Capítulo 12

Ramitas. Clavándose en las mejillas; buscando los ojos; fustigando los cuellos. Ramitas. Falanges erizándose en los árboles y emergiendo del suelo. Ramitas por todas partes.

Te adentras en la oscuridad. Te precipitas hacia ella. Con la cabeza agachada para protegerte la cara. Agitando los brazos. Tus dedos agarran puñados de ramitas puntiagudas y las apartas. Pero las ramitas se cuelan por debajo de tus mangas, por el cuello de la camisa y en los calcetines para apresarte como alambres con púas y elevarte con violencia; tus pies pierden el contacto con el suelo. Porque no notas el suelo, el fango oscuro del que todo brota. Los helechos crujen bajo tus pies, que se sumergen en las afiladas espinas pardas y aplastan ramas secas. Estás hundido hasta las rodillas en pequeñas grietas de las que no puedes sacar las piernas exhaustas que mueves lentamente.

Y así permaneces suspendido. Aspirando el aire a bocanadas como un hombre que se ahoga. Mareado por el agotamiento, fatigado como un moribundo, estás colgado entre los zarcillos de las enredaderas y el entramado de ramitas. Y esperas. Lo esperas a él. Y él se desliza al trote por la oscuridad inescrutable que empieza a medio metro de tus ojos, y con sus zancadas cubre distancias que tú ni siquiera podrías recorrer arrastrándote. El sudor se desliza frío por tu cuello hasta la cintura y se transmuta en temblores.

¿Será rápido? ¿Tendrás un final rápido?

Ni siquiera lo has visto, pero la oscuridad te transmite imágenes, composiciones de un ente que has visto en otro lugar, en otro tiempo. Quizá te atraviese con sus cuernos. A lo mejor te perfora la carne prieta del torso antes de zarandearte con furia; antes de que se emplee con los dientes. Con sus dientes afilados y amarillos. Viejas piezas dentales de color marfil que muerden con un chasquido como de leña partida. Tiene algunos dientes más largos para desgarrar, que brillan instalados en sus negras encías caninas.

Así que vive el final con los ojos cerrados. No querrás ver de cerca una boca como esa. Antes de la dentellada, antes de que se entregue a la destrucción de tus partes blandas, sus labios moteados se contraerán para lanzar un aullido de excitación. Ya sabes que sucederá así.

Ya llega. Lo oyes. Oyes el bramido de un buey que va transformándose en un gemido nasal. Un resoplido arrojado por los orificios de un hocico húmedo. Un gemido canino. Casi puedes ver cómo abre las fauces y muestra los dientes antes de que su gruñido empiece a subir octavas hasta convertirse en el gañido diabólico que llevas horas oyendo a tu alrededor. En la cacería solitaria, enloquecido por las sales minerales de tu miedo suspendidas en el aire frío, y a la espera del goteo de sangre —el fluido caliente que bañe su hocico negro—, notas cómo tensa el cuerpo para lanzar el ataque definitivo.

Empiezas a gritar. Gritas a la oscuridad; hacia arriba, hacia abajo, hacia delante y hacia atrás. Gritas hasta que sientes cómo te arde la garganta. Gritas en vano porque no hay nadie que pueda oírte.

Encima de ti el aire se aquieta, o incluso desaparece para crear un vacío que se anticipa a lo que te espera. En tu imaginación, detrás de tus ojos cerrados, la bestia tensa los músculos de sus costados y de sus patas traseras como si fueran los cabos de un barco. Sacude el largo cuello hacia delante para atravesar la oscuridad, para llegar hasta tus sesos. Sobresalen dos lanzas óseas jaspeadas. Dos cuernos negros. Manchados y descascarillados de la última carnicería.

Un último resuello que apesta a carne putrefacta, bestial y cálido, te envuelve desde detrás: el aire procedente de una figura alargada y poderosa. Y la terrible presencia invisible prende fuego una vez más hasta el último nervio de tus extremidades y de tu espalda para empujarte en tu última inmersión lacerante en el mar de ramitas. Los pinchos. Flechas de madera. Duras como huesos. Ramitas por todas partes.

Te despiertas gimoteando. Está oscuro. Tiemblas como si acabaras de salir del agua helada. Te palpitan los pulmones, que aspiran esa clase de aire que se ha acumulado durante décadas en las casas viejas, contaminado por el moho que reblandece la madera y las dunas de polvo amontonado en espacios penumbrosos.

¿Dónde estás? Notas el movimiento del aire en el rostro, ¿o es tu cabeza la que se mueve?

Estás dolorido. Tu espalda y tus hombros sufren apoyados contra el suelo de madera sobre el que yaces escudriñando la oscuridad. Mueves los brazos y oyes un frufrú. Es el saco de dormir, que se ha salido de la esterilla de espuma y roza enrollado alrededor de tus rodillas con el entarimado mugriento del suelo. Te incorporas con un jadeo. Apoyas las manos en el suelo sucio que se extiende debajo de tu cuerpo.

«Luke. Soy Luke y estoy en el suelo. De la casa. De la casa que encontramos en medio del bosque impenetrable».

Su respiración se calma. Deja de jadear. Las ramitas han desaparecido. Ya nadie lo persigue. Solo era un sueño; eso es todo. Sin embargo, le duele todo el cuerpo, como si se lo hubieran frotado con zarzas, con espinas y con árboles con la corteza como el casco de un viejo navío plagado de crustáceos adheridos. Seguramente es la consecuencia del día anterior. De la caminata larga, delirante y agotadora bajo la lluvia por el bosque interminable.

Pasea la mirada por la habitación. Se detiene en el resplandor rojizo procedente de la estufa y recuerda a Hutch encendiéndola unas horas antes. Con las contraventanas y la puerta completamente cerradas es difícil adivinar qué hora es; por la escalera tampoco se filtra luz alguna desde el desván sin ventanas. ¿Dónde está su reloj?

¿Y dónde están los demás?

A la débil luz rojiza vislumbra a su alrededor los tres sacos de dormir vacíos; todos ellos extendidos y abiertos junto a las mochilas y la tierra seca esparcida por el suelo que se ha desprendido de ellas.

Permanece inmóvil, paralizado por el miedo, escuchando. Aguza el oído y su capacidad de percepción se extiende gradualmente por la oscuridad.

¡Ahí está! Un ruido, extremadamente débil, pero distinguible del golpeteo de la lluvia contra las paredes y del crujido ocasional de la casa destartalada en medio de un mundo casi submarino. Un sollozo. Hay alguien llorando. En el piso de arriba. Luke levanta la mirada hacia la superficie indefinida del techo y traga saliva para deshacer el nudo que el terror le ha formado en la garganta.