Lila intentó una vez más localizar a Pat. Pidió a la operadora que comprobara que el número de teléfono era correcto y que no estaba estropeado. La operadora contestó que ese teléfono se hallaba en perfectas condiciones.
No pudo esperar más. Algo horrible estaba ocurriendo; marcó el número de la policía. Tenía intención de pedirles que fueran a echar un vistazo a casa de Pat, que creía haber visto a alguien merodeando. Pero cuando el sargento de guardia respondió al teléfono, no pudo hablar, le faltaba aire.
Un acre olor a humo llegaba hasta ella. Le dolían las muñecas y los tobillos, y su cuerpo transpiraba. Se podía oír la voz impaciente del sargento diciendo:
—Oiga…
Al fin, Lila recuperó el habla.
—Tres mil calle N —gritó—. Patricia Traymore se está muriendo.
*****
Sam conducía el coche a una velocidad suicida, pasando los semáforos en rojo, esperando toparse con un coche de la policía que lo escoltara. A su lado iba sentada Abigail, con las manos cruzadas y los labios apretados.
—Abigail, quiero saber la verdad. ¿Qué paso la noche que murieron Dean y Renée Adams?
—Billy me había prometido que conseguiría el divorcio. Aquel mismo día me llamó y me dijo que no podía hacerlo, que tenía que intentar salvar su matrimonio, que no podía abandonar a Kerry. Yo creía que Renée estaba en Boston, y fui para suplicarle.
»Renée perdió la cabeza cuando me vio. Sabía lo nuestro. Billy tenía guardada una pistola en la mesa del despacho; ella la cogió y apuntó hacia sí misma. Él intentó arrebatársela. Se oyó un disparo. Sam, fue como una pesadilla; murió delante de mí.
—Entonces, ¿quién la mató? —preguntó Sam—. ¿Quién?
—Se suicidó. —Sollozó Abigail—. Toby sabía que iba a suceder, y lo vio todo desde el patio. Me arrastró hasta el coche. Sam, yo estaba bajo el efecto del shock y no me enteraba de nada. De lo último que me acuerdo es de Renée, de pie, con la pistola en sus manos. Toby tuvo que regresar para recoger mi bolso. Sam, oí el segundo disparo antes de que él entrara en la casa, te lo juro. No habló de Kerry hasta el día siguiente. Me dijo que, seguramente, ella bajó al salón justo después de que nos marcháramos. Y que Renée, probablemente, la empujó hacia la chimenea para que no la molestara; pero él no se dio cuenta de que estaba gravemente herida.
—Pat recuerda a la perfección cómo tropezó con el cuerpo de su madre.
—No es posible; no es verdad.
Los neumáticos rechinaron cuando el coche giró por la avenida Wisconsin.
—Tú siempre creíste lo que te dijo Toby —la increpó—. Porque querías creerle. Era más cómodo para ti.
»¿Crees sinceramente que el avión se estrelló por accidente, Abigail, y que fue un accidente fortuito? Cuando desaparecieron los fondos de la compañía y testificaste a favor de Toby, ¿también le creíste?
—Sí… Sí…
Las calles estaban abarrotadas de gente. Tocó el claxon con furia. Los transeúntes se dirigían a los restaurantes. Se encaminó velozmente por la calle M, cruzando la calle Treinta y Uno, para llegar a la esquina de la calle N, y frenó en seco. El brusco frenazo los propulsó hacia delante.
—Oh, Dios mío —susurró Abigail.
Una señora mayor gritaba pidiendo ayuda, delante de la casa de Pat, y con los puños aporreaba la puerta principal. Se oía la sirena de un coche de policía que se acercaba a toda velocidad. La casa estaba en llamas.
*****
Toby se apresuró a cruzar el jardín, dirigiéndose hacia la valla. Todo había acabado, ya no había ningún cabo suelto. Ya no había una viuda de piloto que pudiera causarle problemas a Abigail; ni tampoco una Kerry Adams que recordara lo que sucedió aquella noche en el salón.
Tendría que darse prisa, dentro de muy poco, Abby le estaría buscando; tenía que estar en la Casa Blanca dentro de una hora. Alguien estaba pidiendo ayuda a gritos. Alguien debía haber visto el humo. Oyó la sirena del coche de la policía y empezó a correr.
Había llegado a la valla cuando pasó un coche a gran velocidad, giró en la esquina, y frenó con un chirrido. Oyó unos portazos y la voz de un hombre que llamaba a gritos a Pat Traymore. ¡Sam Kingsley!
Tenía que escapar enseguida. La parte trasera de la casa estaba empezando a desmoronarse, y alguien podía verle.
—No entres por la puerta principal, Sam, ve por atrás.
Toby se tiró de la valla, Abby, era Abby la que corría alrededor de la casa, hacia el patio. Corrió hacia ella y la alcanzó.
—Abby. ¡Por Dios santo, no te acerques!
Abby lo miró con ojos extraviados. El olor del humo impregnaba la noche. Una ventana lateral estalló y las llamas se esparcieron por el césped.
—Toby, ¿está Kerry dentro?
Abby le agarraba por las solapas.
—No sé de lo que me estás hablando.
—Toby, te vieron cerca de la casa de Graney, la noche pasada.
—¡Cállate, Abby! La noche pasada cené con mi amiga la camarera. Tú me viste cuando llegué, a las diez y media.
—No, no te vi.
—¡Sí, me viste cenando!
—Entonces, es cierto lo que Sam me ha dicho.
—Abby, no me cargues con este mochuelo. Yo me cuido de ti y tú te cuidas de mí, siempre ha sido así, y tú lo sabes.
Un segundo coche de policía, con la luz encendida y la sirena sonando, pasó a toda velocidad.
—Abby, tengo que largarme de aquí.
—¿Está Kerry dentro?
—Yo no provoqué el fuego, y a ella no la he tocado.
—¿Está dentro? Eres un idiota, eres un estúpido y un cretino homicida. ¡Sácala de ahí! —le ordenó, golpeándole el pecho—. ¿Me oyes? ¡Sácala!
Las llamas lamían el techo.
—¡Haz lo que te digo! —gritó.
Durante algunos segundos, los dos se quedaron mirándose; después, Toby se encogió de hombros, dándose por vencido, y corrió torpemente por el césped cubierto de nieve. Atravesó el jardín y llegó hasta el patio. Ya se oían las sirenas de los bomberos cuando Toby abrió de un puntapié las vidrieras del patio.
Dentro de la casa, el calor era insoportable. Toby se quitó el abrigo y se tapó con él la cabeza y los hombros. «Ella estaba en el canapé —pensó—, en algún lugar cercano a las vidrieras. Me ha obligado a entrar solo. Todo ha acabado para ti, Abby; de ésta no salimos». Se acercó al canapé palpándolo. No lograba ver bien, pero ella no estaba allí. Tanteó el suelo alrededor del canapé. Un enorme crujido sonó sobre su cabeza. Tenía que salir de allí, la casa se iba a derrumbar.
Tropezó contra las puertas, guiado sólo por la corriente de aire fresco. Unos trozos de yeso se desplomaron sobre su cabeza; perdió el equilibrio y se cayó. Su mano tocó el cuerpo de un ser humano. «Una cara —pensó—, pero no es la cara de una mujer. Era la del loco».
Toby se levantó temblando, sintió que la habitación también temblaba. Unos segundos más tarde, el techo se derrumbó.
Suspirando por última vez, susurró:
—¡Abby!
Pero él sabía muy bien que, esta vez, ella no podría ayudarle.
*****
Arrastrándose lentamente, Pat atravesó poco a poco el vestíbulo. La cuerda que le aprisionaba la pierna derecha le cortaba la circulación. Se ayudaba únicamente con los dedos y las palmas de las manos; arrastrando sus piernas inertes. El calor que se desprendía del suelo era intensísimo, y el humo le irritaba los ojos y la piel; ya no podía tocar el zócalo. Estaba desorientada; todo era inútil; estaba asfixiándose. Iba a arder hasta morir. Entonces, empezó a oír los golpes y la voz de Lila pidiendo ayuda.
Se retorcía, intentaba dirigirse hacia el lugar de donde provenía el ruido. Un estruendo, en la parte de atrás de la casa, hizo temblar el suelo; todo el edificio se estremeció. Notó cómo perdía el conocimiento… Su destino era morir en esta casa. Cuando ya la nube negra la envolvía, oyó golpes y hachazos. Intentaban tirar la puerta abajo. ¡Ella estaba tan cerca!
De pronto, notó una corriente de aire fresco; llamaradas intensas y un humo denso se formaron en la dirección de la corriente. Se oían voces de hombres que gritaban iracundos:
—Ya es demasiado tarde, no puede entrar ahí.
Y los gritos de Lila:
—¡Ayúdenla, ayúdenla!
Sam desesperado, furioso, gritaba:
—¡Suéltenme!
Sam, Sam. Pasos que se acercaban y alejaban. Sam gritando su nombre. Al borde de sus fuerzas, Pat levantó las piernas y empezó a dar golpes contra la pared. Sam se detuvo; se dio la vuelta. Iluminada por las llamas, la vio, la alzó en sus brazos y corrió hacia afuera.
La calle estaba invadida por coches de bomberos y de policía. Los mirones, agrupados, estaban estupefactos. Cuando los camilleros acomodaron a Pat en la camilla, Abigail parecía una estatua. Sam estaba pálido, con expresión angustiada; arrodillado, acariciaba los brazos de Pat.
A unos metros estaba Lila; temblorosa y demacrada, miraba fijamente el cuerpo de Pat.
El viento arremolinaba la ceniza y las brasas que despedía la casa en llamas.
—Su pulso es cada vez más fuerte —dijo el enfermero.
Pat, agitada, intentó quitarse la máscara de oxígeno.
—Sam…
—Estoy aquí, querida.
Sam levantó la cabeza cuando Abigail le tocó el hombro. Tenía la cara manchada de ceniza y el traje que se había puesto para la Casa Blanca estaba sucio y arrugado.
—Me alegro de que Kerry esté bien. Sam, cuídala mucho.
—Tengo intención de hacerlo.
—Voy a pedirle a un policía que me lleve en coche hasta una cabina telefónica. No me siento con fuerzas de presentarme ante el presidente y decirle que tengo que renunciar a la vida pública. Dime lo que puedo hacer para ayudar a Eleanor Brown.
Andando despacio, fue hacia el coche de policía más cercano. Cuando los mirones la reconocieron, expresaron su asombro y se abrieron para dejarla pasar.
Algunos de ellos empezaron a aplaudir.
—¡Su programa ha sido fantástico, senadora! —gritó alguien.
—¡La queremos! ¡Tiene nuestro apoyo para ser elegida vicepresidenta! —gritó otra persona.
Mientras subía al coche, Abigail Jennings se volvió y, con una triste sonrisa, hizo un esfuerzo y agradeció las felicitaciones, por última vez.