Capítulo 5

—No podemos entrar porque sí —objetó Luke.

Phil chocó con el hombro de Luke al rebasarlo.

—Puedes quedarte con la tienda para ti solo, colega. Yo voy a pasar la noche dentro.

Phil, sin embargo, no se adentró más que un par de pasos en el claro. Contagiado de lo que fuera del instinto de los demás que los hacía vacilar, finalmente se detuvo con un suspiro.

Habían visto centenares de esas stugas durante el viaje en tren desde Mora hacia el norte en dirección a Gällivare, y luego en los alrededores de Jokkmokk. Fuera de las grandes ciudades y de las poblaciones del norte de Suecia había decenas de miles de aquellas sencillas casitas de madera: las viviendas originales de quienes poblaban las zonas rurales antes de la emigración a las ciudades durante el último siglo. Luke sabía que en la actualidad las familias suecas las utilizaban como casas de vacaciones para los largos meses de verano, durante los cuales renovaban sus vínculos con la tierra. Segundas residencias. Una tradición nacional: las fritidshus. Sin embargo, aquella casa era distinta.

A la fachada le faltaba el rojo vivo, el amarillo, el blanco o el color pastel que estaban acostumbrados a ver en esa clase de casitas de cuento de hadas. No había una cuidada valla blanca ni una alfombra de césped perfectamente cortado como un campo de golf. Aquella casa no tenía nada de cuca, de pintoresca ni de acogedora. En sus dos plantas no se apreciaba un ángulo recto ni una ventana limpia. Allí donde debía primar la simetría, la madera se combaba. Las tejas se habían desprendido y algunas habían desaparecido. Los costados abultados estaban ennegrecidos, como si se hubieran quemado y nunca se hubieran reparado. Cerca de la zona de los cimientos había tablones sueltos que sobresalían de la estructura. Los postigos permanecían cerrados como si llevaran así un invierno detrás de otro. Ni un centímetro de la casa parecía absorber ni reflejar la luz deslavazada que caía sobre el claro, y Luke supuso que el interior debía de ser igual de húmedo y de frío que el bosque cada vez más penumbroso en el que se habían perdido.

—¿Y ahora qué, Hutch? —Las facciones de la cara redonda de Dom estaban tensas de la rabia en los confines de su capucha, de un brillante color naranja, y sus ojos parpadeaban—. ¿Alguna otra idea brillante?

Hutch entornó los ojos, de un verde pálido y con las pestañas largas y negrísimas; eran casi excesivamente bellos para un hombre. Respiró hondo sin volverse a Dom y habló como si no hubiera oído a su amigo:

—Tiene una chimenea. Parece una casa bastante sólida. Podríamos encender un fuego. En un abrir y cerrar de ojos estaremos calientes como una tostada.

Hutch enfiló hacia el pequeño porche, construido alrededor de una puerta tan negra que su contorno no se distinguía del resto de la fachada principal de la casa.

—No sé, Hutch. Será mejor que no entremos —insistió Luke. No estaba bien; ni la casa ni entrar en ella por las buenas—. Sigamos nuestro camino. No anochecerá hasta las ocho. Todavía nos queda una hora de luz, y para entonces podríamos haber salido del bosque.

La tensión que rezumaban Dom y Phil fue acumulándose alrededor de Luke hasta que este se sintió paralizado entre sus garras. Phil giró repentinamente su mole acompañado por el frufrú de su Gore-Tex azul. Su rostro, de habitual pálido, estaba rojo como un tomate.

—¿Qué pasa contigo, Luke? ¿Quieres volver al bosque? ¡No seas un imbécil tocahuevos!

—Yo no puedo dar un paso más —espetó Dom. Una gota de su saliva impactó contra la mejilla de Luke—. Para ti sería perfecto porque no tienes la rodilla como una pelota de rugby. Eres peor que el gilipollas de Yorkshire que nos ha metido en esto.

Luke sintió que se mareaba y que le empezaba a hervir la sangre. Se verían obligados a pasar allí la noche porque Phil estaba tan gordo que se le destrozaban los pies en cuanto pisaba la calle. Ya tenía los pies molidos la primera mañana. Entonces había empezado a despotricar contra ellos. Incluso en Londres iba a todas partes en coche. Llevaba quince años viviendo allí y no había utilizado el metro una sola vez. ¿Cómo era posible? Dom tampoco se salvaba. Durante esos días de vacaciones parecía que tenía cincuenta años en vez de treinta y cuatro. Y cada vez que maldecía, a Luke le rechinaban los dientes. Dom era director de marketing en un gran banco y tenía la lengua de un hooligan. ¿Qué le había pasado? Dom había sido un fantástico lanzador de cricket que había estado a punto de entrar en un equipo profesional; un tipo que había viajado por Sudamérica y un amigo con el que podías pasarte toda la noche de fiesta, fumando canutos. Ahora era uno de esos hombres casados y con niños, con una cintura de ciento veinte centímetros, vestido de los pies a la cabeza con ropa informal comprada en tiendas baratas como Officers Club, que lo criticaba, se burlaba de él y le replicaba con desprecio cada vez que comentaba algo sobre una nueva chica con la que salía o sobre un bar salvaje en el que había estado en Londres.

Recordó lo parado que se había quedado al intentar seguir una conversación con Dom y con Phil el primer día del reencuentro, cuando se habían reunido en Londres la víspera de tomar el vuelo. Los dos se habían reído de su piso compartido en Finsbury Park antes de sumarse a Hutch en sus bromas habituales, como si los tres hubieran estado quedando todas las semanas durante los últimos quince años. Y quizá lo habían hecho. Luke se había sentido desplazado desde el primer momento. Se le hizo un nudo en la garganta.

—Jefe —dijo Hutch, que debía de haberse percatado de la expresión en el rostro de Luke, pues le guiñó un ojo con complicidad, como un adulto acudiendo al rescate de un crío con el que estuvieran metiéndose el resto de los niños del parque.

Luke se puso más furioso aún, pero su ira en seguida se volvió contra sí mismo y contra sus pensamientos ponzoñosos. Hutch sustituyó su ojo guiñado por una sonrisa afable.

—Creo que no quedan demasiadas opciones, colega. Tenemos que secarnos, y no lo conseguiremos dentro de la tienda. Llevan todo el día meándosenos encima.

—¡Toc, toc! ¡Vamos a entrar! —exclamó Phil, y se unió a Hutch frente a la puerta principal con más resolución de la que había mostrado durante todo el día caminando a trompicones y resollando por la maleza.

De repente, Luke no pudo evitar lanzar otra mirada fulminante a los hombros caídos y la capucha azul y puntiaguda de Phil. En ese momento era tanto el odio que sentía por esa imagen que tomó una decisión: cuando estuvieran de vuelta en Londres, ni siquiera acudiría a su reunión anual para tomar una copa.

—¡Puedes quedarte fuera con el lobo que se tiró a aquel alce! —dijo Dom, esbozando media sonrisa.

Luke evitó mirarlo a los ojos, pero no se mordió la lengua a la hora de responderle, en un tono firme, agresivo y sarcástico que apenas si lo impresionó cuando oyó salir su voz de su boca. Las palabras le daban igual, solo quería que los demás supieran cómo se sentía.

—O quizá deberíamos echaros a ti y a tu rodilla inválida como alimento, y mientras él anda ocupado descuartizándote, nosotros nos largamos a Skaite.

Dom, que seguía a Hutch y a Phil, se detuvo en seco, y la decepción y la sorpresa suavizaron su expresión por un momento antes de que la ira volviera a tensarla.

—Dijo con toda la petulancia de la inmadurez… ¡Quédate fuera si quieres y muere congelado, imbécil! Solo te echará de menos una fulana cualquiera. Por si acaso no te habías dado cuenta, esta mierda es real, y me gustaría llegar entero a casa. Allí hay gente que depende de mí.

Hutch se volvió rápidamente, apartando la mirada de la puerta de la casa, consciente de que la irritación que reinaba detrás había degenerado en provocación.

—Una tregua, caballeros, por favor. Si no os tranquilizáis, agarraré una rama de cedro y os azotaré el culo.

Phil se echó a reír con unas carcajadas estentóreas que sonaron grotescas tan cerca de la casa, pero no se molestó en volverse hacia los demás. Por el contrario, golpeó la puerta y la empujó con la intención de abrirla.

Luke estaba demasiado rabioso para moverse o respirar, y permanecía con la vista clavada al frente, sin mirar a los ojos a nadie. Dom siguió a Hutch en dirección a la casa, como si su discusión no hubiera significado nada para él, riendo incluso.

—No, si aun te gustaría golpear el trasero de un jovencito de buen ver en medio del bosque.

—Ya lo creo. Y no me limitaría al golpe de swing. También emplearía el revés.

—No hay cerradura. Pero está atrancada —informó Phil.

Hutch se descolgó la mochila.

—No por mucho tiempo. Apartaos.

Luke sacó el paquete de tabaco del bolsillo lateral de sus pantalones militares mojados. Le temblaban las manos. No era un buen momento para analizar la situación, pero no pudo evitarlo; no pudo evitar pensar en ellos cuatro, en lo que había motivado que el viaje resultara tan decepcionante. La culpa no era del tiempo, pues hubiera salido de excursión igual aunque hubiera sabido con certeza que llovería todos los días. Le había entusiasmado la idea de volver a salir todos juntos, y llevaba esperando el viaje con ilusión desde hacía seis meses, cuando se había planteado la idea por primera vez durante la boda de Hutch. Sin embargo, la excursión se había ido al traste porque apenas reconocía a sus amigos en aquel momento. Y eso le hacía preguntarse si alguna vez los había conocido de verdad. Quince años era mucho tiempo, pero había una parte de él que seguía aferrada a la idea de que todavía eran sus mejores amigos.

Y, sin embargo, en ese preciso momento y en ese lugar estaba completamente solo. Ya no tenían nada en común.