Capítulo 19

Llevaban dos horas de caminata en dirección oeste por el sendero cada vez más invadido de maleza cuando Luke descubrió las dos construcciones envueltas por el sotobosque.

Al no recibir respuesta, Luke se volvió hacia sus tres amigos, que avanzaban por el estrecho sendero con los codos flexionados hacia fuera, apartando las ramas rígidas y húmedas que sobresalían de los árboles que flanqueaban el camino y que irrumpían en él con agresividad. Tanto Dom como Phil cojeaban. Hutch retrocedió para ayudar a Dom a franquear los troncos caídos que habían empezado a aparecer con una frecuencia alarmante una vez pasado el lugar donde se habían topado con el sendero la noche anterior.

Luke había encabezado la marcha durante toda la mañana. Era mejor ir delante; sería el primero en divisar una salida. Además, así, con las ansias de ver que el bosque clarea y que aparece una vía de escape, uno estaba más motivado para continuar caminando.

—¡Mirad! —gritó Luke, más alto esta vez para que su voz se oyera por encima del barullo de la lluvia que se filtraba por las copas de los árboles. Apuntó hacia las fachadas oscuras de dos construcciones poco definidas.

Las tablas de las paredes que se vislumbraban estaban hinchadas por la humedad y ennegrecidas hasta la altura de las ventanas oscuras, y era difícil discernir si las contraventanas estaban o no cerradas. Del extremo más alejado de una de las construcciones se atisbaba lo que parecía una chimenea de piedra que desaparecía entre una malla de follaje.

—¿Qué pasa, jefe? —inquirió Hutch—. ¿Has encontrado una cafetería coquetona?

—¿O un glotón hijoputa? —añadió Dom.

Luke esperó a que los demás llegaran junto a él para responder:

—Dos casas más.

Hutch respiraba entrecortadamente por el sobreesfuerzo que le exigió sostener el peso de Dom para ayudarlo a franquear el último tronco caído. Se volvió en la dirección que apuntaba Luke.

Entre su posición y el par de casas se extendía un denso manto de ortigas con los tallos negros cubiertos de espinas. Encima de ellas, el ramaje pelado de los abedules y de los sauces enanos formaba una reja de ramas entrelazadas que invadía el espacio que mediaba entre los árboles de mayores dimensiones. Todo ello constituía una muralla impenetrable.

—Sigamos nuestro camino —sugirió Dom—. No sabemos lo que hay dentro.

—De veras que odio pensar en eso, pero me pregunto qué pintarán aquí estas casas —dijo Luke.

—¿Te puedo gorronear otro pitillo? —preguntó Hutch, posando una mano en el hombro de Luke.

—Claro.

Luke se llevó la mano al bolsillo lateral de sus pantalones impermeables.

—Debe de ser un asentamiento abandonado —apuntó Hutch tras llevarse el cigarrillo a los labios.

—Donde debía de vivir otra pandilla de chalados —señaló Dom.

—Este lugar lleva algún tiempo abandonado. —Hutch bajó la mirada al suelo—. Este sendero debía de unir estas casas con la otra. Mirad. —Dio unas pataditas a un macizo de helechos y lo levantó—. Hay huellas de ruedas de carro. Todavía son visibles a ambos lados del sendero.

Luke se puso derecho y le crujió una rótula. Visualizó mentalmente el interior de las casas: la humedad y la oscuridad, la putrefacción y los gérmenes que debían de proliferar a sus anchas. Imaginó el desasosiego que los invadiría en su atmósfera inquietante, en su decrepitud desolada.

—¿Cómo ves el camino más adelante? —preguntó Hutch, despertando a Luke del letargo que lo mantenía absorto en sus pensamientos.

—Continúa igual.

Hutch soltó un gemido y se frotó el rostro con las manos.

—No estamos avanzando demasiado, chicos.

—Vete a la mierda —espetó Dom, que se inclinó para apretarse los costados de la rodilla dolorida con las manos mugrientas. Levantó la pierna del suelo como un caballo cojo y torció el gesto del dolor.

Phil no decía nada, se limitaba a mirar fijamente las casas abandonadas.

Luke inspiró hondo y luego espiró.

—¿Por qué no os tomáis un respiro, chicos? Yo me adelantaré rápidamente a ver qué hay. Lo mismo el bosque clarea.

—Y podrías despejar un poco el camino de esta mierda de hierbajos para que yo pueda pasar. A este paso acabaré caminando a gatas —dijo Dom.

—¿Y con qué quieres que lo haga, con una cuchara de acampada? —respondió Luke con una sonrisa en los labios.

—¡Asegúrate de dejar limpios los bordes! —espetó Hutch, riendo socarronamente.

Luke se adelantó a sus compañeros, avanzando a un ritmo más rápido del que había caminado en toda la mañana. La lentitud que Dom había impuesto a la marcha había avivado su dolor de espalda, y su impaciencia estaba tornándose en irritación a marchas forzadas y echando por tierra su ánimo. A veces le daba la impresión de que el sendero había acabado realmente. Al menos cuando se topó con un obstáculo como muchos otros que habían encontrado durante el día, pudo girarse y atravesarlo caminando hacia atrás con el rostro cubierto con los brazos para protegerse los ojos de las ramas que le flagelaban las mejillas y la frente. El terreno no le daba tregua, y empezó a sangrarle una oreja, pero por lo menos no tenía que detenerse para esperar a que Hutch sujetara las ramas para que Dom y Phil pasaran con sus andares renqueantes, ni aguantar las constantes protestas de Dom.

Phil no había refunfuñado demasiado. Tal vez el dolor de las ampollas de los talones le impedía hablar, o quizás estaba tan exhausto que era incapaz de juntar dos palabras para formar una frase. O a lo mejor seguía impactado por lo ocurrido la noche anterior. Quién sabe si no sería por las tres cosas a la vez.

Cuando Luke llevaba veinte minutos avanzando en solitario, el sendero dejó de discurrir en línea recta y empezó a zigzaguear entre los troncos milenarios, unas veces en pendiente y otras en declive.

La ascensión por el terreno inclinado plagado de obstáculos y de raíces resbaladizas y el descenso repentino por la irregular vertiente opuesta se convirtió en una tarea agotadora, así como en una tortura para sus articulaciones. Daba la impresión de que había un árbol caído cada cinco metros.

Luke sentía un dolor increíble en el pecho, y eso que se veía en forma. Aunque fumaba, hacía ejercicio tres veces por semana y corría los fines de semana, pero esa no era la preparación adecuada para el tipo de esfuerzo que se le estaba exigiendo, y trató de no pensar en cómo debían de sentirse Dom y Phil.

Eran patéticos; los cuatro. Se habían perdido como una pandilla de aficionados. Eran la clase de imbéciles que intentaban escalar una montaña sin el entrenamiento ni el equipo apropiados; o como esos gilipollas que se aventuraban a navegar por aguas traicioneras y acababan involucrando a los barcos dispersos por el océano en su búsqueda y rescate. Gente que era alabada como héroes de la supervivencia después de haber tenido que ser rescatada. ¿Por qué? ¡Pero si eran un incordio! Le costaba creer que ambos conceptos pudieran ser compatibles en una misma persona.

Agachó la cabeza y cargó contra los helechos. Apretó los dientes y aguantó el dolor que sentía en el pecho y en los muslos. Se resistió a rendirse. «Ya está bien». Lo único que quería era ver un pedazo de cielo. Atisbar el cielo y un claro en el terreno cubierto por un manto mullido de hojas que le permitiera avanzar sin esfuerzo entre los árboles.

Se le enganchó una rama en el trozo de tela que le colgaba holgado debajo del brazo y lo empujó hacia atrás y de costado. Agarró la rama y trató de arrancarla, pero la flexibilidad de esta resistió sus tirones y Luke tuvo la sensación de que sus brazos eran de agua.

Se quedó sentado, jadeando mientras recuperaba el aliento. Hutch insistía en que el camino había empezado a discurrir hacia el suroeste, «más o menos». Pero el instinto le decía a Luke que el sendero estaba conduciéndolos de nuevo hacia el noroeste, y para nada acercándolos a los límites del bosque más de lo que ya estaban la noche anterior cuando habían decidido interrumpir la marcha para pernoctar.

Luke apenas podía seguir soportando la humedad sofocante que reinaba en el bosque y que lo doblegaba, lo torturaba y le rasguñaba el cuerpo. Le ardía la garganta, y el sudor seco le había dejado la piel recubierta de un salitre que le irritaba los muslos y la cintura. Estaba deseando arrancarse la ropa del cuerpo.

Se le empezaron a agarrotar los músculos de las piernas a raíz de un dolor insoportable. Tenían que salir de aquella espesura. Si la maleza no empezaba a clarear pronto, regresaría junto a los demás, y él se encargaría de buscar el rastro para volver por donde habían venido hasta el lugar en el que se habían incorporado al camino el día anterior. Estaba dispuesto a volver solo si era necesario. Iría a pedir ayuda. Estuviera Hutch de acuerdo o no, su instinto le decía que estaban acercándose al «momento clave». El momento de emprender acciones drásticas: un miembro del grupo tenía que ir en busca de ayuda.

Maldijo de nuevo las decisiones de Hutch y su ridículo optimismo infundado. «¡Por Dios, Hutch! ¿En qué estabas pensando?». Apretó los dientes y repasó mentalmente todo lo que Hutch había dicho hasta meterlos en aquel lío. Sus labios empezaron a moverse y dijo cosas sobre su mejor amigo que sabía que más tarde lo dejarían paralizado por los remordimientos y lo harían ruborizarse.

Cerró los ojos y trató de tranquilizarse, de pensar con claridad. El sofoco causado por el ataque de rabia fue mitigándose poco a poco y Luke empezó a tiritar.

La oscuridad era casi absoluta en el verdor húmedo donde permanecía sentado. Era escasa la luz que se filtraba hasta el suelo del bosque; la lluvia, sin embargo, no tenía problemas para alcanzarlo. Todo el bosque estaba empapado.

Luke sintió un mareo y sacó una barrita energética que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. Le dolía el estómago vacío. ¿Contarían al menos con víveres suficientes para realizar una comida en condiciones?

Empezó a imaginarse lo que ocurriría si ya nunca se levantara de aquel lugar. ¿Alguna vez encontrarían su cuerpo sepultado bajo los arbustos, los hierbajos y las ortigas? ¿O sus huesos acabarían roídos por los insectos y los roedores que poblaban el bosque? La imagen nítida que se le apareció de los restos de su ropa de excursión mugrienta, de la mochila descompuesta y de sus huesos amarillentos esbozando una sonrisa entre las hojas oscuras lo impulsó a ponerse en cuclillas. Le dolían las lumbares, allí donde la humedad se filtraba por los fondillos de los pantalones. El suelo umbroso absorbía el calor que desprendía su cuerpo.

Se puso en pie y retomó la marcha, animado por la esperanza injustificada de que, de alguna manera, de un modo milagroso, apareciera en cualquier momento el final del bosque. Pero cuando ya se había alejado de los demás una distancia inalcanzable para sus gritos, empezó a rondarle el temor de haber abandonado el sendero y de estar abriéndose paso por la maleza sin seguir una dirección fija, dejándose llevar por el bosque hacia los lugares donde la vegetación no era tan espesa. De modo que en ocasiones se detenía para asegurarse de que estaba siguiendo el sendero apenas definido abierto por el hombre. Porque, de lo contrario, nunca encontraría a los demás. No había mojones; el paisaje se extendía idéntico a su alrededor, y más allá continuaba idéntico, y así hasta el infinito.

Le ardía el estómago de la sed y la sensación abrasadora se propagaba hasta su boca seca; hacía una hora que se había acabado el agua que llevaba consigo. Hasta que encontraran agua corriente antes de que declinara el día deberían sorber la lluvia de las hojas de los árboles. Dudaba que los demás cargaran algo más que cantimploras vacías.

Tras media hora de caminata en solitario, Luke fue a dar con un plinto de granito. Una piedra erguida oculta entre la hiedra.