Capítulo 11

—No es posible que tú hayas preparado todo esto —dijo Dom arrastrando las palabras después de beberse buena parte del Jack Daniel’s.

Todos bebían de sus tazas de plástico después de haberse comido la mitad de los víveres que les quedaban: las últimas cuatro latas de alubias con salchichas precedidas por un primer plato consistente en caldo de pollo en polvo con fideos chinos. Dos barritas de avena y chocolate por cabeza habían completado el menú. Pero no era suficiente. A pesar de haber engullido la sopa sin hacer siquiera una pausa para respirar y de haberse atiborrado la boca de alubias, a pesar, incluso, de haber lamido los cuencos hasta dejarlos relucientes —algo que no habían hecho hasta entonces—, seguían hambrientos. Había sido el día más duro de lo que llevaban de viaje, si bien habían recorrido una distancia inferior a la del día anterior.

Phil se había descalzado y sus pies brillaban embadurnados de antiséptico. Dom mantenía en alto su rodilla amoratada, apoyada sobre la mochila de Hutch. Todos tenían los muslos agarrotados y de vez en cuando les sobrevenían unas punzadas de dolor. Estaban exhaustos, y entraron en un coma inducido por el agotamiento en cuanto desenrollaron los sacos de dormir. Luke nunca se había sentido tan hecho polvo; desconocía que se pudieran alcanzar tales niveles de fatiga y apatía. Sin embargo, todavía podría soportar otra jornada igual. Phil y Dom, por el contrario, parecían haber alcanzado los límites de su resistencia.

Todavía les quedaba comida suficiente para otro día, y en la botellita de whisky que Dom cargaba desde que habían partido de Gällivare solo quedaba un dedo del líquido del color del té. En teoría, el objetivo había sido disfrutar del whisky junto a un lago de un impresionante color azul nórdico mientras el cielo iba tornándose de color rosa a medida que se imponía la oscuridad de la noche. Ese había sido el plan.

Luke observó a Hutch mientras este introducía la última pata del taburete por el hueco de la puerta de la estufa de hierro alrededor de la que se habían acurrucado. El viejo trozo de madera chisporroteó mientras Hutch lo acomodaba entre las brasas. Los cuatro tosieron al respirar el humo acre que despedían las llamas. El conducto de ventilación de la estufa estaba casi totalmente obstruido. Los restos candentes del asiento del taburete formaban la base de las cenizas rojas en el pequeño horno, que solo calentaba parcialmente la planta baja de la casa frente a las corrientes del frío aire nocturno que se colaban por la puerta y por las rendijas entre los listones de madera del suelo, arrastrando un penetrante olor a tierra húmeda y a fermentación de madera podrida.

Phil y Dom habían destrozado el taburete para convertirlo en leña en contra del deseo de Luke. «¿Acaso no estamos metidos ya en un buen lío?». Y había sido incapaz de mirar a Hutch mientras este encendía el fuego utilizando cuatro crucifijos como yescas. Luke albergaba en silencio la esperanza de que el mero hecho de negarse a mirar cómo Hutch partía y retorcía los crucifijos para hacer de ellos unos pequeños haces de leña lo eximiera de las desgracias que pudiera provocar ese acto de profanación.

Hutch miró a Dom con el ceño arrugado y luego se sentó con la espalda apoyada en las rodillas de su amigo.

—Tómatelo con calma, Domja. Se tiene que repartir entre cuatro. Ese ha sido tu último trago. Yo apenas lo he probado.

—Deberíamos reservar un poco para echar un trago cuando salgamos del bosque —sugirió Phil con media sonrisa en los labios.

—Yo me lo terminaría esta noche. Es lo mejor que se puede beber cuando la humedad y el frío están matándote —repuso Hutch, que pareció contenerse de añadir nada más, como si lo que acababa de apuntar pudiera ocurrirles al día siguiente.

El cuarteto de amigos consumía el aire abrasador que salía despedido por la portezuela de la estufa, sentados y con el cuerpo inclinado hacia delante sobre sus sacos de dormir desenrollados, que habían ido colocando uno a continuación del otro sobre las esterillas de espuma extendidas encima del suelo mugriento de la casucha. Incluso cuando se acercaban demasiado a la estufa y el aire les quemaba la cara y les provocaba un escozor en sus fatigados ojos, recibían las ráfagas con agradecimiento.

Encima de la estufa, colgada de una cuerda de tienda de campaña tendida entre cuatro clavos que en otro tiempo habían sostenido calaveras de animales, la ropa mojada (cuatro forros polares y cuatro pares de pantalones sucios) despedía vapor de agua y se secaba poco a poco en la oscuridad. Las chaquetas impermeables estaban suspendidas de unos clavos en la pared opuesta. El resto del contenido de sus mochilas que se había mojado colgaba aquí y allá por toda la habitación. Dom había quitado todas las calaveras y los crucifijos de las paredes; una decisión que llenaba de inquietud a Luke, aunque desconocía exactamente el porqué.

Luke sintió cómo los calores provocados por el whisky le subían desde el estómago y lo adormecían. Estaba agotado, y recibió agradecido esa tregua de inconsciencia temporal, o al menos la promesa de experimentarla.

Luke contempló sobrecogido los tres rostros que lo rodeaban, iluminados por la oscilante luz rojiza sobre el penumbroso telón de fondo de las paredes y del suelo de madera viejos y ennegrecidos que desaparecían más allá del tranquilizador resplandor de las llamas. El suyo debía de presentar el mismo aspecto.

El mentón sin afeitar de Dom despedía reflejos plateados a la luz del fuego. Había empezado a encanecer, e incluso tenía vetas blancas en el flequillo negro. También le habían aparecido unas ojeras oscuras debajo de los ojos, demasiado avejentados para aquel rostro. Dom tenía tres hijos de los que cuidar y una enorme hipoteca todavía por pagar. No había entrado en detalles sobre sus circunstancias actuales, pero le había respondido «Genial. Nunca he estado mejor» a la pregunta de Luke de «¿Cómo te van las cosas?» durante la pequeña charla que habían mantenido aquella primera noche que se habían reunido en Londres. Sin embargo, la clave debía de hallarse en esa ausencia de pormenores en su respuesta. Aparte de la breve conversación sobre colegios que había tenido con Phil durante la primera tarde en Estocolmo, Dom no había mencionado una sola vez a su esposa Gayle, la escuálida e infeliz mujer que Luke había conocido en la boda de Hutch.

Ocurría algo; Luke lo presentía. Dom había bebido hasta caer ciego en la celebración del enlace de Hutch, y también la víspera del viaje a Suecia, y otra vez en Estocolmo, y después en Gällivare, antes de empezar la excursión. De hecho, aprovechaba la mínima oportunidad para compeler a los demás a beber. Una afición para la que a Luke no le llegaba la billetera en Londres, así que mucho menos en Suecia. A duras penas había podido reunir el dinero suficiente para pagar su parte de las vacaciones, y sospechaba —aunque no lo había comentado en voz alta— que Hutch había sugerido ir de acampada principalmente para que pudiera acompañarles. No obstante, a pesar de la bravuconería y la vehemencia con las que se empleaba en todo, Dom era una persona extremadamente sensible. Luke no se dejaba engañar. Recordó la facilidad con la que se desmoronaba cada vez que sufría un desengaño amoroso durante su época de estudiantes. Los cuatro habían compartido casa en el número 3 de la Hazelwell Terrace, en Birmingham. Habían sido los mejores años de su vida, y le gustaba pensar que también de la de todos ellos.

En cuanto a Phil, antes de la excursión, Luke no podía recordar su rostro sin su brillante tono rosado, como si se lo acabara de frotar con un cepillo. Pero ahora tenía las mejillas caídas y su tez, habitualmente rubicunda, aparecía ennegrecida por la mugre. Encima de una ceja tenía una hinchazón causada por un rasguño que de vez en cuando se palpaba con una uña limpia. También su pelambrera rubia platino había perdido su lustre juvenil; conservaba su espesura, pero el sudor y la lluvia le habían aplastado el pelo contra el cuero cabelludo y dentro de la casa no había recuperado su vitalidad. Luke advirtió las arrugas profundas, como las incisiones en una hoja de masa fresca, alrededor de su boca y de sus ojos.

Phil no se había animado hasta bien entrada la noche de su reunión en Londres. Había aparecido con la cara larga y una voz profunda que solo empleaba entre dientes. Apenas si había hablado hasta que estuvieron todos borrachos pasadas las diez. Sin embargo, lo que había producido un breve asombro en Luke cuando lo había visto por primera vez en doce meses en la boda de Hutch había sido la amplitud de su cintura; los estragos de la edad madura. Y todavía no se había acostumbrado a ella cuando se juntaron en Londres antes de iniciar el viaje. La apretada camisa de trabajo azul que le comprimía el torso dejaba al descubierto su barriga poblada de pelos blancos, y su culo era lo suficientemente voluminoso como para parecer femenino. En principio, los cuatro habían quedado en ponerse en forma antes del viaje, pero ni Phil ni Dom habían hecho nada al respecto.

De todos modos, Phil se había abandonado. Había sido el más presumido de los cuatro, pero había perdido ya toda noción de estilo. Llevaba los vaqueros demasiado altos sobre la cintura para los tiempos que corrían, y se le veían los calcetines tobilleros. Ya no le importaban esas cosas. Pero ¿por qué? Phil estaba forrado. Había hecho una fortuna como promotor inmobiliario en West London. Tenía un trabajo que ya quisieran muchos; de modo que ¿a qué venía esa cara larga? Su esposa, Michelle, era la respuesta. Luke estaba convencido. Michelle estaba chalada. Todos lo sabían.

Ella había exigido de Phil toda su atención desde el momento en que la conoció en el último año de universidad. Era una mujer de una belleza despampanante, pero difícil. Padecía trastornos alimentarios, perdía la cabeza cuando se encabronaba y los celos la volvían violenta. Luke la recordaba como una criatura conflictiva, de gran estatura y con unos pies y unas manos largos y huesudos. ¿En qué habría estado pensando Phil para seguir adelante con la relación y casarse con ella al acabar la carrera? Ahora tenían dos hijas y una enorme casa en Wimbledon, facturas del colegio privado, dos coches, un apartamento en Chipre, pagaban prácticamente una segunda hipoteca en impuestos al ayuntamiento y, según Hutch, se odiaban profundamente.

Luke nunca había estado en su casa. No lo habían invitado una sola vez en los diez años que llevaba viviendo en Londres. A Michelle no le gustaba él; no le gustaba lo que él representaba, o al menos eso pensaba Luke, que seguía soltero y viviendo como un estudiante. Ella lo consideraba un hombre sin objetivos concretos ni metas en la vida; un soñador; un perdedor. La mujer de Phil repudiaba todo eso; tal vez también temía que Luke fuera una fuente de tentaciones para su marido. Phil debía de haberse contagiado de una parte de ese desprecio, pues se había vuelto más intransigente con el estilo de vida de Luke y se mostraba más despectivo que los otros dos amigos con su historial laboral lleno de altibajos. Phil siempre se aseguraba de ningunearlo cuando salía a colación el tema del dinero. Llevaba demasiado tiempo escuchando a su mujer. La suya era de todos modos una postura hipócrita, pues nunca pagaba su ronda de bebidas ni contribuía para pagar el taxi cuando se reunían. Incluso les había gorroneado tres rondas desde que estaban en Suecia. Los otros dos no parecían darse cuenta; o, si lo hacían, no les importaba. Pero a Luke le escocía el tema. Con todo el dinero que tenía, Phil no solo era incapaz de invitar a una copa a sus colegas, sino que aprovechaba cualquier oportunidad para mofarse de la lamentable situación económica de Luke.

¿O quizá Phil se había enterado de que Luke se había acostado con Michelle un año antes de que el matrimonio se conociera? En realidad, Luke creía recordar que había sido él quien los había presentado. El hecho era que él había intimado con la chica que había acabado convirtiéndose en la esposa de Phil, y en su día había desechado la posibilidad de volver a verla la mañana siguiente al baile de Pascua. Ya hacía dieciséis años de eso, pero Luke todavía recordaba su respiración anhelante debajo de él, como de una gata, por no mencionar el modo en que Michelle había movido los ojos hasta dejarlos completamente en blanco cuando se había corrido. Por degradante que pudiera parecer, después de eyacular, Luke no solo se había esforzado por encontrar en ella algo que lo atrajera, sino que se había dado cuenta de que en realidad le repugnaba.

Solo Hutch parecía mantenerse en forma a pesar de ser el mayor de los cuatro. Practicaba escalada, submarinismo en pecios hundidos en el mar del Norte y bicicleta de montaña a todas horas. Ocupaba uno de los primeros puestos en la clasificación de la liga nacional de ciclismo de montaña y tenía su propia tienda de bicicletas en las afueras de Helmsley. Además, el año anterior había corrido la maratón de París.

Sin embargo, a pesar de haber encontrado un refugio para sus amigos, de haberles encendido un fuego y de haberles prometido que al día siguiente al mediodía ya los habría sacado de aquel lugar perdido de la mano de Dios, Luke notaba que Hutch estaba inquieto. Había seguido con las bromas y con el rollo de la camaradería desde que habían regresado del piso de arriba y se había preocupado porque Luke y el par de gordinflones se contagiaran de su buen talante y de su entusiasmo por la aventura y la lucha contra las adversidades. Pero si su intuición no le engañaba, Luke sabía que Hutch estaba preocupado. Si no asustado. Y eso lo inquietaba aún más que su propio recelo por la casa y el bosque.

Phil se revolvió en su saco de dormir.

—Estoy tan cansado que ya no puedo pensar con claridad, pero no creo que pegue ojo en este sitio. Ya me duele el culo.

—Phil, si quieres, arriba hay una cama —sugirió Hutch antes de dar un sorbo a su taza.

Los demás recibieron con un gruñido de complicidad la muestra de humor macabro.

—¿Pensáis que alguien nos creerá cuando contemos esto? —preguntó Dom con la mirada fija en el fuego.

—He hecho algunas fotos —respondió Hutch—. ¿Tienes un pitillo, Lukers?

—Del animal colgado del árbol no —repuso Dom, con el gesto tan serio que Luke se echó a reír mientras extendía el brazo con un cigarrillo sujeto entre dos dedos.

Phil se contagió de la risa y a punto estuvo de ahogarse entre carcajada y carcajada.

Hutch sonrió y aceptó el cigarrillo que le ofrecía Luke.

—Podemos volver por la mañana si quieres. —Y añadió, guiñando el ojo—: Estoy seguro de que tus hijos querrán ver imágenes tomadas desde todos los ángulos.

—Podrías enmarcar las fotos —agregó Phil. Su rostro se relajó al esbozar una sonrisa y sus ojos centellearon a la luz de las llamas rojas.

—¿Creéis que está relacionado con la casa? —preguntó Luke, bajando la mirada al suelo.

—Yo estoy intentando no relacionarlos —respondió Phil—. Sobre todo porque tenemos que pasar la noche en uno de los lugares que entran en consideración.

Mientras todos reían el comentario de Phil, Luke se sintió embargado por una sensación de cariño fraternal por sus amigos. Tal vez incluso de amor. Y se estremeció al recordar su juramento de no volver a ver a Phil y el arranque de ira contra Dom. La culpa había sido de las circunstancias, que los habían llevado a actuar de un modo totalmente emocional e irracional.

—¿Tú qué piensas, Luke? —inquirió Dom.

Luke levantó la mirada del suelo con los ojos entrecerrados para encarar lo que le parecía una pregunta desafiante y cargada de sarcasmo.

Dom esbozó una sonrisa.

—No bromeo. ¿Qué piensas realmente?

Luke se encogió de hombros y enarcó las cejas.

—No sé. Es decir, no se me ocurre una explicación razonable a cómo un animal al que le han arrancado las vísceras, porque eso es lo que pasó… —El trío de rostros que lo rodeaban adquirieron un semblante sombrío, de modo que Luke dotó a su voz de un tono que expresara mayor confidencialidad y desenfado—. No sé cómo ha acabado colgado de un árbol a tanta altura del suelo. Tampoco sé nada sobre la zona donde estamos ni sobre los bosques de Suecia más allá de lo que leí en Internet o en la guía de viaje. Hache es el experto aquí en la materia.

Hutch suspiró.

—Yo no utilizaría la palabra «experto».

—¡Yo tampoco, cabrón de Yorkshire! —espetó Dom, frotándole la cabeza de arriba abajo con las manos.

—Sin embargo —continuó Luke—, ¿no tenéis la sensación…?

—¿De qué? —preguntó Dom.

—De que todo esto huele mal.

Phil se echó a reír.

—¡No jodas, Sherlock!

—Imaginad que no estuvierais perdidos y que simplemente estuvierais paseando por el bosque durante una excursión de un día.

—Una idea bonita, pero un tanto cruel a estas alturas —repuso Dom.

—Os habríais quedado helados. Os habríais asustado, ¿no creéis? —Luke se percató de que Hutch estaba mirándolo fijamente, pero fue incapaz de descifrar la expresión de su rostro—. Este entorno… los árboles… la oscuridad… no tienen nada que ver con los bosques donde he estado, y son unos cuantos. He acampado con Hache en Gales, en Escocia y en Noruega. Y nunca había tenido esta sensación. Los bosques que vimos el primer día tampoco eran así. No estaban tan… podridos, ni eran tan oscuros.

Los demás lo miraban en silencio.

—Al parecer, todos estamos programados en un nivel primario, el del cerebro de los reptiles, para temer los bosques. Pero esto va más allá. Desde que entramos en este bosque he sentido que ese miedo no es injustificado. —Dio una larga calada final a su cigarrillo y lanzó la diminuta colilla por el hueco de la puerta de la estufa.

—Tocado y hundido —dijo Hutch.

—Tocado y hundido —masculló Dom.

—Tocado y hundido —bostezó Phil.

Luke se tumbó con la cabeza apoyada en las palmas de las manos entrelazadas e inmediatamente sintió el aire frío que corría fuera del círculo apretado que los cuatro formaban alrededor de la estufa.

—Y ahora esto —dijo mirando al techo—. El bosque volvió loca a la gente que vivía aquí. Porque no creo que nadie más venga por aquí.

—No es lo habitual —masculló Dom con los ojos cerrados—. Por eso no hay caminos, ¿no es así, cabrón de Yorkshire?

Hutch suspiró y se frotó el rostro mugriento antes de hablar.

—He de reconocer que nunca había visto nada igual. Cambió de repente, así, sin más. Al principio no teníamos que desviarnos por culpa de la espesura, pero luego fue como si nos engullera y no hubiera manera de volver por donde habíamos venido. —Bostezó—. Y os aseguro que no tengo ningunas ganas de seguir aquí.

—Es bueno saberlo. Gracias por compartirlo con nosotros.

Dom empujó a Hutch para echarlo de encima de sus piernas y se estiró como paso previo para ponerse a dormir.

—El maldito brezo —refunfuñó Luke con una sonrisa en los labios—. El condenado bosque.

Phil se puso en pie.

—Tengo que mear —anunció, y se alejó tambaleándose. La madera del suelo retumbó bajo sus pies mientras desaparecía en la habitación contigua, donde estaban almacenadas las herramientas oxidadas.

—No, por favor —dijo Luke, más horrorizado de lo que expresaba su voz.

—¡Phillers, eres una rata de cloaca! —gritó Hutch riendo entre dientes.

—¡A cagar, fuera! —añadió Dom.

—No voy a cagar… —respondió Phil, con la voz atenuada por la oscuridad— todavía.

Hutch y Dom rompieron a reír.

Luke meneó la cabeza e intentó dominar la sonrisa que empezaba a arquearle los labios.

—No puedo creer que seáis mis amigos. Además de quemar muebles y crucifijos, ahora meáis dentro de casa. Es un comportamiento totalmente inaceptable para unos hombres casados y con hijos.

Dom se incorporó y abrió la cremallera de su saco.

—Dime dónde has meado, que yo también tengo que hacerlo. Lo mejor será que todos meemos en el mismo sitio.

Luke permanecía despierto dentro de su saco, recostado con la cabeza apoyada sobre una mano con el codo flexionado, mientras Phil y Dom dormían; el primero había empezado a roncar en cuestión de minutos y el segundo respiraba con dificultad completamente inmóvil. Hutch, por su parte, yacía sepultado dentro de una especie de embudo de nailon rojo que iba estrechándose a medida que se acercaba a sus pies, pero miraba con los ojos completamente abiertos el fuego que había alimentado con toda la madera seca que había podido arrancar de las paredes antes de acostarse.

—¿Hache?

—¿Sí?

—Perdona que te lo pregunte, pero ¿cuál es el plan?

Hutch se volvió hacia él y sonrió.

—No tengo ni idea.

Luke rió en silencio.

—Este viaje merece una mención especial. Será un tema de conversación durante años. Este lugar lo supera todo.

—Totalmente de acuerdo —respondió Hutch—. Pero me pregunto si habría tenido el mismo aspecto terrorífico si hubiera brillado el sol y no hubiera llovido.

Luke asintió.

—Yo creo que sí.

Hutch sonrió en mitad de un bostezo.

—Yo también.

Luke amontonó las últimas prendas de ropa limpia y seca que llevaba en la mochila a modo de almohada debajo de la cabeza e intentó acercarse a la estufa arrastrándose sin molestar a Phil, pero acabó con el cuerpo encogido en posición fetal.

—Cuando estábamos arriba, se me pasó por la cabeza una idea extrañísima. —Luke sabía que su comentario no sería bien recibido por nadie que siguiera despierto, pero era incapaz de guardarse el pensamiento para sí—. Se me ocurrió que esa cosa que vimos arriba era una representación del ser que colgó el cadáver del árbol.

—Te he oído —dijo Phil con voz somnolienta.

Hutch rió por lo bajo.

—Ha sido algo realmente impresionante —aseveró Hutch, y, guiñando un ojo a Luke, añadió—: Pero todos sabemos que esa clase de cosas no existen. Es una lástima. Pero es increíble lo que llegan a imaginar los montañeros cuando se ven privados de oxígeno. Y los marineros cuando se pierden en el mar. Lo mismo ocurre con los soldados exhaustos. Nos vemos arrancados de nuestro entorno familiar y nuestra imaginación ancestral nos intenta jugar una mala pasada. La interminable oscuridad invernal: esa es la responsable de todo esto. —Levantó la mirada al techo—. Lo que es seguro es que aquí hubo alguien que perdió el juicio.

—Yo creo que me pasaría lo mismo. Este lugar ha acabado con mi vieja fantasía de vivir solo retirado en una cabaña en el bosque. Pero el cadáver del árbol…

Hutch bostezó con los ojos entrecerrados.

—Tuvo que ser un animal. Nosotros no somos expertos en fauna salvaje. Por lo que sabemos, se trataría de algo que harían los osos para reservar sus presas o algo por el estilo, como tú mismo sugeriste. De todos modos será mejor que durmamos. Ya tendremos tiempo para adornar la historia con todo lo que se nos ocurra mañana cuando lleguemos a la cabaña para turistas.

Luke asintió.

—Claro. Que sueñes con los angelitos.