Se erguía desde la penumbra y volvía a fundirse con la penumbra.
Al fondo del desván, la silueta estaba sentada erecta y completamente inmóvil entre las dos vertientes en pendiente del tejado. El espacio atiborrado que ocupaba la figura permanecía sumido en la oscuridad que envolvía la luz proyectada por las linternas, cuya intensidad parecía haberse debilitado allí arriba, hasta el punto de que en su tramo final los rayos de luz tenían un aspecto neblinoso, aunque alcanzaban a revelar el polvo y las telarañas plateadas que poblaban un viejo pellejo negro. En él brillaban las zonas cubiertas de pelo regadas por las gotas de lluvia que se precipitaban desde las vigas del techo.
Uno de los haces de luz cayó hasta la zona de donde emergía la figura, y su luz amarilla, brumosa y submarina, desveló un pequeño cajón de madera del tamaño de una cuna; probablemente un ataúd, de color negro por el paso del tiempo o porque se había pintado de ese color.
La otra linterna —la de Luke— alumbró los cuernos parduzcos, largos y gruesos que brotaban encima de dos oscuras cuencas oculares.
Dos delgadas patas traseras acabadas en sendas pezuñas sobresalían del cuerpo flexionadas por las rótulas. Las pezuñas parecían apoyarse sobre los bordes laterales del cajón como si la figura astada estuviera presta a saltar de su interior.
Sobre una hilera de largos dientes amarillos aparecía un labio negro, estirado en una mueca condenada a perdurar eternamente debajo de unos orificios nasales que conservaban un curioso aspecto húmedo. Unos diminutos pezones rosados le recorrían de arriba abajo el pecho peludo. Eso era lo más asqueroso de todo, peor aún que la boca de color marfil que Luke imaginaba que estaba a punto de abrirse y volver a cerrarse de golpe con un chasquido.
Las delgadas piernas delanteras —o brazos— permanecían alzados a la altura de los hombros y flexionados por los codos. Tenía las manos negras abiertas y con las palmas vueltas hacia el techo, como si estuviera dando instrucciones antes de levantarse, o como si hubiera estado sosteniendo unos objetos que habían desaparecido hacía mucho tiempo.
Luke se había quedado mudo. No tenía ni idea de cómo reaccionar ni de qué pensar, y se limitaba a existir frente a aquella figura, engullido por la terrible presencia que colmaba el espacio atestado del desván.
Hutch solo fue capaz de hablar cuando empezó distinguir los objetos pálidos que había en el suelo ayudado por su linterna:
—Huesos.
Luke bajó la mirada y vio los restos desperdigados alrededor del cajón de madera, como si hubieran sido abandonados después de haberse devorado la carne de sus diminutos huesos. Conejos, quizá; y aves grandes con las alas rotas y los cráneos como de papel; algunos todavía envueltos por una grisácea capa de piel apergaminada.
—Mira.
Hutch apuntaba con su linterna las marcas de arañazos en el techo de madera. Parecían símbolos y círculos grabados por un niño, como en las piedras rúnicas que habían visto en Gammelstad. Las inscripciones parecían hechas al azar, a diferentes alturas a lo largo de algunas vigas, en extensas líneas como en la escritura china.
—¿Qué…?
Luke no pudo acabar la frase. Cualquier pregunta parecía estúpida. ¿Cómo iba a saber ninguno de ellos lo que significaba aquello o el motivo por el que estaba allí?
Hutch se adelantó. Luke se estremecía con cada paso que daba su amigo, como si, moviéndose, Hutch estuviera a punto de provocar un suceso terrible y repentino. Los objetos crujían bajo sus pies. Hutch levantó la linterna y dirigió la luz hacia el torso y la cabeza de la figura sentada erguida dentro del cajón.
—Si se moviera, me daría un ataque al corazón.
—¿Crees que es una cabra?
—Eso parece.
—Dios mío…
—Justo lo contrario.
—No entiendo nada.
—¿Y quién sí? Debió de ser una especie de templo. Efigie y sacrificio. Debe de tratarse de la Cabra de Mendes.
—¿La qué?
—Esta cosa está disecada. Mira detrás.
Hutch se inclinó y Luke contuvo el aliento.
—Los ratones han intentado comérselo.
Luke meneó la cabeza.
—¿Qué hacemos?
—Esto es una locura —masculló Hutch para sí—. ¿Te haces idea de lo pirados que debían de estar los cabrones que han hecho esto?
Luke no estaba seguro de lo que quería decir Hutch.
—Las manitas son humanas. Momificadas. Están cosidas. —Hutch se volvió a Luke y sus ojos brillaron alcanzados por la luz de la linterna de este—. Estaban locos de remate. Abajo, las paredes llenas de cruces, y en el desván, una maldita cabra con las manos de un muerto cosidas. Menuda mezcla de metáforas. Qué pandilla de lunáticos… De suecos lunáticos. Debe de ser culpa de la oscuridad y de las noches interminables. Cualquiera acabaría loco.
—Bajemos —propuso Luke dando media vuelta.
—Phil tenía razón. Es una cama.
—Me tomas el pelo.
Hutch meneó la cabeza.
—Las vi en el museo de la vida tradicional sueca de Skansen la primera vez que visité el país. Y también las he visto en Noruega. Solían construir este tipo de cajas-cama de madera en las habitaciones y luego las llenaban de heno. Durante el día se tapan y se utilizan como banco para sentarse. La gente debía de ser enana en aquellos tiempos.
—¿Quién querría acostarse en algo así?
—Este tipo, por ejemplo. —Hutch esbozó una sonrisa de oreja a oreja y dirigió la luz de la linterna hacia la cara con el gesto de lascivia de la cabra.
—¡Por Dios, Hache! —espetó Dom al pie de la escalera.
Hutch sacudió la cabeza en dirección a la escalera.
—Vamos. Larguémonos de aquí.
Luke reprimió la tentación de bajar la escalera en dos saltos.
A su espalda, el flash de la cámara de Hutch alumbró su retirada.