Capítulo 4

Cuatro kilómetros al este del animal colgado del árbol encontraron una casa.

Pero no llegaron a ella sin antes haber recorrido otros cuatro kilómetros deambulando entre hiedra, ortigas, ramas partidas, toneladas de hojas mojadas y las impenetrables marañas de espinas que formaban las ramas de los árboles más bajos. Como en cualquier otro lugar, allí las estaciones se confundían. El otoño se había retrasado tras el verano más lluvioso que se había registrado en Suecia, y el imponente bosque empezaba ahora a desprenderse de sus elementos marchitos y a arrojarlos con furia al suelo. Además, como los cuatro ya habían comentado, había una «oscuridad de mil demonios». Las densas copas de los árboles apenas si dejaban un resquicio para que la luz del sol tocara el escabroso suelo. Ante aquella espesura, a Hutch le daba cada vez más la impresión de que estaban adentrándose en un paraje que se comprimía a su alrededor; aunque iban en pos de la luz y de lugares donde pudieran ver un pedazo de cielo, en realidad estaban descendiendo, más desorientados a cada paso, hacia un entorno cada vez más penumbroso.

Durante la transición entre la tarde y la noche, cuando estaban demasiado cansados para hacer otra cosa que no fuera deambular haciendo eses y maldecir todo lo que les golpeaba y arañaba la cara, la espesura del bosque se había acentuado hasta tal punto que les resultaba imposible mantener la misma dirección más allá de unos pocos metros. De modo que habían retrocedido y vuelto a avanzar para sortear los mayores obstáculos, como los gigantescos troncos prehistóricos que se habían desplomado hacía un montón de años y habían sido invadidos por el resbaladizo liquen. Además, habían zigzagueado siguiendo todos los puntos de la brújula para eludir las interminables lanzas de las ramas, los cepos de pequeñas raíces y los arbustos espinosos que ahora abarrotaban los espacios que mediaban entre los árboles. Las ramas superiores incrementaban su suplicio, canalizando el agua de la ensordecedora lluvia que asolaba el mundo que se extendía encima de los árboles y acribillándoles sin tregua con unos goterones gélidos del tamaño de canicas.

Pero justo antes de las siete encontraron algo que estaban seguros de que no volverían a ver: un camino. Angosto, pero lo suficientemente ancho para poder recorrerlo en fila india sin tambalearse ni sufrir los tirones de una mochila o de un saco de dormir enganchados a una rama.

Para entonces Hutch ya sabía que a ninguno de ellos le importaba adónde conducía el camino, y lo habrían seguido hacia el norte solo por disfrutar del lujo de poder caminar derechos y en línea recta. Aunque el camino los llevara hacia el este, o los alejara aún más hacia el oeste, en vez de dirigirse al suroeste, consideraron que el bosque les había concedido el primer respiro. Hutch resolvió que más tarde podría determinar dónde estaban y decidir por dónde continuar hacia el este para compensar la ruta hacia el noroeste que el bosque los había obligado a seguir. Alguien había estado allí antes que ellos, y el camino daba a entender que llevaba a un lugar que valía la pena visitar. Un lugar distinto de aquel oscuro y asfixiante rincón perdido de la mano de Dios.

Y resultó que conducía hasta una casa.

Tenían las mochilas empapadas. Por sus chaquetas corrían regueros de lluvia que continuaban por la parte superior de sus pantalones; los vaqueros de Phil —aquellos que Hutch le había aconsejado en Kiruna que no se pusiera por si llovía— estaban calados y negros. La lluvia se deslizaba por los puños de sus camisas y les regaba las manos rasguñadas y enrojecidas, y era imposible saber si la culpa de que estuvieran calados hasta los huesos era de la lluvia que se había filtrado a través de los forros polares y de la ropa que llevaban debajo de sus chaquetas Gore-Tex, o del sudor que rezumaba su piel. Estaban sucios, chorreando y exhaustos, y nadie tenía el valor de preguntar a Hutch dónde podían montar las tiendas en el bosque, aunque eso era precisamente lo que habían estado pensando todos; Hutch lo sabía. La maleza crecía hasta la altura de la cintura a ambos lados del camino. Y mientras lo recorrían, el miedo que le encogía el estómago a Hutch empezó a tornarse en un pánico escalofriante que le recordó su infancia, y justo cuando comprendió que había cometido un terrible error de cálculo y que había puesto en peligro la vida de sus tres amigos, vieron la casa.

Se trataba de una construcción oscura y escondida al final de un claro lleno de hierbas que habían crecido descontroladamente, con el suelo cubierto por un manto de ortigas y de hierbajos mojados en el que se les hundían las piernas hasta las rodillas. Un muro impenetrable del bosque en cuyo interior se habían extraviado cercaba el claro.

—No hay nadie. Entremos —sugirió Phil resollando por culpa del asma.