Capítulo 18

Pensar en ello era justamente lo que impedía a Hutch evitar las imágenes recurrentes e insólitamente vívidas del sueño que le iban asaltando la mente mientras se alejaba lentamente de la casucha con un brazo de Dom alrededor del cuello. Nunca antes había padecido sonambulismo.

Todavía era capaz de visualizar hasta el último detalle del sueño, como si se tratara de una película que hubiera visto en el cine la noche anterior. Su mente escarbaba en los recuerdos borrosos y repugnantes buscando algún tipo de señal, de significado que explicara sin dejar lugar a dudas por qué se había levantado de su saco de dormir y había subido al desván, y luego Luke lo había encontrado arrodillado frente a aquella espantosa efigie putrefacta.

El sueño empezaba con dos figuras paradas a su lado en la oscuridad de la planta baja de la casa. Unos rostros viejos con los dientes sucios le habían pedido que subiera la escalera; le habían dicho que había alguien aguardándolo. «No le hagas esperar —le habían advertido—. Tu ropa está en el fuego».

Y él había subido; un escalón detrás de otro por la escalera negra. Deseaba desesperadamente no subir, pero la voluntad que se había apoderado de él en el sueño le impedía dar media vuelta y regresar abajo. Había tratado de detenerse, pero recordaba que se le habían agarrotado los músculos y se había quedado sin respiración. De modo que había continuado ascendiendo por la escalera. Y pensar que había subido físicamente por la escalera al tiempo que lo soñaba…

—¡No vayas tan rápido, Hache! —gritó Dom a su lado.

—¿Eh? Lo siento —respondió Hutch, aminorando el paso.

Estaba descalzo, y las plantas de los pies se le habían puesto negras de la mugre que cubría la vieja escalera de madera. Mantenía el equilibrio apoyándose con las manos extendidas en la madera oscura, cuya humedad notaba en los pies. Estaba desnudo. Su cuerpo delgado y pálido temblaba; se había sentido como un niño acercándose tambaleante a la bañera. En efecto, en el sueño era más pequeño, en tamaño y en edad. Ansiaba desesperadamente que lo cubrieran, que lo protegieran.

En la casa no había ventanas, y únicamente llegaba una débil luz rojiza precisamente desde allí arriba. Torció siguiendo el giro que hacía la escalera y entró tambaleándose en el desván; abrió la boca para gritar pidiendo ayuda. Sin embargo, no brotó ningún sonido de ella. En el interior de Hutch no había aire, era como si le hubieran cortado la respiración.

Una vez dentro del espacio con la tenue iluminación roja, Hutch mantuvo la cabeza gacha y los ojos clavados en sus pies sucios. Sucios y mojados; mojados por la orina caliente que se había deslizado por sus muslos y sus pantorrillas.

Intentó no levantar la mirada, ya que tenía algo al lado, resoplando entusiasmado porque olía su orina y su miedo.

Huesos. Había huesos en el suelo. Eso empeoraba la situación. Sobre todo los que tenían las cosas grises adheridas. Y algunos de los pequeños cuerpos habían adquirido un color negro tan intenso que le resultaba imposible discernir lo que habían sido en vida. Caminó por el entarimado sucio esquivando los huesos, pero no pudo evitar clavarse algunos fragmentos en las plantas ennegrecidas de los pies; otros resbalaban alrededor de sus dedos mugrientos. Los huesos eran más grandes a medida que se acercaba al origen de los resoplidos.

Y entonces lo olió. Apestaba a boñiga mezclada con paja, a sudor de ganado, a azufre. Se le humedecieron los ojos. La respiración anhelante de una cabra le envolvió la cabeza y el torso desnudo y le hizo toser.

Conservaba el resabio en la boca cuando Luke lo había despertado.

En el sueño, el golpeteo empezó cuando lo olió. Muy cerca de él. Sonaba como el choque de madera contra madera. El origen del ruido se encontraba enfrente de él, y Hutch no pudo evitar lanzar una mirada furtiva en dirección al golpeteo seco.

Allí estaban las pezuñas negras, que una vez más se erguían para exhibirse en su sueño; enormes, con unos huesos amarillentos en las puntas y anchas como los cascos de un caballo. Estaban golpeando el cajón de madera en cuyo interior permanecía sentado. Lo aporreaban con frenesí. El borde negro del cajón de madera estaba astillado y lleno de muescas.

El regocijo de «la cosa» crecía a medida que su cuerpo blando y pálido se acercaba más y más. Hutch había oído resoplidos gangosos y aullidos roncos procedentes de su gran cabeza, y de su boca caliente emergía el tableteo de los dientes amarillos que se cerraban como un cepo.

Delante de Hutch, debajo, en la parte frontal del cajón, había recortado un pequeño hueco semicircular con el borde liso donde debía apoyar la garganta, de tal modo que su cabeza quedara colgando envuelta por el olor irrespirable a demonio y a bestia, por debajo del vientre sonrosado de «la cosa» plagado de tetillas ocultas bajo una pelambrera negra. Y esas pezuñas golpeaban el cajón como un martillo haciendo añicos una fuente de porcelana.

La paja mugrienta que sobresalía entre las patas delgadas y negras de «la cosa» estaba sembrada de fragmentos de calaveras. Sus patas delanteras eran largas y las sacudía una y otra vez para marcar ese ritmo estúpido, descargando las pezuñas contra el cajón de madera.

Hacía tiempo que «la cosa» había alcanzado una estatura excesiva para su minúscula cuna, y Hutch sabía que los cuernos que brotaban de aquella cabeza espantosa arañaban la viga que atravesaba el techo por el centro.

Hacia allí continuó avanzando Hutch en contra de su voluntad para sumergirse en el hedor cegador, y el estruendo de sus propios gritos permanecía oculto bajo el golpeteo de «la cosa», que aceleró el ritmo hasta acabar aporreando sin ningún tipo de armonía la deteriorada madera negra. Hutch tenía ahora la sensación de que todavía podía oír el eco de aquellos golpes, y esa y no otra era la causa de que no le desapareciera el temblor de las manos.

Hutch apoyó la garganta sobre la superficie desgastada de la hendidura semicircular de la parte frontal del pequeño cajón, y las patas delanteras negras de «la cosa» se alzaron altas hacia el techo, juntas, y permanecieron suspendidas en el aire un segundo antes de volver a caer a toda velocidad.

Y entonces Luke estaba a su lado, zarandeándolo, despertándolo.

—¡Mirad! ¡Allí! ¡Y allí! ¡Hay dos más!

La voz de Luke lo despertó de su ensimismamiento. Hutch levantó la mirada y se volvió con los ojos entornados hacia Luke, que se había agachado varios metros más adelante en el sendero y señalaba hacia el interior del bosque.

A Hutch se le encogió el estómago.