«Washington es bonito —pensó Pat— visto desde cualquier lugar, y a cualquier hora». Por la noche, los focos del Capitolio y los monumentos producían una sensación de tranquila eternidad. Había estado fuera de la ciudad sólo treinta horas, pero le parecía que habían pasado varios días. El avión aterrizó con una ligera sacudida y avanzó suavemente por la pista.
Mientras abría la puerta oyó el teléfono y corrió para cogerlo. Era Luther Pelham y parecía nervioso.
—Estoy contento de haberte encontrado. No me dijiste dónde te hospedabas en Apple Junction. Cuando por fin te localicé ya te habías marchado.
—Lo siento, debí haberte telefoneado esta mañana.
—Abigail va a pronunciar un largo discurso antes de la votación final para el presupuesto de mañana. Me ha sugerido que pases el día entero en su oficina. Entra a las seis y media de la madrugada.
—Estaré allí.
—¿Qué tal te fue en su ciudad natal?
—Hallé cosas bastante interesantes. Podremos filmar algunas tomas sin que la senadora se enfade.
—Me gustaría que me lo explicaras con más detalle. Salgo ahora de cenar en el Jockey Club, y, dentro de diez minutos, estaré en tu casa.
Apenas tuvo tiempo de ponerse unos pantalones y un suéter cuando sonó el timbre. En cuanto Luther llegó, Pat le mostró los documentos de la senadora que estaban apilados en la biblioteca. De vuelta en la sala de estar, le ofreció una copa y, cuando volvía con los vasos, él estaba observando el candelabro que se hallaba sobre la chimenea.
—Un precioso ejemplar de acero de Sheffield —dijo él—. Todo lo que hay en esta habitación es precioso.
En Boston, Pat había tenido un estudio parecido a los de otros periodistas jóvenes. Nunca se le había ocurrido que la costosa decoración y el mobiliario de esta casa pudieran despertar comentarios. Intentó parecer despreocupada.
—Mi familia tiene intención de cambiarse pronto a un piso. Tenemos un desván lleno de muebles y enseres, y mi madre me dijo que si los quería, los tendría ahora o nunca.
Luther se acomodó en el sofá y cogió el vaso que ella le había ofrecido.
—Yo sólo sé que a tu edad estaba viviendo en el YMCA[3].
Dio un golpe al almohadón que estaba junto a él.
—Siéntate aquí y explícame todo sobre la ciudad.
«¡Oh, no! —pensó ella—. Espero que no trates de conquistarme esta noche, Luther Pelham».
Pasando por alto su invitación, se sentó en una silla, al otro lado de la mesa, frente al sofá y procedió a explicar a Luther los detalles de lo que había descubierto en Apple Junction. No eran nada edificantes.
—Puede que Abigail fuera la chica más bonita de por allí —concluyó ella—, pero desde luego no era la más popular. Ahora entiendo por qué no quiere que hurguemos en su vida allí. Jeremy Saunders hablará mal de ella hasta el día que se muera. Tiene razón en temer que, si se habla de su elección de Miss Estado de Nueva York, se avive la memoria de los habitantes de Apple Junction y recuerden cómo contribuyeron con sus dólares a costear su vestuario en Atlantic City, y luego ella los dejó plantados. ¡Vaya con Miss Apple Junction! Déjame enseñarte la foto.
Luther silbó al verla.
—Es difícil creer que ese ser tan espantoso pudiera ser la madre de Abigail. —Luego, se lo pensó mejor—. De acuerdo, ella tiene una razón de peso para querer olvidar Apple Junction y todos sus habitantes. Pensé que me habías dicho que podrías aprovechar algo que fuera de algún interés humano.
—Nos atendremos a los hechos básicos. Tomas de fondo de la ciudad, de la escuela, de la casa donde se crió; luego, una entrevista con la directora del colegio, Margaret Langley, que nos explicará cómo Abigail solía ir a Albany para asistir a las sesiones del tribunal. Acabaremos con la foto del álbum del colegio. No es mucho, pero es algo. Tenemos que convencer a la senadora de que no puede presentarse como un OVNI que aterrizó aquí a la edad de veintiún años. Ella consintió en cooperar en este documental: imagino que no le hemos concedido el control creativo del programa.
—Por supuesto que no, pero tiene algún poder de veto. No lo olvides. No estamos haciendo esto sólo sobre ella, lo estamos haciendo con ella, y nos es precisa su cooperación para que nos permita usar sus documentos personales.
Él se levantó.
—Ya que insistes en poner la mesa entre nosotros…
Dio la vuelta a la mesa, se acercó a Pat y puso sus manos sobre las de ella. Pat se levantó rápidamente, pero no lo bastante, y él la atrapó.
—Eres una chica preciosa.
Le levantó la barbilla. Sus labios se apretaron con fuerza sobre los de ella. Su lengua era insistente. Pat intentó librarse, pero la tenía cogida como una tenaza. Por fin consiguió hundir los codos en el pecho de él.
—¡Suéltame!
Él sonrió.
—¿Por qué no me enseñas el resto de la casa?
Sus intenciones estaban claras.
—Es muy tarde —dijo—; pero de camino hacia la salida puedes echar un vistazo a la biblioteca y al comedor, si quieres. De todas maneras preferiría que esperaras hasta que haya colgado algunos cuadros y colocado otras cosas.
—¿Dónde está tu dormitorio?
—Arriba.
—¿Puedo verlo?
—Me gustaría que pensaras en el segundo piso de esta casa como si se tratara del segundo piso del Barbizon para señoritas de tus años mozos en Nueva York: «Prohibidas las visitas masculinas».
—Preferiría que no te lo tomaras a broma.
—Yo, en cambio, preferiría que tratáramos esta conversación como una broma. Te lo digo de otra manera, no me duermo en el trabajo, y tampoco me acuesto con él. Ni esta noche. Ni mañana. Ni el año que viene.
—Ya veo.
Ella lo condujo al recibidor. En el vestíbulo le entregó su abrigo y, mientras se lo ponía, le lanzó una sonrisa amarga.
—A veces, la gente que padece tu mismo tipo de insomnio tiene problemas para saber cuáles son sus responsabilidades —dijo—. A menudo se dan cuenta de que son más felices en algún pueblo de mala muerte, que en la gran ciudad. ¿Tiene Apple Junction una emisora por cable? A lo mejor te gustaría comprobarlo.
*****
A las seis menos diez, Toby entró por la puerta trasera de la casa de Abigail, en el barrio de Fox Hallow, en Mclean, Virginia. La enorme cocina estaba llena de utensilios culinarios. La idea que tenía Abigail del descanso era pasar la tarde cocinando. Según su humor, solía preparar seis o siete clases diferentes de entremeses, de estofados, de pescado y carne. Otras noches, preparaba media docena de salsas, galletas y pasteles que se deshacían en la boca. Después, lo metía todo en el congelador. Pero, cuando daba una fiesta, nunca admitía que lo había preparado todo ella. Odiaba cualquier referencia a la palabra cocinera.
Abigail comía muy poco. Toby sabía que le torturaba la memoria de su madre, la pobre Francey, que era gorda como un barril, con las piernas como troncos que terminaban en unos tobillos y unos pies tan gruesos que era difícil encontrar zapatos a su medida.
Toby tenía un apartamento encima del garaje. Cada mañana, hacía café y preparaba zumo. Luego, cuando ya tenía a Abby instalada en su oficina, desayunaba, y si no lo necesitaba, se buscaba una partida de póquer.
Abigail entró en la cocina mientras se ponía en la solapa un broche dorado en forma de media luna. Llevaba un traje de color morado, que hacía resaltar el azul de sus ojos.
—Estás maravillosa —masculló Toby.
Su sonrisa fue rápida y fugaz. Siempre que Abby tenía que pronunciar un discurso en el Senado, se ponía nerviosa antes del acto, como una gata en celo a punto de saltar por cualquier cosa.
—No perdamos más tiempo con el café —dijo Abby rápidamente.
—Te sobra tiempo —le aseguró Toby—. Haré que llegues antes de las seis y media. No te preocupes, tómate el café; ya sabes cómo te pones si no lo tomas.
Después, dejó ambas tazas en el fregadero, sabiendo que Abby se enfadaría si se entretenía lavándolas.
El coche estaba en la entrada. Cuando Abby se fue a buscar su abrigo y su cartera, él salió apresuradamente y puso en marcha la calefacción.
A las seis y diez, ya estaban en la carretera trescientos noventa y cinco. A pesar de ser un día en el que tenía que pronunciar un discurso, Abby estaba más nerviosa que de costumbre. Se había acostado temprano la noche anterior. Él se preguntó si habría podido dormir.
La oyó suspirar y cerrar de golpe la cartera.
—Si aún no sé lo que voy a decir, ya es demasiado tarde —comentó ella—. Si este maldito presupuesto no se vota pronto, seguiremos reunidos hasta el día de Navidad. Pero no les dejaré recortar más las asignaciones de los subsidios.
Toby la observó por el retrovisor mientras ella se servía café de un termo. Por su actitud, sabía que necesitaba hablar.
—¿Has descansado bien esta noche, senadora?
De vez en cuando, aunque estuvieran solos, él la llamaba senadora. Lo hacía para recordarle que, a pesar de todo, sabía cuál era su sitio.
—No. Empecé a pensar en ese programa; fui tonta al dejarme convencer. Estoy segura de que nos saldrá el tiro por la culata; lo presiento.
Toby frunció el ceño. Había aprendido a respetar las premoniciones; y aún no le había dicho que Pat Traymore vivía en la casa de Dean Adams, pues esto la pondría muy nerviosa. Éste no era momento para decírselo, ya que tenía que conservar la calma, pero de todas maneras en alguna ocasión tendría que saberlo. No se podía evitar. También Toby empezaba a tener un presentimiento desagradable sobre el programa.
*****
Pat había puesto el despertador a las cinco. En su primer trabajo para la televisión, había descubierto que sólo estando calmada y teniendo control sobre sus nervios, podía enfocar toda su energía al proyecto que tenía entre manos. Aún podía recordar el sofoco que pasó cuando tuvo que ir corriendo a entrevistar al gobernador de Connecticut y se dio cuenta de que había olvidado sus preguntas tan cuidadosamente preparadas.
Después del motel Apple, daba gusto estar en su cama ancha y cómoda. Pero había dormido mal pensando en el encuentro con Luther Pelham la noche pasada. En el ambiente de la televisión, muchos hombres hacían el obligatorio intento de ligar y algunos se mostraban vengativos cuando les rechazaban.
Se vistió rápidamente escogiendo un vestido de lana negra de manga larga y un chaleco de ante. Parecía que haría otro de aquellos crudos días neutros que habían caracterizado este frío mes de diciembre.
Faltaban algunas persianas, y los cristales del lado norte de la casa vibraban mientras el viento aullaba contra ellos.
Llegó al rellano de la escalera.
El aullido se intensificó. Pero ahora era un niño que chillaba. Bajó corriendo las escaleras, tenía tanto miedo que empezó a llorar.
Un vértigo momentáneo la hizo agarrarse a la barandilla. «De nuevo —pensó con rabia—, está volviendo».
De camino a la oficina de la senadora, se sintió trastornada, fuera de sí. No podía liberarse del miedo abrumador que le traían aquellos vagos recuerdos. ¿Por qué había de experimentar miedo ahora? ¿Cuánto había visto de lo acontecido aquella noche?
Al llegar, Philip Buckley la estaba esperando en la oficina. En la penumbra del amanecer, su actitud hacia ella parecía aún más educadamente hostil que antes. «¿De qué tener miedo? —se preguntó Pat—. Cualquiera pensaría que soy una espía británica en un campamento colonial». Así se lo dijo.
Su leve y fría sonrisa carecía de humor.
—Si pensáramos que es usted una espía británica, no habría podido acercarse a este campamento —comentó él—. La senadora bajará en cualquier momento. A lo mejor quiere echar un vistazo a su programa para hoy, esto le dará una idea de lo apretado de su horario.
Él la miró por encima del hombro mientras ella leía las repletas hojas.
—Tendremos que posponer al menos tres citas. Pensamos que si usted se sienta en el despacho de la senadora y observa, podrá decidir las actividades que pudieran ser de interés para el programa especial. Evidentemente, si la senadora tiene que hablar de asuntos confidenciales, usted tendrá que retirarse. He hecho instalar una mesa para usted en su despacho. De esta manera pasará inadvertida.
—Usted piensa en todo —dijo Pat—. ¡Venga!, ¿qué me dice de una gran sonrisa? Tendrá que hacerla para la cámara cuando empecemos a filmar.
—Estoy ahorrando mi sonrisa para el momento en que vea la versión final del programa —le contestó, pero parecía más relajado.
Abigail llegó al cabo de pocos minutos.
—¡Qué alegría que estés aquí! —le dijo a Pat—. Cuando no pudimos encontrarte en casa temí que te hubieras ausentado de la ciudad.
—Recibí su mensaje ayer por la noche.
—¡Oh! Luther no estaba seguro de que estuvieras disponible.
«Así pues, ésa era la razón de aquella breve conversación», pensó Pat. La senadora quería saber dónde había estado. No iba a decírselo. «Seré su sombra hasta que el programa esté acabado —dijo ella—. Probablemente se hartará de tenerme alrededor».
Abigail no parecía convencida.
—Tenía que ponerme rápidamente en contacto contigo. Luther me dijo que tenías algunas preguntas que querías repasar conmigo. Tal como está mi horario, no sé cuándo tendré un momento libre. Y ahora vayamos a trabajar.
Pat la siguió a su despacho privado e intentó hacerse notar lo menos posible. Al cabo de unos instantes, la senadora estaba discutiendo con Philip porque había llegado tarde un informe. Le exigió con aspereza que le explicara por qué.
—Tenía que haberme llegado la semana pasada.
—Las cifras no estaban aún calculadas.
—¿Por qué?
—Porque no hubo tiempo.
—Si no hay tiempo durante el día, hay tiempo durante la noche —dijo Abigail—. Y si hay alguien de mi personal que trabaja con la mirada puesta en el reloj, quiero saberlo.
A las siete en punto, empezaron las citas. El respeto de Pat hacia Abigail crecía con cada persona que entraba en la oficina. Expertos de la industria del petróleo, protectores del medio ambiente, subsidios para los veteranos. Reuniones para decidir la estrategia de presentación de un nuevo proyecto de la ley de viviendas. Un representante del IRS[4] para hacer constar objeciones específicas para una propuesta de exención de impuestos a los contribuyentes de renta media. Una delegación de ciudadanos de la tercera edad que protestaba por las reducciones en la Seguridad Social.
Cuando el Senado se reunió, Pat acompañó a Abigail y a Philip a la Cámara. Pat no tenía credencial para sentarse en el sector reservado a la prensa, detrás del estrado, así que eligió asiento en la galería de visitantes. Observó cómo los senadores iban entrando en el guardarropa y se saludaban entre ellos sonriendo relajados. Los había de todas las tallas: altos, bajos, delgados como cadáveres, gordinflones…, algunos melenudos, otros cuidadosamente peinados, varios calvos… Cuatro o cinco tenían el aspecto académico de profesores de instituto.
Había otras dos mujeres senadoras: Claire Lawrence, por Ohio, y Philis Holzer, por New Hampshire, que habían sido elegidas como independientes, contra todo pronóstico.
Pat estaba especialmente interesada en observar a Claire Lawrence. La senadora más reciente por Ohio llevaba un traje de punto de tres piezas, de color granate, que cubría muy bien su figura de la talla catorce. El corte de su pelo canoso habría tenido un aspecto severo a no ser por la onda natural que enmarcaba y suavizaba su angulosa cara. Pat notó la genuina simpatía con que sus colegas la saludaban, y los estallidos de risa que seguían a sus saludos murmurados. Las citas de Claire Lawrence eran famosas; tenía una manera muy graciosa de quitar hierro a los temas delicados sin comprometer la esencia del asunto que se debatía.
En su bloc de notas Pat escribió «humor», y subrayó la palabra. A Abigail se la consideraba seria. Algunos toques de humor cuidadosamente localizados deberían ser incluidos en el programa.
Un largo e insistente campanilleo llamó al orden. El senador más antiguo, por Arkansas, presidía la sesión sustituyendo al vicepresidente enfermo. Después de tratar algunos asuntos de menor importancia, el presidente en funciones concedió la palabra a la senadora más reciente, por Virginia.
Abigail se levantó y, con un aplomo total, se puso despacio unas gafas de montura azul. Llevaba el cabello peinado hacia atrás, recogido en un sencillo moño que realzaba las elegantes líneas de su perfil y de su cuello.
—Dos de las frases más conocidas de la Biblia son: «El Señor nos lo da y el Señor nos lo quita. Bendito sea el nombre del Señor». En los dos últimos años nuestro Gobierno, en una actitud rígida y desconsiderada ha dado y ha seguido dando, y luego ha tomado y ha seguido tomando. Pero hay pocos que bendigan su nombre.
»Estoy segura de que cualquier ciudadano responsable estaría de acuerdo en que ha sido necesario un cambio radical en los programas de subsidio. Pero ahora es el momento de examinar lo que hemos hecho. Mantengo que la cirugía fue demasiado radical, los cortes desconsiderablemente drásticos. Mantengo que es el momento de reinstaurar muchos problemas necesarios. Subsidio, por definición, significa «tener derecho a». Seguramente nadie de esta augusta Cámara discutirá que todo ser humano de nuestro país tiene derecho a pedir refugio y comida…
Abigail era un excelente portavoz. Su discurso había sido cuidadosamente preparado y documentado, salpicado con suficientes anécdotas prácticas como para mantener la atención, incluso la de estos profesionales.
Habló durante una hora y diez minutos. El aplauso fue sostenido y espontáneo. Cuando todo el Senado se levantó, Pat vio que el líder de la mayoría se apresuraba a felicitarla.
Pat esperó con Philip hasta que la senadora se deshizo por fin de sus colegas y de los visitantes que pululaban a su alrededor. Juntos volvieron a la oficina.
—Estuvo bien, ¿no? —preguntó Abigail, pero no había ningún rasgo interrogativo en el tono de su voz.
—Excelente, senadora —dijo Philip enseguida.
—¿Pat? —Abigail la miró.
—Ha sido una verdadera lástima que no lo hayamos podido grabar —dijo ella sinceramente—. Me hubiera gustado incluir algunas partes del discurso en el programa.
Comieron en el despacho de la senadora. Abigail pidió sólo un huevo duro y un café, y mientras comían interrumpieron a Abigail cuatro veces con llamadas telefónicas urgentes. Una era de una colaboradora voluntaria en las campañas.
—Por supuesto, Maggie —dijo Abigail—. No, no me interrumpes. Siempre estoy a tu disposición, ya lo sabes. ¿Qué puedo hacer por ti?
Pat observó cómo la cara de Abigail se volvía seria y fruncía el ceño.
—¿Quieres decir que el hospital te ordenó que fueras a recoger a tu madre cuando la pobre mujer ni siquiera puede levantar la cabeza de la almohada? ¡Ah!, ya veo. ¿Hay alguna residencia en la que hayas pensado? ¡Ah!, seis meses de espera. ¿Y qué se supone que vas a hacer en esos seis meses? Maggie, ya te llamaré.
Colgó con fuerza el auricular.
—Estas cosas me ponen fuera de mí. Maggie está intentando criar tres hijos ella sola. Tiene pluriempleo los sábados y ahora le dicen que se lleve a su madre a su casa. Una mujer senil que está postrada en la cama. Philip, localiza a Arnold Pritchard. Y no me importa si está asistiendo a un largo almuerzo en alguna parte. Localízale ahora mismo.
La llamada que Abigail estaba esperando llegó quince minutos más tarde.
—Arnold, encantada de hablar contigo… Estoy contenta de que te encuentres bien… No, yo no estoy bien. De hecho, estoy molesta.
Al cabo de cinco minutos, Abigail terminó la conversación diciendo:
—Sí, estoy de acuerdo. Los Sauces parece el sitio perfecto. Está cerca y Maggie podrá visitarla sin tener que pasar todo el domingo en la carretera. Ya sé que puedo contar contigo para asegurarme de que la viejecita se encuentre como en casa… Sí, manda una ambulancia a recogerla al hospital esta tarde. Maggie se sentirá aliviada.
Abigail hizo un guiño a Pat mientras colgaba el teléfono.
—Éste es el aspecto del trabajo que más me gusta —dijo—. No debería perder el tiempo llamando a Maggie yo misma, pero lo haré… —Marcó rápidamente—. Hola, Maggie, estamos de suerte.
Pat decidió que Maggie sería una invitada del programa.
Abigail tenía una entrevista con un comité del medio ambiente entre las dos y las cuatro. En la entrevista, Abigail mantuvo un duelo verbal con uno de los testigos. El testigo dijo refiriéndose a su informe:
—Senadora, sus cifras están completamente equivocadas. Creo que usted se basa en cifras anticuadas, no en las actuales.
Claire Lawrence también formaba parte del comité.
—Tal vez yo pueda ayudar —sugirió—. Estoy segura de que tengo las últimas cifras y el panorama cambia sustancialmente.
Pat observó la rígida postura de los hombros de Abigail, la manera en que abría y cerraba los puños mientras Claire Lawrence leía parte de su informe.
Una joven, de aspecto intelectual, que estaba sentada detrás de Abigail, parecía ser la ayudante que había redactado el informe equivocado. Varias veces, Abigail se había vuelto para mirar durante los comentarios de la senadora Lawrence. La chica estaba claramente angustiada y avergonzada. Se ruborizaba y se mordía los labios con fuerza para que no le temblaran.
Abigail irrumpió en el instante en que la senadora Lawrence acabó de hablar.
—Señor presidente, me gustaría dar las gracias a la senadora Lawrence por su ayuda, y quisiera también pedir disculpas a este comité por el hecho de que las cifras que me proporcionaron eran incorrectas y nos hicieron desperdiciar el precioso tiempo de todos. Prometo que no volverá a pasar.
Se volvió hacia su ayudante. Pat pudo leer, claramente, en los labios de Abigail «estás despedida». La chica se levantó de su silla y salió de la sala de audiencia con lágrimas en los ojos.
Interiormente, Pat se lamentó, pues la audiencia estaba siendo televisada y cualquiera que hubiera visto el diálogo sentiría simpatía por la joven ayudante.
Cuando hubo acabado la audiencia, Abigail volvió rápidamente a su oficina. Era evidente que todo el mundo allí sabía lo que había pasado. Las secretarias y ayudantes del despacho exterior no levantaron la cabeza cuando pasó como una fiera. La infortunada chica que había cometido el error estaba mirando fijamente por la ventana, intentando inútilmente secarse los ojos.
—¡Entra, Philip! —dijo Abigail en tono enfadado—. ¡Tú también, Pat! Así tendrás una imagen verdadera de lo que pasa en este lugar.
Se sentó a su mesa. Salvo por la palidez de sus rasgos y los labios tensos, mantenía totalmente el control.
—Philip, ¿qué ha pasado? —preguntó en tono modulado.
Incluso Philip había perdido su calma habitual. Tragó saliva nerviosamente mientras empezaba a explicar:
—Senadora, las otras chicas acaban de hablar conmigo. El marido de Eileen la dejó plantada hace un par de semanas. Por lo que me han dicho, está en un momento terrible. Hace tres años que está con nosotros y, como sabe, es uno de nuestros mejores ayudantes. ¿Podría considerar la idea y concederle una excedencia hasta que se reponga? Este trabajo le encanta.
—¡Ah!, ¿sí? ¿Le gusta tanto que ha sido capaz de dejarme en ridículo en una audiencia televisada? Para mí, está acabada. Quiero que esté fuera de aquí dentro de quince minutos. Y da gracias porque no te despida a ti también. Cuando el informe llegó tarde, te tocaba a ti averiguar la razón verdadera del problema. Con toda la gente brillante que hay, y que además está deseosa de puestos de trabajo incluido el mío, ¿crees que tengo intención de fracasar tan sólo porque estoy rodeada de incompetentes?
—No, senadora —murmuró Philip.
—No hay segundas oportunidades en este despacho. ¿No he avisado ya a mi personal de ello?
—Sí, senadora.
—Entonces sal de aquí y haz lo que te digo.
—Sí, senadora.
«¡Caramba! —pensó Pat—, no me extraña que Philip fuera tan reservado conmigo». Entonces se dio cuenta de que la senadora estaba mirándola.
—Bien Pat, ¿supongo que piensas que soy un ogro? —No esperó una respuesta—. Mi gente sabe que si tiene un problema personal y no pueden con el trabajo, es su responsabilidad comunicarlo y pedir una excedencia. Esa política es precisamente para evitar este tipo de cosas. Cuando un miembro del personal comete un error, se refleja en mi imagen. He trabajado duro durante muchos años, y no voy a dejarme comprometer por la estupidez de otra persona. Y ahora, por Dios santo, me voy corriendo; me esperan en la escalera de la entrada, para hacerme una foto con una tropa de Brownies[5].