto modo apagados.
Estaban jodidos. En verdaderos apuros. El día había sido una pérdida de tiempo; habían agotado sus últimos víveres y la poca energía que les quedaba a Phil y a Dom. Habían cruzado la frontera que separaba una acampada de una aventura de supervivencia. Y lo habían hecho en algún momento durante el día; probablemente a primera hora de la tarde. No había un hecho específico que marcara ese paso, sino que se debía a un conjunto de sucesos. Y solo ahora, cuando habían interrumpido la marcha tambaleante, paso a paso por el mantillo de vegetación, Hutch había aceptado por fin la realidad de la situación. A pesar de que sabía que eso haría a Luke afirmarse en sus ideas. Pero al menos había servido para apaciguar la vorágine de pensamientos que discurrían por su cabeza, y para aplacar la sensación de estar tomando decisiones, que casi habían dotado de emoción aquella mañana, de ese entusiasmo propio del sexo masculino durante una actividad al aire libre.
Ya no había posibilidad de elegir; no había lugar para el debate. Alguien tendría que ir en busca de ayuda. Uno de los que estuvieran en mejores condiciones físicas. Él o Hutch. El otro se quedaría con las terribles ampollas y con el exhausto cuerpo con sobrepeso de Phil, y con la rodilla inflamada y maltrecha de Dom, que también estaba harta de soportar un cuerpo con sobrepeso. A Hutch no le entusiasmaba el acuerdo, pero la pelea que había enfrentado a Luke y a Dom había repartido los papeles.
Partiría con la primera luz del alba. Iría hacia el sur y se guiaría con la otra brújula. Primero dormiría unas cuantas horas. Estaba ansioso por ponerse en marcha a pesar de los riesgos que entrañaba y en cuyos detalles no podía permitirse pensar demasiado, como el súbito abismo de soledad que lo engulliría y que retumbaría en sus oídos. Tendría que seguir adelante y no dejarse vencer por la locura, el sobrecogimiento y el terror. Tendría que mantener la concentración. Pero antes de separarse de los demás quería dejar resueltas un par de cuestiones.
—¿Dom?
Luke veía a Dom tumbado en el suelo al otro lado de la abertura de la tienda de campaña, con la pierna herida alzada y apoyada sobre la mochila para bajar la hinchazón. No recibió respuesta.
Hutch levantó la cabeza y miró con el gesto fruncido a Luke. Negó con la cabeza y dijo articulando los labios para que se los leyera:
—No es un buen momento.
Luke asintió y suspiró. Luego levantó la mirada hacia el oscuro entramado del ramaje de los árboles y de las hojas combadas por el peso del agua bajo el que habían acampado. Las ramas se fundían para formar un techo impenetrable por cuyos resquicios se atisbaban segmentos de cielo pálido. La llovizna se posaba sobre su rostro. Un puñado de gotas más gruesas se estrellaban a un ritmo constante contra el suelo que se extendía a su alrededor. La lluvia siempre encontraría la manera de precipitarse sobre ellos.
—Listo, amigos —anunció Hutch.
Las dos figuras que había dentro de las tiendas se revolvieron. Dom rezongó y uno de sus brazos asomó bajo el toldo de su tienda. En la mano sostenía un plato metálico.
—Y no escatimes con las salchichas. Me da igual que sepan a escroto.
Hutch sonrió.
—Bueno, con algo tenía que espesar la salsa.
Luke no tenía fuerzas suficientes para reír. Phil dirigió la linterna hacia el interior de su tienda y se puso a buscar su plato.
—Después regaremos la comida con un poco de café.
Luke empezó a salivar. A pesar de la leche en polvo que nunca acababa de disolverse y de los sobrecitos de azúcar que habían birlado del hostal de Kiruna, la simple idea de una taza de café lo hacía estúpidamente feliz.
Comieron atropellada y ruidosamente, y casi se les caían las lágrimas en los platos mientras lamían los posos adheridos a los bordes. La noche anterior no los habían lavado y notaban en la lengua los residuos secos de la comida del día previo mientras la pasaban por la superficie de los platos como gatos hambrientos.
—Podría ser perfectamente la mejor comida de mi vida —dijo Hutch cuando todos hubieron terminado. Su voz no había tenido un tono tan suave y afectuoso desde el mediodía.
Luke se planteó realizar un comentario sobre lo poco que se valoran las cosas sencillas que importan de verdad, pero decidió reservárselo. Dudaba que hubiera alguien en el campamento que conservara algún interés en lo que él tuviera que decir. Todos parecían sentirse incómodos con su presencia. Lo había notado en las pocas ocasiones en que había abierto la boca desde la pelea, y había advertido la tensión que se apoderaba de sus cuerpos cuando se acercaba a ellos mientras despejaban el terreno y montaban las tiendas. Él había realizado el grueso de ambas tareas, pero no le habían reconocido sus esfuerzos. Una vez más estaba empezando a impacientarle la sensación de exclusión, y el sentimiento estaba transformándose en irritación.
Encendió un cigarrillo y volvió a reflexionar sobre por qué se sentía desplazado del grupo desde que se habían reunido en Londres hacía seis días. ¿Seis días? Parecía mucho más tiempo. Fijó la mirada en el paquete de tabaco y entrecerró los ojos. Solo le quedaban ocho cigarrillos con filtro antes de tener que recurrir a la reserva de emergencia de los doce gramos y medio de tabaco de liar Drum. Cuando se le terminara el tabaco, se convertiría en un auténtico psicópata; en cualquier circunstancia de la vida se decantaría por el tabaco antes que por la comida.
Se revolvió y suspiró. Para ser sincero consigo mismo, tenía que reconocer que debía de haberle ocurrido algo cuando se acercaba a la tercera década de vida que parecía haberlo alejado de la gente, no solo de sus amigos, sino también del curso natural de los acontecimientos humanos. Había empezado a fijarse en que la gente intercambiaba miradas de refilón cuando él tomaba la palabra durante una conversación en grupo, o en que las personas esbozaban media sonrisa cuando aparecía en las oficinas y en los almacenes donde había trabajado. Sin embargo, nunca había permanecido demasiado tiempo en un mismo lugar, y siempre que cambiaba de aires el resultado era igualmente insatisfactorio. Las invitaciones para pasar el tiempo con otras personas habían disminuido hasta cesar antes de que hubiera cumplido los treinta y dos años. Solo las mujeres heridas e inseguras parecían encontrarse cómodas en su compañía, si bien apenas tenían interés en él más allá de como mera presencia que confirmara su existencia. Cuando cumplió los treinta y cuatro, estaba solo. Realmente solo.
En Londres y en Estocolmo, antes de emprender la excursión, a menos que hablara a solas con Hutch, todos sus intentos para iniciar una conversación en grupo habían sido recibidos como una manifestación fuera de lugar o simplemente los habían ignorado. Nadie hacía el mínimo esfuerzo para seguir el hilo de los temas que proponía. Desde el comienzo del viaje, lo más habitual era que, tras un silencio inicial, los otros tres regresaran a esa especie de camaradería natural que habían redescubierto —un vínculo que él parecía interrumpir cada vez que abría la boca—, y en el mejor de los casos le seguían la corriente.
Todavía no entendía cómo había llegado a distanciarse tanto de sus amigos más antiguos, y se sentía realmente desolado. Tal vez la culpa era de los años que llevaba viviendo en Londres. Luke sabía que la ciudad transformaba a las personas. O quizá siempre había padecido esa desconexión con el resto de la gente y en su juventud simplemente había permanecido en un estado latente. No lo sabía, y estaba cansándose de dar vueltas en la cabeza al tema; ya estaba harto de analizarlo. ¡Joder! ¿Qué podía perder?
—Dom, escucha. Esta mañana… —Inspiró hondo y suspiró.
Phil se volvió en el interior de su tienda y dio la espalda a la puerta abierta. Hutch estaba ocupado hirviendo agua para el café, pero Luke notaba que sentía una tensión casi insoportable.
—Lo siento, colega. De verdad. Lo siento mucho. Lamento lo de esta mañana. Fue una cosa… inaceptable.
Dom estuvo callado unos instantes. Cada segundo de silencio que pasaba cargaba el aire gélido que flotaba en el campamento.
—Lo fue —respondió al fin en un tono calmado—. Pero puedes meterte tus disculpas por el culo. No las quiero. Y a menos de que se trate de un asunto estrictamente relacionado con nuestra supervivencia, no quiero intercambiar una palabra contigo hasta que regresemos a casa.
Luke se volvió a Hutch, que se encogió de hombros y frunció la boca sin desatender la tarea de preparar el café.
A Luke se le disparó la temperatura corporal y toda su piel entró en calor. Sintió un leve mareo y se le hizo un nudo en la garganta. De nuevo la catarata de emociones: autocompasión, ira, pesar. La misma mierda de siempre formándole una bola en la garganta, como si fueran paperas, atorándole la boca con el resabio a hierro.
—Me parece justo.
—Ya lo creo que es justo. Y juro que si alguna vez vuelves a atacar a uno de nosotros, recibirás más de lo que esperas.
¿Habían elaborado una estrategia para defenderse todos de él? ¿Habían estado hablando de ello? Por supuesto; cuando se había adelantado solo y había marchado como punta de lanza del grupo. La pelea había sido un suceso en cuya discusión habrían invertido hasta el último aliento que les quedaba.
—Como si tú no hubieras tenido culpa alguna —dijo Luke, dejándose llevar de nuevo por su instinto. El mismo instinto horrible que apenas podía controlar cuando se sentía agraviado, una sensación que, para ser sincero consigo mismo, había de reconocer que experimentaba todos los días en el metro de Londres de camino al trabajo y después durante buena parte del día ya en el trabajo, en la tienda de discos de segunda mano.
—¿Eh? ¿Insinúas que te provoqué para que hicieras lo que hiciste? ¿Estás diciendo que lo merecía? Eres un maldito psicópata.
—Dom —espetó Hutch con severidad.
—Déjalo, Luke —intervino Phil—. No insistas. Ya has hecho bastante por hoy.
—Que te jodan. —Las palabras salieron de la boca de Luke antes de que este se tomara un segundo para considerarlas.
—Ya empezamos otra vez —repuso Dom.
Luke respiró hondo. Guardó silencio. Observó la punta de su cigarrillo.
—No me has dejado en paz desde que nos reunimos en Londres. ¿Crees que me gusta ser el objeto de todas tus bromas, colega?
—¡Oh, pobrecito! ¡Buah, buah, lloriqueando como una niña!
—¿Ves? Ya estás haciéndolo otra vez. ¿Por qué me denigras de esa manera?
—Basta, ya, Luke —dijo Hutch con la voz cansina.
—¿Por qué? ¿Por qué siempre que hablo os parece tan tedioso escucharme? ¿Qué digo que sea tan inapropiado o estúpido?
—Quizá es que lo es —contestó Dom.
Luke hizo oídos sordos al comentario, consciente de que solo era un intento de Dom de recordarle lo humillado que se sentía por la pelea.
—Me cuesta creer que alguna vez fuéramos amigos.
—Ya no lo somos —espetó Dom sin cambiar de actitud—, así que no te esfuerces.
De repente, Luke ya no se arrepentía de uno solo de los puñetazos que había asestado a Dom en la cara.
—¿Qué cojones estoy haciendo yo aquí con vosotros? No dejo de hacerme la misma pregunta desde que aparecisteis en mi apartamento.
Dom se incorporó apoyándose en el codo, de modo que Luke pudo ver su rostro chato en el hueco penumbroso de la puerta de la tienda de campaña.
—Bueno, tal vez deberías haber hablado entonces. Nos habríamos ahorrado tu compañía estos últimos días.
Luke rompió a reír a mandíbula batiente.
—Olvida lo ocurrido esta mañana, que, por cierto, ahora parece más justificable. Deja eso a un lado por un momento y dime… dime cuál es tu problema conmigo. Vamos. Hablemos claro.
—¡Luke! —bramó Hutch.
—No. A la mierda. —Luke fijó la mirada en Dom y dijo lentamente—: ¿Qué he hecho? Dime. No has parado de tocarme los huevos. Pones peros a todo lo que digo. No tengo derecho a dar mi opinión. Todo lo que digo es recibido con un comentario sarcástico tuyo o de Phil. U os miráis entre vosotros con esa media sonrisa patética. ¿Por qué? He puesto todo de mi parte porque nos llevemos bien, pero da igual lo que haga, es como si hubiera cometido un error imperdonable que provoca vuestro desprecio. Porque eso es lo que percibo: desprecio. Pero que me muera ahora mismo si sé lo que he hecho para merecerlo. Y eso es precisamente lo que quiero saber ahora. Así que decídmelo.
Nadie habló.
—Las cosas han cambiado, Luke. Todos hemos evolucionado —respondió finalmente Hutch.
—¿Y eso qué significa? ¿Qué significa en realidad?
—Somos distintos. La gente cambia. El tiempo la cambia. No tiene mayor importancia.
—Tiene muchísima importancia si invitáis a alguien a una acampada y luego lo excluís y le hacéis sentir como una mierda. E incluso una vez que todo se ha ido al garete, mantenéis vuestra actitud.
—Estás exagerando —repuso Phil.
—Te pido disculpas si te hemos hecho sentir así —dijo Hutch—. Y ahora, ¿podemos dejarlo ya?
—No se trata de ti. Tú no has hecho nada, Hache. No hablo de ti, sino que estoy refiriéndome a ese par.
Dom movió la cabeza con incredulidad.
—¿Alguna vez te has parado a pensar que algunos de tus comentarios podían habernos herido?
—¿Como qué? —inquirió Luke levantando las manos—. Dame un ejemplo.
Dom se acercó un poco más a la puerta de la tienda.
—¿Quién te crees que eres? No paras de recordarnos que eres un espíritu libre. No tienes familia ni esposa. No crees en la monogamia. No permites que nadie te toque los huevos en el trabajo. Evitas atarte a ninguna responsabilidad. ¡Que ya tienes treinta y seis años, colega! ¡Que trabajas en una tienda! Eres dependiente en una tienda. No tienes dieciocho años. Y, sin embargo, no maduras. Cuesta tomarte en serio. ¡Pero si todavía te emocionas porque Lynyrd Skynyrd sacan un disco nuevo!
A Phil y a Hutch se les escapó una risita. Luke paseó la mirada por sus tres compañeros y dejó caer atrás la cabeza, riendo con sorna.
—Así que se trata de eso.
—¿Crees que tu actitud ante la vida impresiona a alguien con verdaderas responsabilidades? En Estocolmo nos dijiste que habías elegido otro camino. ¿Cuál es ese otro camino? ¿Qué has hecho con tu vida? En serio. ¿Qué resultados has obtenido?
—¡Esto no es una competición! —replicó Luke echando el cuerpo hacia delante, gritando, hasta que se dio cuenta de ello y atemperó su tono de voz—. Yo no quiero lo que vosotros tenéis. Os lo aseguro. Y como yo no he mordido el anzuelo, intentáis hacerme sentir como si fuera una especie de fracasado. Es cierto, yo mismo he puesto trabas a mi vida, con la tienda de discos que no funcionó. Con Londres. Pero no soy un fracasado sin metas. Ahora trabajo en una tienda para salir del paso. No es lo que quiero hacer el resto de mi vida. Solo es un empleo para pagar el alquiler, algo temporal. Ya está. No tiene nada que ver con lo que realmente soy.
Phil soltó una risita y Luke supuso que estaba mirando a Dom. «¿Es que también quiere recibir un puto guantazo?». Se volvió a Phil y lo fulminó con la mirada.
—Pero eso os molesta. Os jode que no esté lastrado por las deudas o no tenga que cargar con una zorra deprimida. Y, sin embargo, queréis venderme lo maravillosas que son vuestras vidas y actuáis como si tuviera que envidiaros. ¿Quién querría una vida como la vuestra? Miraos. Pero si parecéis unos malditos ancianos. Estáis gordos y llenos de canas, y ni siquiera habéis cumplido todavía los cuarenta. ¿Son esas las consecuencias de tener una familia? ¿De estar casado? ¿Se supone que tengo que aspirar a ello? ¿Envidiarlo? ¿Y si no lo hago me excluís? ¿Por qué? Yo os diré por qué, porque os recuerdo todo aquello que no podéis hacer. Sí, que no podéis hacer. Porque no se os permite.
Dom se limitó a hacer un gesto de negación con la cabeza.
—Hijo de puta —dijo tranquilamente Phil.
Dom levantó de nuevo la mirada hacia Luke intentando reprimir su alborozo.
—Y tú te dedicas a restregárnoslo en la cara a la menor oportunidad porque es lo único que tienes. Te aseguro que yo no aspiro a la inmadurez como forma de vida.
»¿Qué? ¿Guiarse por los impulsos? ¿No comprometerse? Todo eso solo puede ser visto como un fracaso y una huida continua.
—Escúchalo —dijo Phil en un susurro, aunque no se había mostrado más implicado en nada desde que sus gritos les habían helado la sangre aquella tarde en el exterior de la iglesia—. Y gana dos libras y media la hora y vive en el tugurio que se supone que pierdes de vista antes de empezar el segundo año de universidad.
—Y sin embargo os jode —replicó Luke—. Os jode de veras. Por eso todas esas caras largas y ese resentimiento. No es culpa mía que viváis acojonados por vuestras malditas mujeres.
Dom resopló.
—Tirarse fulanas sarnosas y vivir como un vagabundo. ¡Oh, me cambiaría por ti con los ojos vendados! ¿Y adónde te ha llevado vender CD y ese curso de periodismo musical, eh? ¡Al maldito Finsbury Park!
—¿Por qué todas las mujeres con las que salgo son unas fulanas sarnosas? Mientras que las zorras histéricas con las que habéis acabado compartiendo vuestra vida son… ¿qué? ¿Atractivas? ¿Respetables?
Hutch movía repetidamente la cabeza, pero la oscuridad no permitía adivinar si estaba sonriendo o simplemente demasiado tenso.
—Tíos, os estáis yendo por las ramas.
No obstante, nadie escuchaba a Hutch. Aun así, Luke se sentía irritado por su enésimo intento de proteger a Dom. Siempre estaba mimándolo. ¿Se harían alguna idea de la imagen que proyectaban?
—Dinero —continuó Luke—. Esa es la unidad de medida para valorar a las personas, ¿no? Por lo que ganan.
—Bueno, es un punto de partida y siempre es mejor que nada.
—El único criterio con el que se juzga a la gente hoy en día. Lo que poseen, lo que adquieren, lo que tienen. Te has convertido en un cabrón patético. ¡Y no quieras hacerme creer que eres feliz, colega! No te hagas ilusiones porque no me engañas. Te vi en la boda de Hutch. ¿Cuántas veces discutiste con Gayle? —Luke clavó entonces la mirada en Phil—. ¿Y tú con Michelle? ¿Eh? Se pasó todo el día enfurruñada. Parecía un bulldog masticando una avispa. Yo me habría deshecho de ellas hace años. Las habría sacado a la calle con las malditas bolsas de basura. En cuanto a casaros con ellas… ya ni hablemos. En serio, ¿en qué estabais pensando? Antes preferiría vivir en la calle que tener que ver sus caras deprimentes una sola noche.
Hutch alargó el brazo y apretó con fuerza la mano alrededor de la pantorrilla de Luke.
—Luke. Luke. Luke. Te estás pasando. Te estás pasando. —Hutch se levantó como un resorte y dijo dirigiéndose a todos—: Amigos, he terminado con vosotros. Recordadme que no vuelva a poner el pie en una habitación donde estéis los tres juntos. Como si ya no tuviéramos suficientes problemas. Hablo en serio, tíos, volved a la realidad. Estamos hundidos hasta el cuello en un bonito charco de mierda.
Hutch enfiló con gesto serio hacia los árboles para orinar.
—¿Y quién tiene la puta culpa? —espetó Dom a su espalda.
Luke sentía que todavía no había dicho todo lo que quería. Además, no creía que hubiera salido por su boca nada que no fuera cierto.
—Cuando salgamos de aquí, cada uno seguirá su camino.
—Bueno, en lo que respecta a ti, te aseguro que será así. No quiero volver a verte el pelo. Te lo aseguro —repuso Dom riendo, con un tono triunfante en la voz que a Luke le hizo recordar con cariño cómo le había machacado la cara con los puños.
—Por mí perfecto.
—El único motivo por el que hemos ido de acampada es porque estás pelado. Phillers, Hache y yo queríamos ir a un lugar cálido, pero tú no podías permitírtelo. Pensamos en ir a Egipto para bucear en el Mar Rojo. Así que esto es lo que pasa cuando uno se junta con un espíritu libre que vive según sus propias reglas, que acaba vendiendo CD para subsistir y siempre está sin un duro.
Dom cerró la cremallera de su tienda de campaña.
Luke permaneció sentado inmóvil, intentando regular su respiración. La ira estaba apoderándose de nuevo de él. Cuando se sentía así, se preguntaba si algún día podría acabar matando a alguien.
—Lo mejor que puedes hacer ahora es pensar en cómo te arreglarás para sacar mañana tu culo gordo de aquí —espetó hacia la puerta cerrada de la tienda—. Porque yo no estaré cuando despiertes.
—¡Que te jodan!