A las dos menos cuarto, Margaret Langley tuvo el gesto poco habitual de hacer café pues conocía perfectamente el dolor ardiente de la gastritis que éste le produciría.
Como siempre que estaba enfadada, entró en su despacho buscando alivio en las hojas verdes y aterciopeladas de las plantas que colgaban al lado de la ventana de estilo inglés. Estaba a mitad de la lectura de los sonetos de Shakespeare, bebiendo lentamente su café de media mañana, cuando Patricia Traymore la telefoneó preguntándole si podía hacerle una visita.
Margaret agitó su cabeza nerviosamente. Era una mujer ligeramente encorvada, de setenta y tres años. Su cabello gris y ondulado formaba un pequeño moño en la nuca. Su cara alargada y de aspecto equino se salvaba de caer en la fealdad gracias a una alegre expresión de desenfado. Llevaba prendida en la blusa la insignia que la escuela le regaló el día de su retiro: una corona de laurel de oro entrelazada alrededor del número cuarenta y cinco para recordar así los años que había servido como profesora y directora.
A las dos y diez, cuando empezaba ya a abrigar la esperanza de que Patricia Traymore hubiera cambiado de idea, vio un pequeño coche que avanzaba lentamente por la carretera. El conductor se paró un momento frente al buzón, probablemente para comprobar el número de la casa. Cansadamente, Margaret se dirigió a la puerta delantera.
Pat se disculpó por su tardanza.
—Me equivoqué y giré por donde no debía —dijo mientras aceptaba, agradecida, una taza de café que Margaret le ofrecía.
Margaret sintió que su ansiedad decrecía. Había algo muy considerado y educado en esta joven, por ejemplo, la manera con que limpiaba sus botas tan cuidadosamente en el felpudo antes de pisar el pulido suelo de la casa. Era muy bonita, con su pelo castaño y aquellos profundos ojos marrones. Margaret había temido que fuera terriblemente agresiva. Cuando hablara de Eleanor, tal vez Patricia Traymore la escucharía. Así se lo dijo mientras servía el café.
—Mire —empezó Margaret, y a sus propios oídos su voz le sonó aguda y nerviosa—, el problema es que cuando el dinero desapareció en Washington, todo el mundo empezó a hablar de Eleanor como si fuera una ladrona consumada. Señorita Traymore, ¿sabe usted en cuánto estaba valorado el objeto que se supone que ella robó mientras estaba en el último curso del instituto?
—No —respondió Pat.
—Seis dólares. Arruinó su vida por un frasco de perfume de seis dólares. Señorita Traymore, ¿nunca ha salido de unos almacenes y se ha dado cuenta de pronto de que llevaba algo en las manos que deseaba comprar?
—Algunas veces me ha ocurrido —corroboró Pat—. Pero nadie es condenado por hurto por olvidarse de pagar un objeto de seis dólares.
—Sí, si ha habido una oleada de hurtos en la ciudad. Los tenderos se habían levantado en armas y el fiscal del distrito juró dar castigo ejemplar a la primera persona que pillaran robando.
—¿Y fue Eleanor?
—Sí.
Finas gotas de sudor acentuaban las arrugas de la frente de Margaret. Alarmada, Pat se dio cuenta de que su piel se tornaba de un gris enfermizo.
—Señorita Langley, ¿no se encuentra bien? ¿Quiere que le traiga un vaso de agua?
La mujer hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, gracias, ya se me pasará. Es sólo un momento.
Permanecieron sentadas en silencio mientras el color empezaba a volver a la cara de la señorita Langley.
—Ya estoy mejor. Supongo que hablar de Eleanor me pone nerviosa. Mire, señorita Traymore, el juez quiso dar un ejemplo con la historia de Eleanor; la mandó a un reformatorio durante treinta días. Después de eso, llego cambiada, diferente. Hay personas que no pueden soportar esa clase de humillación. Nadie creía su versión excepto yo. Conozco a la gente joven; ella no era nada atrevida, sino del tipo que nunca mascaba chicle en clase, ni hablaba cuando el profesor no estaba en el aula, ni llevaba chuletas a los exámenes. No era sólo buena, era tímida.
Pat estaba segura de que Margaret Langley le estaba escondiendo algo. Se inclinó hacia delante y dijo con voz amable:
—Señorita Langley, en esta historia hay algo más que usted quiere contarme.
Los labios de la mujer temblaron.
—Eleanor no tenía el suficiente dinero para pagar el perfume. Explicó que iba a pedir que se lo envolvieran y se lo guardaran; aquella noche estaba invitada a una fiesta de cumpleaños; el juez no la creyó.
«Yo tampoco», pensó Pat. Estaba triste por no poder aceptar la versión en la que Margaret Langley creía tan ciegamente. Observó que la ex directora se ponía la mano en el cuello como para calmar su pulso acelerado.
—Aquella chica tan encantadora venía aquí muchas tardes —continuó Margaret Langley tristemente—. Ella sabía que yo era la única persona que creía en ella. Cuando se graduó en nuestra escuela escribí a Abigail y le pedí que le diera un trabajo en su oficina.
—¿No es cierto que la senadora le dio aquella vez una oportunidad, que confió en ella, y que más tarde Eleanor robó fondos de la campaña?
El rostro de Margaret parecía muy cansado. El tono de voz se volvió monótono.
—Yo estaba en mi año sabático cuando todo eso sucedió. Me hallaba viajando por Europa. Cuando llegué a casa, todo había terminado. Eleanor había sido declarada culpable y enviada a prisión, y como consecuencia había sufrido una crisis nerviosa. Estaba en el ala psiquiátrica de la enfermería de la cárcel. Yo le escribía regularmente pero ella nunca contestó. Entonces, por lo que he sabido, salió en libertad provisional por motivos de salud, pero bajo palabra de que acudiría a una clínica dos veces por semana. Un día desapareció; de eso hace ya nueve años.
—¿Nunca ha vuelto a saber de ella?
—Yo… No…, uh… —Margaret se levantó—. ¿No le gustaría un poco más de café? Hay mucho en la cafetera. Voy a tomar un poco. No debería hacerlo, pero hoy lo haré.
Intentando sonreír, Margaret fue a la cocina. Pat desconectó la grabadora. «Ha tenido noticias de Eleanor y no sabe mentir», pensó. Cuando la señorita Langley volvió, le preguntó suavemente:
—¿Qué sabe de Eleanor ahora?
Margaret Langley depositó la cafetera en la mesa y caminó hasta la ventana. ¿Perjudicaría a Eleanor si confiaba en Pat Traymore? ¿Sería dar una pista para que pudiesen dar con ella?
Un gorrión solitario aleteó delante de la ventana y se posó en una rama helada de un olmo cercano al camino.
Margaret se decidió. Confiaría en Patricia Traymore, le mostraría las cartas y le diría lo que pensaba. Se volvió, y tropezó con la mirada de Pat; vio preocupación en sus ojos.
—Quiero enseñarle algo —dijo saliendo de la estancia.
Cuando Margaret Langley volvió a la habitación sostenía, en cada mano, dos hojas de papel dobladas.
—He tenido noticias de Eleanor dos veces —dijo—. Esta carta fue escrita el mismo día del supuesto robo. Léala, señorita Traymore, y dígame lo que piensa.
El papel de color crema estaba arrugado, como si hubiera sido manoseado muchas veces. Pat echó un vistazo a la fecha, la carta tenía once años. La leyó rápidamente por encima. Eleanor esperaba que la señorita Langley disfrutase de su viaje por Europa; la habían ascendido y le encantaba su trabajo. Iba a clases de pintura a la Universidad George Washington y le iba muy bien. Acababa de regresar de pasar la tarde en Baltimore. Le habían encargado hacer el esbozo de una marina y se había decidido por Chesapeake Bay.
La señorita Langley había subrayado un párrafo que decía:
Por poco no llego. Tuve que hacer un recado para la senadora Jennings. Se había dejado su anillo de brillantes en su despacho de la oficina de la campaña y pensó que se lo habrían guardado en la caja fuerte. Pero no estaba allí. Conseguí coger el autobús por los pelos.
«¿Era esto una prueba?», pensó Pat. Elevó la mirada y sus ojos se encontraron con la mirada esperanzada de Margaret Langley.
—¿No se da cuenta? —dijo Margaret—. Eleanor me escribió aquella misma noche del supuesto robo. ¿Para qué iba a inventar aquella historia?
Pat no pudo encontrar ninguna forma de suavizar lo que dijo.
—Podía haber estado preparándose una coartada.
—Si uno está intentando conseguir una coartada, no escribe a alguien que puede tardar meses en recibir la carta —dijo vivamente. Entonces suspiró—. Bueno, al menos lo he intentado. Espero que tenga la bondad de no sacar a relucir todo ese desgraciado asunto otra vez. Parece ser que Eleanor está intentando rehacer su vida y merece que la dejen en paz.
Pat miró la otra carta que Margaret sostenía.
—¿Le escribió después de su desaparición?
—Sí. Esta llegó hace seis años.
Pat tomó la carta. La letra era mala, el papel barato. La nota decía:
Querida señorita Langley. Por favor, comprenda que es mejor que yo no mantenga ningún tipo de contacto con nadie que pertenezca a mi pasado, pues si me encuentran, me mandarán de nuevo a la cárcel. Le juro que nunca toqué aquel dinero. He estado muy enferma, pero estoy intentando reconstruir mi vida. Paso algunos días buenos. Casi tengo esperanzas de recuperarme. Otras veces estoy tan aterrorizada, tengo tanto miedo de que alguien pueda reconocerme… Pienso a menudo en usted. La quiero y la echo de menos.
La firma de Eleanor era vacilante; las letras, poco firmes. Ofrecía un claro contraste con la firma y la graciosa letra de la carta anterior.
Pat necesitó de todos sus poderes persuasivos para convencer a Margaret Langley de que la dejara llevarse sus cartas.
—Planeamos incluir este caso en el programa —dijo—. Si alguien reconoce a Eleanor y la descubre, tal vez podamos lograr que le restituyan la libertad condicional. De esta forma, no tendría que esconderse el resto de su vida.
—Me encantaría verla de nuevo —susurró Margaret. Las lágrimas brillaban en sus ojos—. Ella es lo más parecido que he tenido a una hija propia. Espere, le enseñaré una foto suya.
En el estante inferior del mueble librería había algunos álbumes.
—Tengo uno por cada año que estuve en la escuela —explicó—. Pero el de Eleanor lo pongo encima. —Hojeó las páginas—. Se graduó hace diecisiete años. ¿No tiene un aspecto encantador?
La chica de la foto tenía el pelo castaño claro, ojos suaves e inocentes. La nota decía:
Eleanor Brown. Aficiones: pintar. Ambición: ser secretaria. Actividades: canto coral. Deportes: patinaje. Previsión de futuro: mano derecha de un ejecutivo, casarse joven, dos niños. Objeto favorito: perfume Tarde en París.
—Dios mío —dijo Pat—. ¡Pobre chica! ¡Qué pena!
—Exacto. Ésa es la razón por la que quise que dejara la ciudad.
Pat sacudió la cabeza, y miró los otros álbumes.
—Un momento —dijo—. ¿Tiene por casualidad el libro en el que está la senadora Jennings?
—Por supuesto. Veamos…, debería hallarse por aquí.
Margaret buscó entre los álbumes y sacó uno. Una foto correspondía a Abigail. Llevaba el pelo a media melena y le caía sobre los hombros. Sus labios estaban entreabiertos, como si hubiera seguido obediente las indicaciones del fotógrafo. Los ojos, muy abiertos y de largas pestañas, eran tranquilos y enigmáticos. En el pie de la foto rezaba:
Abigail Foster, Abby. Afición: asistir a las vistas judiciales. Ambición: la política. Actividades: debates públicos. Previsión de futuro: ser diputada por Apple Junction. Objeto favorito: cualquier libro de la biblioteca.
—Diputada —exclamó Pat—. ¡Eso es maravilloso!
Media hora más tarde se marchó, llevando debajo del brazo el álbum donde aparecía la senadora. Mientras entraba en el coche, decidió que enviaría un equipo de rodaje para hacer algunas tomas de la ciudad, la casa de los Saunders, el instituto y el autobús dirigiéndose por la calle principal hacia Albany. Como fondo de estas tomas, situaría a la senadora resumiendo brevemente su vida allí y su temprano interés por la política. Cerrarían este primer espacio con la foto de la senadora como Miss Estado de Nueva York, después el retrato del álbum y su explicación de que ingresar en Radcliffe, en lugar de ir a Atlantic City, fue la decisión más importante de su vida.
Con la sensación extraña y opresiva de que en esta historia había algo que se le escapaba, Pat dio vueltas por la ciudad durante una hora para situar las tomas que haría el equipo de filmación. Después, pagó la cuenta en el motel Apple y se marchó a Albany, devolvió el coche de alquiler y, aliviada, tomó el avión de vuelta a Washington.