En el aeropuerto de Albany, Pat recogió el coche que había alquilado y, junto con el encargado de la casa Hertz, examinó detenidamente el mapa de carreteras logrando encontrar, entre los dos, el mejor camino para ir a Apple Junction, que se encontraba a unos 45 kilómetros.
—Es mejor que salga enseguida, señorita —le advirtió el funcionario—, pues es casi seguro que esta noche nevará.
—¿Puede indicarme algún buen hotel?
—Si quiere estar en el centro de la ciudad, vaya al motel Apple. Pero desde luego no es nada comparado con lo que encontraría en Big Apple[2]. No hace falta que haga la reserva con antelación.
Pat recogió su bolso y las llaves del coche. El panorama no era demasiado alentador; haciendo un esfuerzo le dio las gracias al empleado y se dirigió al coche.
Empezaban a caer los primeros copos cuando llegó a la calle donde había un tétrico edificio iluminado por una luz de neón, intermitente, que rezaba Motel Apple. Tal como había predicho el encargado de la Hertz, había un cartel donde se podía leer: «Habitaciones libres».
El encargado, encajonado en una minúscula y desordenada oficina, tendría unos setenta años. Sus gafas de montura metálica colgaban de su estrecha nariz. Unas profundas arrugas le cruzaban las mejillas y mechas de pelo blanco y gris brotaban de su cráneo. Sus ojos legañosos y medio cerrados brillaron de sorpresa cuando vio entrar a Pat.
—¿Tiene usted una habitación individual para una o dos noches? —preguntó.
La sonrisa del hombre reveló una vieja dentadura postiza manchada por el tabaco.
—Todo el tiempo que usted quiera, señorita; puede usted ocupar una individual, una doble o incluso la suite presidencial si quiere —dijo coronando estas palabras con una risa que parecía un rebuzno.
Pat sonrió educadamente y cogió el formulario de inscripción. Deliberadamente, omitió rellenar el espacio en que ponía «Lugar de trabajo». Quería tener la mayor libertad posible para poder investigar a sus anchas sin que se descubriera la razón de su presencia.
El hombre estudió el formulario decepcionado en su curiosidad.
—La pondré en el primer módulo —dijo—, así estará cerca de la recepción en caso de que nieve mucho. Tenemos una especie de comedor bar —e hizo un gesto señalando tres pequeñas mesas apoyadas contra la pared del fondo—. Hay siempre zumos de frutas, café y tostadas para que nuestros clientes no desaparezcan por la mañana —la miró astutamente—, por cierto, ¿qué la trae por aquí?
—Negocios —dijo, y añadió rápidamente—, aún no he cenado. Dejaré la bolsa de viaje en mi habitación y tal vez usted me pueda decir dónde hay un restaurante.
Echó una mirada a su reloj.
—Es mejor que se apresure; el Lamplighter cierra a las nueve y son ya casi las ocho. Salga a la calle, gire a la izquierda y siga recto durante dos bloques de casas, después gire de nuevo a la izquierda y desembocará en la calle Mayor. No tiene pérdida. Tome su llave —consultó el formulario—. Señorita Traymore. Yo soy Trevis Blodgett, el dueño. —Orgullo y disculpa se mezclaban en su voz y una respiración sibilante delataba un enfisema pulmonar.
A no ser por un cine débilmente iluminado, el Lamplighter sería el único establecimiento abierto en los dos bloques que formaban la zona comercial de Apple Junction. Un cartelito escrito a mano y lleno de manchas de grasa estaba colgado en la puerta y anunciaba el menú especial del día; sauerbraten y col lombarda por tres dólares con noventa y cinco centavos. Al entrar, pisó un gastado suelo de linóleo. La mayor parte de los manteles a cuadros, que cubrían una docena de mesas, estaban tapados con servilletas sin planchar. «Probablemente —pensó Pat—, para esconder las manchas causadas por los comensales anteriores». Una pareja, ya entrada en años, estaba comiendo una carne de aspecto oscuro en unos platos llenos a rebosar; tuvo que admitir que el olor era tentador y de pronto se dio cuenta de que tenía mucha hambre.
La camarera era una mujer de unos cincuenta y cinco años. Debajo de un delantal bastante limpio llevaba un grueso jersey naranja y unos pantalones deformados que revelaban, despiadadamente, los pliegues de su carne. Tenía una sonrisa pronta y agradable.
—¿Está usted sola?
—Sí.
La camarera miró dubitativamente a su alrededor y después guió a Pat hasta una mesa que estaba cerca de la ventana.
—Así podrá mirar fuera y disfrutar de la vista.
Pat notó que sus labios hacían una mueca, ¡menuda vista!, ¡un coche de alquiler en un callejón! Entonces se avergonzó de sí misma; ésa era, exactamente, la reacción que ella hubiese esperado de Luther Pelham.
—¿Quiere tomar algo para beber? Tenemos cerveza y vino. Me parece que es mejor que le tome la nota; se está haciendo tarde.
Pidió vino y el menú.
—¡Oh! No se preocupe por el menú —le urgió la camarera—. Pruebe el sauerbraten; está realmente bueno.
Pat miró al otro lado de la habitación. Evidentemente era lo que la pareja estaba comiendo.
—Sí, pero póngame sólo media ración.
La camarera sonrió enseñando unos dientes blancos y grandes.
—¡Ah! Desde luego —dijo bajando el tono de voz—. A aquellos dos siempre les lleno el plato hasta arriba; no pueden permitirse más de una comida por semana, por lo tanto me gusta servirles un plato abundante.
El vino, servido en una jarra, era de Nueva York pero resultaba agradable. Pocos minutos después, la camarera salió de la cocina llevando una bandeja con un guiso humeante y un cestillo de galletas hechas en casa.
La comida era deliciosa. La carne había sido puesta a macerar en vino y hierbas; la salsa era espesa y sabrosa; el repollo, picante; la mantequilla se deshacía en las, todavía calientes, galletas.
«Dios mío, si cada noche como así, me pondré como una mesa camilla», pensó. Pero sintió que empezaba a recobrar ánimos.
Cuando hubo terminado, la camarera se llevó el plato y volvió con la cafetera.
—La he estado observando —dijo la mujer—. ¿No la conozco de algo? ¿No la habré visto en televisión?
Pat asintió. «¡Y yo que quería investigar aquí por mi cuenta…!», pensó.
—Claro —continuó la camarera—, usted es Patricia Traymore. La vi por televisión cuando fui a Boston a visitar a mi prima. ¡Sé por qué está aquí! Está haciendo un programa sobre Abby Foster…, quiero decir la senadora Jennings.
—¿La conoció? —preguntó Pat rápidamente.
—¡Conocerla! Desde luego que sí. ¿Puedo sentarme a tomar un café con usted? —era una pregunta inútil, pues sin esperar respuesta cogió una taza vacía de la mesa de al lado y se hundió pesadamente en la silla de enfrente de Pat—. Mi marido hace la cocina, ya se ocupará él de cerrar. Hemos estado muy tranquilos esta noche pero, aun así, me duelen los pies. Tanto tiempo sin sentarme…
Pat pronunció unas palabras de comprensión.
—Abigail Jennings, ¡uf! Ab-bi-gail Jennings —musitó la camarera—. ¿Van a hacer que salga gente de Apple Junction en el programa?
—No estoy segura —dijo Pat honestamente—. ¿Conoció bien a la senadora?
—Bien no es exactamente la palabra. Íbamos a la misma clase en la escuela, pero Abby era siempre tan callada… Nunca podía uno imaginarse lo que estaba pensando. Las chicas, normalmente, se lo cuentan todo unas a otras, tienen íntimas amigas y forman grupitos. No sucedía así con Abby; no puedo recordar que ella tuviera ni siquiera una sola amiga íntima.
—¿Qué pensaban de ella las otras chicas?
—Bueno, ya sabe cómo son las cosas. Cuando alguien es tan atractiva como era Abby, despierta los celos de las demás niñas. Toda la gente empezó a pensar que ella se creía superior al resto de nosotros, y eso tampoco ayudó mucho a su popularidad.
Pat la observó con atención.
—¿Usted pensaba lo mismo, señora…?
—Stubbins. Ethel Stubbins. Supongo que, en cierta manera, sí, pero la entendía un poco. Abby sólo quería hacerse mayor y salir de aquí. El club de debates era la única actividad de la escuela en la que participaba. Ni siquiera vestía como el resto de las alumnas. Cuando todo el mundo iba con jerseys anchos y zapatillas de tenis, ella llevaba una blusa almidonada y tacones. Su madre era cocinera en casa de los Saunders, y creo que eso preocupaba mucho a Abby.
—Yo creía que su madre era el ama de llaves —dijo Pat.
—La cocinera —repitió Ethel enfáticamente—. Ella y Abby tenían una pequeña vivienda al lado de la cocina. Mi madre solía ir a casa de los Saunders cada semana a limpiar, por eso lo sé.
Una sutil diferencia; decir que su madre había sido ama de llaves en vez de cocinera. ¿Qué importancia tenía esto? ¿Era tan normal y humano que la senadora Jennings elevará a su madre a la categoría de ama de llaves? Dudó unos segundos, pues con su trabajo, a veces, el tomar notas o usar una grabadora tenía el efecto inmediato de retraer al interlocutor y enfriar la charla. Decidió correr el riesgo.
—¿Le importa si grabo lo que usted dice? —preguntó.
—No, en absoluto. ¿Debo hablar más alto?
—No, así está bien. —Pat sacó su grabadora y la dejó sobre la mesa—. Hable de Abigail tal como la recuerda. ¿Dice que le preocupaba que su madre fuese la cocinera? —Tenía una imagen mental de cómo reaccionaría Luther a esa pregunta, la consideraría como una intromisión innecesaria.
Ethel apoyó sus pesados codos en la mesa.
—¡Ya lo creo! Mamá solía decirme lo descarada que era Abby. Si veía que alguien pasaba por la calle, caminaba por el sendero hasta las escaleras de la puerta principal como si fuese la dueña de la casa y, cuando nadie la miraba, echaba a correr hacia la parte posterior. Su madre la reñía pero no servía de nada.
—Ethel, son las nueve en punto.
Pat levantó los ojos. Un hombre bajo, de pelo castaño claro enmarcando una cara redonda y alegre, estaba de pie al lado de la mesa desatándose un delantal blanco. Sus ojos se posaron en la grabadora.
Ethel le explicó lo que estaba sucediendo y le presentó a Pat.
—Es mi marido, Ernie.
Ernie estaba claramente dispuesto a colaborar en la entrevista.
—Ethel, cuéntale cómo la señora Saunders pilló a Abby entrando por la puerta principal y la puso en su sitio. Acuérdate de cuando la hizo volver hasta la acera, caminar por el sendero lateral y dar la vuelta hasta la puerta de servicio.
—¡Oh, sí! —dijo Ethel—, fue horrible, ¿no? Mamá dijo que sentía pena por Abby pero, cuando vio la expresión de su cara…, se le heló la sangre en las venas.
Pat intentó imaginarse a la joven Abigail obligada a caminar hasta la puerta de servicio para demostrar que sabía cuál era su sitio. De nuevo tuvo la sensación de estar inmiscuyéndose en la vida privada de la senadora. No haría más hincapié en aquel tema. Rechazando el ofrecimiento de Ernie de tomar más vino, sugirió:
—Abby, quiero decir la senadora, debió de haber sido una estudiante muy brillante para conseguir una beca de Radcliffe. ¿Era la primera de la clase?
—¡Oh!, era muy buena en inglés, en historia y en idiomas —dijo Ethel—, pero era negada en matemáticas y ciencias. Las aprobaba, sólo, por los pelos.
—Se parece a mí —sonrió Pat—. Hablemos del concurso de belleza.
Ethel rió espontáneamente.
—Hubo cuatro finalistas para Miss Apple Junction. Servidora era una de ellas; lo crea o no, pesaba cincuenta y cinco kilos y era realmente bonita.
Pat esperó la frase inevitable; Ernie no la decepcionó.
—Sigues siendo muy bonita, cariño.
—Abby ganó de calle —continuó Ethel—. Entonces se presentó al concurso para Miss Estado de Nueva York. Nos dejó a todos de una pieza cuando lo ganó. Ya se sabe cómo es eso; desde luego reconocíamos que era bonita, pero estábamos acostumbrados a verla. ¡Nunca había ocurrido un acontecimiento así en esta ciudad! —Ethel se rió—. Es decir, que Abby nos proporcionó tema de conversación para todo el verano. El gran acontecimiento social de por aquí es el baile del club de campo en agosto. Todos los muchachos ricos de los alrededores asistieron; ninguno de nosotros por supuesto. Pero, aquel año, Abby Foster fue. Por lo que he oído decir, parecía un ángel con su vestido blanco con volantes de puntillas de Chantilly. Adivine usted quién la llevó. ¡Jeremy Saunders!, recién llegado a casa después de graduarse en Yale; y casi estaba prometido a Evelyn Clinton. Abby y él estuvieron cogidos de la mano toda la noche y se besaban mientras bailaban.
»Al día siguiente, la ciudad era un hervidero de comentarios. Mamá dijo que la señora Saunders debía de estar escupiendo sapos y culebras; ¡su único hijo irse a enamorar de la hija de la cocinera! Y entonces —Ethel se encogió de hombros—, todo se acabó. Abby renunció a su título de Miss Estado de Nueva York y se marchó a la universidad. Dijo que sabía que nunca llegaría a ser Miss América, que no sabía cantar ni bailar ni quería ser actriz; además, no pensaba exhibirse en Atlantic City para volver sin el premio. Mucha gente había contribuido a pagar el vestuario que tenía que llevar al concurso de Miss América y se lo tomaron bastante mal.
—¿Recuerdas que Toby llegó a las manos con un par de muchachos que dijeron que Abby había dejado a la gente en la estacada? —preguntó Ernie a Ethel.
—¿Toby Gorgone? —inquirió Pat rápidamente.
—¡El mismo! —dijo Ernie—. Estaba loco por Abby; ya sabes cómo hablan los chicos en los vestuarios. Si alguno hacía un comentario picante sobre Abby delante de Toby, pronto se arrepentía de sus palabras.
—Ahora trabaja para ella —dijo Pat.
—¿En serio? —Ernie sacudió la cabeza—. Salúdele de mi parte si sigue perdiendo dinero en las carreras de caballos.
*****
Eran las once en punto de la noche cuando volvió al motel Apple. El módulo uno estaba helado. Deshizo la maleta rápidamente —no había armario, sólo un colgador en la puerta—, se desvistió, tomó una ducha, se cepilló el pelo y se metió en la cama con su bloc de notas. Le dolía la pierna. Un dolor agudo que empezaba en la cadera y le bajaba hasta la pantorrilla.
Repasó las notas que había tomado aquella noche. Según Ethel, la señora Foster había dejado la casa de los Saunders inmediatamente después del baile del club de campo, y se había ido a trabajar como cocinera al hospital del condado. Nadie supo nunca si había dimitido o la habían echado, pero el nuevo trabajo fue muy duro para ella. Era una mujer enorme. «Si cree que yo estoy gorda —había dicho Ethel—, debería haber visto a Francey Foster». La mujer murió hacía ya mucho tiempo y nadie había visto a Abigail desde entonces. En realidad, pocos la volvieron a ver después de irse a la universidad.
Ethel se mostró muy elocuente en el tema de Jeremy Saunders.
Abigail hizo bien no casándose con él. Nunca llegó a nada. Fue una suerte para él tener dinero heredado de su familia, de otra manera se habría muerto de hambre. Dicen que su padre lo convirtió todo en fideicomiso, incluso hizo a Evelyn administradora de sus bienes. Jeremy fue una decepción para él; tuvo siempre el porte de un diplomático o de un lord y sólo es una bolsa llena de aire.
También había insinuado que Jeremy bebía, pero dijo que sería mejor que ella le llamase.
—Probablemente le encantará recibirla, ya que Evelyn pasa la mayor parte de su tiempo con su hija casada, que vive en Westchester.
Apagó la luz. Por la mañana intentaría visitar a la directora del colegio, que había pedido una vez a Abigail que diera trabajo a Eleanor Brown, y además, trataría de concertar una entrevista con Jeremy Saunders.
Estuvo nevando toda la noche, y la nieve alcanzó unos treinta centímetros, aunque la máquina quitanieves ya había pasado cuando fue a tomar café con el propietario del motel Apple.
Conducir por Apple Junction era una experiencia deprimente. La ciudad estaba especialmente descuidada y era poco atractiva. La mitad de las tiendas estaban cerradas y destartaladas. Una simple hilera de luces de Navidad colgaba de lado a lado de la calle Mayor. En las calles laterales, las casas estaban pegadas unas a otras, y tenían la pintura saltada. La mayoría de los coches aparcados eran viejos; parecía no haber ningún tipo de edificio nuevo, residencial o de negocios. Había poca gente por la calle; una sensación de vacío impregnaba la atmósfera. ¿Se marchaban la mayoría de los jóvenes tan pronto como crecían?, se preguntó. ¿Quién podía culparles?
Vio un cartel que decía: «El Semanario de Apple Junction»; sintiendo un impulso repentino aparcó y entró. Había dos personas trabajando, una joven al teléfono que parecía estar recibiendo la demanda de un anuncio y un hombre de unos sesenta años que aporreaba una máquina de escribir, y que resultó ser Edwin Shepherd, editor y propietario del periódico, el cual expresó estar encantado de poder hablar con ella.
Shepherd podía añadir muy poco a lo que Pat ya sabía sobre Abigail; de todas maneras, fue gustoso a los archivos en busca de artículos que se refirieran a los dos concursos de belleza, el local y el del estado, que Abigail ganó en su día.
En sus anteriores investigaciones, ya había encontrado la fotografía de Abigail vestida de Miss Nueva York, corona incluida. Pero la foto de cuerpo entero de Abigail con la banda «Miss Apple Junction» era una novedad. Se veía a Abigail, de pie, sobre una tarima, en medio de las otras dos finalistas, en el recinto de la Feria del Condado. La corona que llevaba en la cabeza era de papel maché. Las otras chicas sonreían contentas y trémulas —vio que la chica del final era la joven Ethel Stubbins—, pero la sonrisa de Abigail era fría, casi cínica. Estaba completamente fuera de lugar.
—Hay una foto en la que está con su madre —dijo Shepherd girando la página.
Pat se quedó sin respiración. ¿Era posible que Abigail Jennings, la de facciones delicadas y fina figura, fuera fruto de esa mujer cuadrada y obesa? Al pie de la foto ponía: «La madre, orgullosa, felicita a su hija, la reina de belleza de Apple Junction».
—¿Quiere llevarse estos recortes? —preguntó Edwin Shepherd—. Tengo más copias; sólo le pido que se acuerde de nombrarnos si los utiliza en su programa.
«Sería algo descortés rechazar la oferta —pensó— aunque no me imagino utilizando esa fotografía en el programa»; y dando las gracias al editor, se marchó rápidamente.
Seiscientos metros más abajo de la calle Mayor, el paisaje cambiaba totalmente. Las calles eran más anchas; las casas eran grandes y majestuosas y los jardines bien cuidados y espaciosos.
La casa de los Saunders estaba pintada de amarillo pálido y tenía las persianas negras. Se hallaba situada en una esquina, y un largo camino serpenteante llevaba hasta la escalinata de la entrada principal. Los pilares del porche le recordaron la arquitectura típica de Mount Vernon. Una hilera de árboles bordeaba ambos lados del sendero. Un pequeño cartel indicaba a la servidumbre y a los recaderos la entrada de servicio en la parte de atrás.
Aparcó el coche. Al subir las escaleras y ver la pintura de cerca, pudo comprobar que empezaba a saltar y que los ventanales de aluminio se estaban oxidando en algunos rincones. Pulsó el timbre y le llegó el eco del sonido en el interior. Una mujer delgada, de pelo algo canoso, vestida con un traje negro y un delantal blanco le abrió la puerta.
—El señor Saunders la está esperando en la biblioteca, señorita.
Jeremy Saunders estaba confortablemente sentado en una mecedora de alto respaldo junto a la chimenea. Llevaba una chaqueta de terciopelo granate. Tenía las piernas cruzadas y unos finos calcetines de seda azul sobresalían por debajo de sus pantalones azul marino. Su rostro era de rasgos excepcionalmente finos; tenía un atractivo y ondulado cabello blanco. Únicamente la gruesa cintura y los ojos hinchados delataban la predisposición a la bebida.
Se levantó y se apoyó en el brazo de la silla.
—¡Señorita Traymore! —Su tono de voz era tan armonioso y educado que podía muy bien ser fruto de clases de dicción—. No me dijo por teléfono que usted era la conocida Patricia Traymore.
—Eso puede interpretarse de muchas maneras —contestó Pat, sonriendo.
—No sea modesta. Es usted la joven que está haciendo un programa sobre Abigail —dijo acompañándola hasta una silla frente a la suya—. ¿Le apetece un Bloody Mary?
—Sí, gracias. —La coctelera ya estaba medio vacía.
La criada se llevó su abrigo.
—Gracias Anna, eso es todo por ahora. Quizá, dentro de un rato, la señorita Traymore quiera almorzar conmigo. —El tono de Jeremy Saunders se volvió aún más fatuo cuando habló a su criada, quien salió de la habitación en silencio—. Anna, ¿quieres cerrar la puerta, por favor? Gracias.
Saunders esperó hasta oír el ruido que hizo la manecilla de la puerta al cerrarse; cuando lo escuchó, suspiró y dijo:
—Es imposible encontrar buen servicio hoy en día. Ya no es como cuando Francey Foster mandaba en la cocina y Abby servía la mesa. —La idea parecía gustarle.
Pat no replicó. Los comentarios del hombre tenían una nota de crueldad. Ella se sentó, aceptó la bebida y esperó. Él, alzando una ceja, le espetó:
—¿No lleva usted una grabadora?
—Sí, pero si no quiere no la utilizo.
—Al contrario, prefiero que cada palabra que diga sea inmortalizada. Tal vez algún día existirá aquí una Biblioteca Abby Foster, perdone, de la senadora Abigail Jennings. La gente podrá apretar un botón y oírme hablar de su peculiar forma de ser cuando alcanzó la mayoría de edad.
Pat abrió su bolso, sacó en silencio la grabadora y su bloc de notas, cuando, de repente, se dio cuenta de que no sería posible utilizar nada de lo que iba a escuchar.
—Usted ha seguido de cerca la carrera y la evolución de la senadora —sugirió ella.
—¡Sin perderme detalle! Siento la más profunda admiración por Abby. Cuando ella tenía diecisiete años y se ofreció para ayudar a su madre en los quehaceres de la casa, ya se había ganado mi mayor respeto. Es astuta.
—¿Qué tiene de astuto ayudar a su madre? —preguntó ella con calma.
—Nada, si es que realmente quería ayudar a su madre. Pero si se ofrece en el momento en que el joven vástago de la familia Saunders acaba de regresar a casa, después de terminar sus estudios en Yale, la cosa cambia, ¿no?
—¿Qué quiere decir usted? —Pat sonrió sin querer.
Jeremy Saunders tenía algo gratamente sardónico y despectivo cuando se refería a sí mismo.
—Lo ha adivinado. De vez en cuando veo fotos suyas. Pero uno no se puede fiar de las fotos, ¿verdad? Abby siempre fue muy fotogénica. ¿Cómo es al natural?
—Preciosa —dijo Pat.
Saunders parecía decepcionado. «Le habría encantado escuchar que la senadora necesitaba una operación de cirugía estética», pensó Pat. Por alguna razón, le era muy difícil creer que la joven Abigail se hubiese sentido alguna vez impresionada por Jeremy.
—¿Y qué es de Toby Gorgone? —preguntó Saunders—, ¿sigue en ese papel que se auto-adjudicó como guardaespaldas y esclavo de Abby?
—Toby trabaja para la senadora —replicó Pat—. Obviamente, siente adoración por ella, eso está claro, pero ella parece confiar mucho en él.
«Guardaespaldas y esclavo», pensó. Era una buena manera de describir el papel de Toby con relación a Abigail.
—Supongo que se siguen sacando las castañas del fuego.
—¿Qué quiere decir con eso?
Jeremy alzó su mano.
—Nada. Me imagino que él ya le habrá contado cómo salvó a Abby de las fauces del perro guardián de nuestro excéntrico vecino.
—Así es.
—¿Y le dijo también que Abby fue su coartada la noche que se fue a divertir con un coche robado?
—No, no lo ha hecho, pero dar una vuelta en un coche robado no parece ser un delito muy grave.
—Sí lo es cuando el coche de policía que está persiguiendo al vehículo que ha sido tomado prestado, atropella a una joven madre y a sus dos niños. Alguien que se le parecía había sido visto merodeando cerca del coche, pero Abigail juró que había estado dando clase de inglés a Toby, aquí en esta misma casa. Era la palabra de Abigail contra la de un testigo dubitativo. No se levantó ningún cargo contra él y el ladrón nunca fue atrapado. Mucha gente consideraba como muy probable la implicación de Toby Gorgone en este asunto. Siempre le encantaron los coches y la mecánica, y aquél era un deportivo último modelo. No sería de extrañar que quisiera dar una vuelta en él.
—¿Está sugiriendo que la senadora mintió para sacarle del apuro?
—Yo no sugiero nada. De todas maneras, la gente de por aquí tiene mucha memoria, y la fervorosa declaración de Abigail bajo juramento, por supuesto, no es fácil de olvidar. Pero a Toby no le habría podido suceder nada muy grave, aunque hubiera sido quien conducía el coche. Era menor de edad, pues aún no había cumplido los dieciséis años; pero Abigail ya tenía dieciocho y, si hubiera jurado en falso, podría haber sido acusada de perjurio y juzgada. ¡Oh!, bueno, Toby pudo muy bien haber pasado aquella tarde repasando los participios. Por cierto, ¿ha mejorado su gramática?
—A mí me pareció correcta.
—Seguro que no ha hablado mucho rato con él. Ahora, deme toda clase de detalles de Abigail. Su infinita fascinación sobre los hombres. ¿Con quién está liada ahora?
—No está liada con nadie —dijo Pat—. Por lo que me ha dicho, su marido fue el gran amor de su vida.
—Tal vez —Jeremy Saunders apuró su bebida—, sobre todo cuando se tiene en cuenta que carece de pasado. Un padre borracho que murió alcohólico cuando ella tenía seis años, una madre satisfecha entre los cacharros de cocina…
Pat desvió el tema para tratar de conseguir algo que pudiera utilizar en el programa.
—Hábleme de esta casa —sugirió—. Al fin y al cabo, Abigail creció y vivió aquí. ¿La construyó su familia?
Jeremy Saunders estaba manifiestamente orgulloso tanto de la casa como de su familia y, durante la hora siguiente, haciendo sólo algunas pausas para llenar su vaso y mezclar nuevas bebidas en la coctelera, trazó la historia de los Saunders desde sus comienzos; no desde el Mayflower, pues aunque Saunders tenía que haber tomado parte en ese histórico viaje, enfermó y no llegó hasta los dos años después en otro barco.
—Así pues, debo afirmar con tristeza que soy el último en llevar el nombre de los Saunders. —Sonriendo, añadió—: Es usted una oyente muy atenta, querida; espero no haberme extendido demasiado en mi relato.
Pat le devolvió la sonrisa.
—No, de ninguna forma. La familia de mi madre desciende de los primeros colonos y estoy muy orgullosa de ello.
—Tiene que hablarme de su familia —dijo Jeremy galantemente—. Espero que se quede a almorzar.
—Me encantaría, gracias.
—Prefiero comer en una bandeja aquí mismo; es más acogedor que el comedor. ¿Le parece bien?
«Y además de acogedor, mucho más cerca del bar», pensó Pat. Esperaba poder llevar la conversación otra vez hacia Abigail.
Su oportunidad llegó cuando simulaba que bebía el vino que Jeremy insistió en tomar con una mediocre ensalada de pollo.
—Ayuda a bajar la comida, querida —le dijo—. Cuando mi esposa no está, Anna no se esmera demasiado. No es como la madre de Abby. Francey Foster ponía el alma en todo lo que preparaba. Los pasteles, el pan, los souffles… ¿Abby cocina?
—No lo sé —contestó Pat, y su voz se tornó confidencial—. Señor Saunders, tengo la sospecha de que sigue molesto con la senadora Jennings. ¿O quizá me equivoco? Tenía la impresión de que en otro tiempo ustedes se apreciaban mucho.
—¿Yo molesto con ella? ¿Yo molesto? —Su voz era pastosa y pronunciaba mal las palabras—. Dígame, ¿no se enfadaría con alguien que se burlara de usted y encima le hiciera quedar como un tonto?
Estaba sucediendo. Había llegado ese momento en que tantos de sus entrevistados bajaban la guardia y empezaban a contarlo todo.
Pat observó atentamente a Jeremy Saunders. Aquel hombre sobrealimentado y borracho, impecablemente vestido con su ridículo y protocolario atuendo, empezó a hundirse en desagradables recuerdos. Había dolor e ira en sus ojos desengañados; su boca era demasiado suave, la barbilla débil e hinchada.
—Mi querida Patricia Traymore, tiene usted el honor de estar hablando con el antiguo prometido de —aquí hizo una exagerada reverencia— la senadora de Estados Unidos por Virginia.
Pat intentó, sin éxito, ocultar su sorpresa.
—¿Estuvo usted comprometido con Abigail?
—Por muy poco tiempo, por supuesto; sólo el suficiente para que ella pudiera alcanzar sus objetivos. Fue aquel verano que ella estuvo aquí. Acababa de ganar el concurso de belleza del estado y era lo bastante lista como para darse cuenta de que no llegaría demasiado lejos en Atlantic City. Había intentado obtener una beca para Radcliffe, pero sus matemáticas y sus ciencias no estaban a la altura. Por supuesto Abigail no tenía la menor intención de asistir a la universidad local. Esto era un terrible dilema para ella, y aún me pregunto si Toby no tuvo algo que ver en la solución de este asunto.
»Yo acababa de graduarme en Yale e iba a entrar en el negocio paterno, un futuro que no me hacía ninguna gracia; estaba a punto de anunciar mi compromiso con la hija del mejor amigo de mi padre. Y entonces aparece en escena Abigail, que además vivía en mi propia casa, diciéndome lo que podía llegar a ser a su lado y metiéndose en mi cama amparada por la oscuridad de la noche, mientras la pobre y agotada Francey Foster roncaba en el departamento del servicio. El resultado fue que le compré a Abigail un bonito vestido, la llevé al baile del club de campo y me declaré a ella.
»Cuando volvimos a casa, desperté a mis padres para anunciarles la buena noticia. ¿Se imagina la escena? Mi madre que disfrutaba ordenando a Abigail que usara la puerta de servicio, veía que todos los planes que había hecho para su hijo se desvanecían en una noche. Veinticuatro horas después, Abigail dejaba la ciudad con un cheque de mi padre por valor de diez mil dólares y con las maletas llenas con el vestuario que la gente de la ciudad le había donado para el concurso de belleza. ¿Sabe que ya la habían aceptado en Radcliffe y sólo le faltaba el dinero para asistir a aquella espléndida institución?
»Yo la seguí hasta allí.
»Fue muy honesta al decirme que todo lo que mi padre había dicho de ella era cierto. Hasta el día de su muerte mi padre se preocupó de recordarme el ridículo en que caí. En treinta y cinco años de casado, cada vez que Evelyn, mi esposa, oye el nombre de Abigail se pone hecha una furia. En cuanto a mi madre, la única satisfacción que le quedó fue la de echar a Francey Foster, y eso le representó fastidiarse ella y fastidiar a los demás. Desde entonces no hemos tenido otra cocinera como ella.
Cuando Pat abandonó la habitación, Jeremy Saunders se había dormido y estaba dando cabezadas. No sabía dónde había puesto su abrigo la criada y tuvo que buscarlo. Eran casi las doce menos cuarto. El día se estaba nublando otra vez, como si anunciara nieve. Mientras se dirigía a casa de Margaret Langley, la directora de escuela, retirada, se preguntaba hasta qué punto era verdadera la versión de Jeremy Saunders sobre el comportamiento de Abigail Jennings en su juventud. ¿Manipuladora, intrigante y mentirosa?
Fuera como fuese, esta versión no concordaba con la reputación de absoluta integridad que era la piedra angular sobre la que se basaba la carrera pública de la senadora.
Pat estaba contenta de escapar de aquella casa sombría.