Pat conducía por la avenida Massachusetts; subió por Q. Street, cruzó el puente y llegó a Georgetown. Le dolía mucho la cabeza, era un dolor sordo y persistente; conducía mecánicamente, respetando los semáforos de manera instintiva.
Estaba ya en la calle Treinta y Uno; dio la vuelta a la esquina y se adentró en el sendero que llevaba a la puerta principal de su casa. Mientras subía las escaleras, el viento le golpeaba la cara. Revolvió en su bolso para buscar la llave. Al abrir la puerta de golpe, el cerrojo hizo un sonido metálico. Se adentró en la silenciosa penumbra del recibidor.
Con gesto mecánico, cerró la puerta y se apoyó contra ella. El abrigo le pesaba, se lo quitó y lo dejó en un rincón. Levantó la cabeza y sus ojos se posaron en el escalón que iniciaba la curva de la escalera. Había una niña sentada, una niña con el cabello largo, castaño rojizo, la cual apoyaba el mentón en las manos. Su expresión era de curiosidad.
—Todavía no me había dormido; oí el timbre de la puerta y quise saber quién venía.
«Papá abrió la puerta y alguien le empujó para pasar. Él estaba muy enfadado y me volví corriendo a la cama. Cuando oí el primer disparo, no bajé enseguida; me quedé en la cama y grité llamando a papá, pero él no vino. Oí una nueva detonación y bajé corriendo al salón, entonces…».
Se dio cuenta de que estaba temblando y deliraba. Fue a la biblioteca, se sirvió una copa de coñac y se la bebió de golpe. ¿Por qué la senadora Jennings se puso tan furiosa cuando vio la carta? Su reacción era de pánico, de miedo, de horror. ¿Por qué? No tenía sentido.
—¿Y por qué yo me sentía tan afectada leyéndola? ¿Por qué me trastorno tanto cada vez que la leo?
Y la manera en que Toby me miró, como si me odiara. Gritó a la senadora como si quisiera prevenirla de algo, más que para calmarla. ¿Contra qué la prevenía?
Se acurrucó en un lado del sofá, con los brazos alrededor de las rodillas. Solía sentarse así cuando papá estaba trabajando en el despacho. «Puedes quedarte, Kerry, si me prometes que te vas a portar bien». ¿Por qué el recuerdo de su padre era ahora tan vivo? Podía verle perfectamente, no como aparecía en las películas, sino como si estuviese allí de verdad, cómodamente sentado en su sillón, con el respaldo inclinado y dando golpecitos en la mesa con los dedos, como cada vez que algo le preocupaba.
El periódico se había quedado abierto sobre la mesa del despacho. Respondiendo a un impulso repentino, lo leyó de nuevo con atención. Volvió a observar la fotografía de su padre y de Abigail Jennings en la playa. Flotaba entre ellos una sensación de intimidad innegable. ¿Era sólo una nube de verano o algo más? Supongamos que mamá los hubiera visto y hubiera percibido la intensidad de aquella mirada.
¿Por qué estaba tan asustada? Había dormido muy mal la noche anterior; un baño caliente y un breve reposo la calmarían.
Lentamente, subió la escalera hacia su habitación. Tuvo de nuevo la extraña impresión de que estaba siendo vigilada. La noche anterior, antes de quedarse dormida, tuvo la misma sensación. Apartó esa idea de su mente.
El teléfono sonó justo en el momento en que llegaba al dormitorio.
Era Lila.
—Pat, ¿te encuentras bien? Estoy preocupada por ti. No quiero alarmarte, pero debo decírtelo: tengo la sensación de que estás en peligro. Por favor, vente a casa y quédate conmigo durante un tiempo.
—Lila, creo que la sensación que estás teniendo es la de que estoy muy próxima a descubrir lo que realmente pasó aquella noche. Hoy ocurrió algo al final de la grabación, que ha puesto en funcionamiento lo que estaba dormido en mi mente; pero no te preocupes, sea lo que sea, lo resistiré.
—Pat, escúchame. Tendrías que irte de esa casa inmediatamente.
—No puedo. Es la única manera de que llegue a unir el rompecabezas.
Cuando colgó el auricular, Pat pensó: «Está angustiada por culpa de ese extraño que entró». Y se metió en la bañera.
«Tiene miedo de que no pueda afrontar la verdad», se dijo mientras se ponía el albornoz. Sentada ante su tocador, se soltó el pelo y empezó a cepillárselo. Había llevado moño durante casi toda la semana. Esta noche se lo dejaría suelto, sabía que a Sam le gustaba más así.
Se metió en la cama y puso la radio, con el volumen bajo. Sólo quería descansar un rato, pero se quedó profundamente dormida. El nombre de Eleanor la sacó bruscamente de su sueño.
El reloj que estaba en la mesita de noche marcaba las seis y cuarto; el programa empezaría dentro de quince minutos.
«—La señorita Brown se ha entregado a la policía y está bajo arresto. Ha dicho que no podía soportar, por más tiempo, vivir con el constante temor de ser reconocida. Sigue manteniendo con firmeza que es inocente del robo por el que fue condenada. Un portavoz de la policía declaró que durante los nueve años transcurridos desde que incumplió su palabra de libertad condicional, la señorita Brown ha estado viviendo con un enfermero llamado Arthur Stevens, el cual es sospechoso de varias muertes, ocurridas en una residencia de ancianos, y existe una orden de arresto contra él. Se trata de un fanático religioso que se ha dado el sobrenombre de “ángel custodio”».
¡Ángel custodio! La primera vez que ese tipo telefoneó, se auto-denominaba ángel de misericordia, de liberación y de venganza.
Se levantó como una flecha y agarró el auricular. Desesperadamente, marcó el número de Sam y dejó que el teléfono sonase diez, doce, catorce veces, antes de colgar. ¡Si hubiese comprendido lo que le había dicho Eleanor cuando habló de Arthur Stevens! Arthur había rogado a Eleanor que no se entregara. ¿Habría intentado boicotear el programa para salvar a Eleanor? ¿Estaba Eleanor enterada de estas amenazas? «No, estoy segura de que no lo sabía. El abogado de Eleanor debería enterarse de esto, antes de que se lo digamos a la policía».
Eran las seis y veinticinco; Pat se levantó de la cama, se ajustó el cinturón del albornoz y se puso las zapatillas. Mientras bajaba las escaleras corriendo, se preguntó dónde estaría Arthur Stevens en esos momentos. ¿Estaría al corriente del arresto? ¿Vería el programa y se vengaría de ella por haber incluido la foto de Eleanor en él? ¿La culparía también de que Eleanor no cumpliera su promesa de esperarle antes de acudir a la policía?
Encendió la araña, que iluminó completamente el salón; conectó las luces del árbol de Navidad, cosa que le llevó cierto tiempo, y puso en funcionamiento el televisor. A pesar de todo, flotaba una extraña sensación de tristeza en el ambiente. Se acomodó en el canapé y miró, atenta, cómo aparecían los titulares del programa, una vez finalizadas las noticias de las seis.
Había querido ver el programa sola. Si lo hubiera visto en el estudio, su atención se habría dispersado al estar pendiente de las reacciones de los demás. Incluso así, sola como estaba, se daba cuenta de que tenía miedo de verlo de nuevo.
La caldera de la calefacción hizo un ruido sordo, y un silbido surgió de los radiadores. Se sobresaltó. «Es tremendo lo que esta casa está haciendo con mis nervios», pensó.
El programa estaba empezando. Observó crítica y objetivamente a las tres personas que aparecían en la pantalla: la senadora, Luther y ella, sentados en el hemiciclo. El decorado era bonito; Luther tenía razón cuando quiso cambiar las flores. Ante la cámara, Abigail aparecía tranquila, contrastando con su anterior nerviosismo. Las secuencias rodadas en Apple Junction estaban bien escogidas.
Los recuerdos de juventud de Abigail tenían justo el toque necesario de humanidad. ¡Y pensar que todo es mentira!
Luego, siguieron las películas en que aparecían Abigail y Willard Jennings, en la recepción de su boda, en las fiestas oficiales, y durante sus campañas políticas. Entre estas secuencias se intercalaban los tiernos y conmovedores recuerdos de Abigail hacia su marido.
—Willard y yo…, mi marido y yo…
La pareció curioso que ni una sola vez se refiriera a él como Billy.
Pat se dio cuenta de que las películas que mostraban a Abigail cuando era joven tenían algo familiar para ella, le evocaban unos recuerdos que no tenían nada que ver con la sensación que experimentó al verlas antes. ¿Por qué le estaba sucediendo esto, ahora?
Hubo una pausa para la publicidad. Las secuencias sobre Eleanor Brown y el robo de los fondos de la campaña venían a continuación.
*****
Arthur oyó como Patricia Traymore bajaba por las escaleras. Con precaución, anduvo de puntillas hasta asegurarse de que sólo oía el lejano rumor del televisor, conectado en el piso de abajo. Había albergado el temor de que Pat hubiese invitado a unos amigos a ver el programa; pero estaba sola.
Después de todos estos años, por primera vez volvía a ir vestido como Dios había querido siempre que fuera. Con las manos sudorosas y la palma extendida, acarició la fina lana contra su cuerpo. Esta mujer se atrevía también a usar vestiduras sagradas. ¿Qué derecho tenía ella a ponerse la ropa de los elegidos?
De regreso a su escondite, se colocó los auriculares, puso en marcha el televisor, y ajustó la imagen. Había hecho un empalme en el cable de la antena y la imagen era muy nítida. Arrodillándose como si estuviese delante de un altar, con las manos unidas en postura de oración, Arthur empezó a ver el programa.
*****
Lila también estaba viendo la televisión, con la cena en una bandeja; pero le era imposible probar bocado. Tenía la absoluta certeza de que Pat estaba en un serio peligro, y esta sensación se agudizó al máximo cuando vio su imagen en la pantalla.
«El oráculo de Casandra —pensó amargamente—. Pat no me escuchará, pero tiene que salir inmediatamente de esa casa; de otro modo, perecerá de forma aún más violenta que sus padres. Ya casi no le queda tiempo».
Lila había visto a Sam Kingsley una sola vez, y le había gustado mucho. Tenía la impresión de que era alguien muy importante para Pat. ¿Serviría de algo hablar con él e intentar que compartiera su temor y su angustia? Quizá pudiera convencerlo para que obligara a Pat a abandonar su casa hasta que esa oscura y maligna aura hubiera desaparecido.
Apartando la bandeja, se levantó y buscó la guía de teléfonos. Le llamaría inmediatamente.
Sam fue directamente del restaurante a su despacho. Tenía varias citas concertadas, pero no pudo llegar a centrar su atención en ninguna de ellas. Su mente volvía a la conversación sostenida durante el almuerzo. Habían logrado reunir suficientes pruebas indirectas contra Toby Gorgone como para establecer una acusación formal pero, por su larga experiencia como abogado criminalista, sabía que, en un juicio, estas pruebas podían ser abatidas como un castillo de naipes. Además, la muñeca Raggedy Ann no encajaba en el caso. Si Toby era inocente y no estaba implicado en el accidente del avión, ni en la desaparición de los fondos de la campaña, si Catherine Graney había sido la víctima de un ataque fortuito, Abigail Jennings quedaría como lo que aparentaba ser, una mujer por encima de toda sospecha y una excelente candidata. Pero, cuanto más pensaba en Toby, más incómodo se sentía.
A las seis y veinte, se liberó por fin de sus obligaciones, e inmediatamente llamó a Pat; pero su teléfono comunicaba. Rápidamente, salió de su despacho; quería llegar a casa a tiempo para ver el documental.
El sonido del teléfono le detuvo cuando estaba a punto de salir, y su instinto le dijo que debía contestar. Era Jack Carlson.
—Sam, ¿estás solo?
—Han aparecido más pruebas para el caso de Catherine Graney. Su hijo encontró el borrador de una carta que había escrito a la senadora Jennings, carta que seguramente ayer llegó a su destino. No tiene desperdicio. La señora Graney tenía el propósito de llamar a Gina Butterfield al Trib, y desmentir la versión de la senadora sobre sus idílicas relaciones matrimoniales; también estaba a punto de solicitar una revisión de la investigación que se hizo sobre el accidente. Acababa la carta diciéndole que estaba dispuesta a demandarla por calumnia.
Sam lanzó un silbido.
—¿Me estás diciendo que es posible que Abigail recibiera ayer esa carta?
—Exactamente. Pero eso es sólo la mitad. Los vecinos de la señora Graney dieron una fiesta la noche pasada. Tenemos una lista de los invitados y la hemos comprobado. Una pareja joven, que llegó tarde, poco más o menos hacia las once y cuarto, tuvo dificultades en encontrar la dirección. A unas dos manzanas de la casa, se encontraron a un hombre que estaba subiendo a un coche y se acercaron a él, para preguntarle el camino; pero el hombre se los quitó rápidamente de encima. El coche era un Toyota negro, con matrícula de Virginia. Describieron al tipo como alguien muy parecido a Gorgone. La chica se acuerda incluso de que llevaba una enorme sortija oscura. Ahora vamos a localizar a Toby, para hacerle unas cuantas preguntas. ¿Crees que tendrías que llamar a la Casa Blanca?
Quizá fuese Toby el que estaba en los alrededores del lugar donde murió Catherine Graney. Si era el asesino, todo lo que sospechaban de él era posible, incluso lógico.
—Tenemos que poner a Abigail inmediatamente al corriente de todo esto —dijo Sam—. Voy a su casa ahora mismo. Hay que darle la oportunidad de que pueda retirar su candidatura al cargo, de una manera honrosa. Si se niega, yo mismo llamaré al presidente. Aunque no tenga ni la menor idea de las actividades de Toby, está obligada a aceptar su responsabilidad moral.
—No creo que esa mujer se haya preocupado jamás de su responsabilidad moral. Si J. Edgar viviera, no habría llegado nunca tan lejos. ¿Viste el artículo del Trib, el otro día? ¿Lo unida que estaba al matrimonio Adams?
—Sí, lo vi.
—Tal como decía el periódico, siempre existió el rumor de que la causa de aquella fatal disputa había sido una mujer. Yo acababa de entrar en el FBI cuando sucedió aquello, pero al leer el artículo, algo me inquietó; tuve una corazonada. Extraje toda la documentación que teníamos sobre Adams, en el archivo; y encontré un memorándum sobre una joven congresista llamada Abigail Jennings. Todos los indicios hacían pensar que ella era la otra mujer.
*****
A pesar de todos sus intentos, Abigail no conseguía descansar. El ser consciente de que dentro de pocas horas sería nombrada vicepresidenta de Estados Unidos, era demasiado excitante como para poder conciliar el sueño.
Señora vicepresidenta. La digna usuaria del avión número dos de las fuerzas aéreas y de la mansión situada en los jardines del viejo observatorio naval. Presidente del Senado y representante del presidente en todo el mundo.
«Dentro de dos años tendrán lugar las elecciones presidenciales. Ganaré —se prometió a sí misma—. Formaría parte de las mujeres gobernantes: Golda Meir, Indira Gandhi, Margaret Thatcher, Abigail Jennings».
El Senado había sido un gran paso adelante. La noche en que fue elegida, Luther le dijo:
—Bueno, Abigail, ahora eres miembro del club más exclusivo del mundo.
Ahora estaba a punto de dar otro gran paso; ya no sería una más entre los cien senadores, sino la segunda autoridad en el país.
Había decidido ponerse, para la ocasión, un conjunto de tres piezas: una blusa de seda, una falda y una chaqueta de punto, en tonos rosas y grises. Quedaría muy bien ante las cámaras.
Vicepresidenta Abigail Jennings…
Eran las seis y cuarto. Se levantó del canapé, se dirigió al tocador, y empezó a cepillarse el pelo. Con habilidad, se puso sombra de ojos y rímel. Los nervios habían arrebolado sus mejillas y no necesitaba colorete. Pensó que lo mejor sería vestirse, y luego, ver el programa. Así tendría tiempo de ensayar su discurso de aceptación del cargo, mientras llegaba el momento de ir a la Casa Blanca.
Se vistió y prendió en la chaqueta un broche de oro y brillantes.
El televisor de la biblioteca era el más grande de todos; vería el programa allí.
«—Dentro de unos momentos, emitiremos Mujeres en el Gobierno».
Había visto todo el programa, menos los últimos minutos. A pesar de ello, volverlo a ver le producía una sensación reconfortante. Apple Junction, bajo una capa de nieve, tenía un aire de pueblo rural que ocultaba su aspecto sórdido y lúgubre.
Pensativa, observó la casa de los Saunders. Recordó el día que la señora Saunders le ordenó volver sobre sus pasos y pasar por el camino que la llevaba a la puerta de servicio. Se lo haría pagar caro a esa miserable bruja.
Si no hubiera sido por Toby, que tuvo la idea de cómo conseguir el dinero para ir a Radcliffe, ¿qué sería de ella, ahora?
«Los Saunders me debían ese dinero», se dijo a sí misma. ¡Eran doce años de humillaciones continuas, pasadas en aquella casa!
Miró las escenas de la fiesta de la boda, las de las primeras campañas políticas, y las del funeral de Willard. Se acordó de la alegría que tuvo cuando, en el coche, el día del funeral, Jack Kennedy le prometió hablar con el gobernador, para conseguir que ella completara el mandato de Willard.
Se sobresaltó al oír unos insistentes timbrazos. Nadie venía nunca a visitarla. ¿Sería alguien de la prensa quien tenía el descaro de llamar así? Intentó ignorarlo, pero las llamadas eran cada vez más continuas e insistentes. Al fin, fue hacia la puerta.
—¿Quién es?
—Soy Sam.
Abrió. Sam entró con el rostro serio y preocupado, pero Abigail apenas le miró.
—Sam, ¿por qué no estás viendo Ésta es su vida? Entra.
Lo cogió de la mano y lo arrastró hasta la biblioteca. En aquellos momentos, Luther le estaba preguntando a Abigail sobre su dedicación por las normas aéreas de seguridad.
—Abigail, tengo que hablarte.
—Sam, por el amor de Dios. ¿No quieres ver mi programa?
—Esto es muy urgente, Abby.
Y con el programa de televisión de fondo, le explicó la razón de su visita. Vio cómo sus ojos se iban abriendo paulatinamente, de incredulidad.
—¿Estás intentando decirme que Toby puede haber matado a la señora Graney? ¡Estás loco!
—¿Crees que lo estoy?
—Salió porque tenía una cita. La camarera responderá por él.
—Dos testigos lo describieron con todo detalle. El móvil fue la carta que Catherine Graney te escribió.
—¿Qué carta?
Se miraron el uno al otro y Abigail palideció.
—Él se ocupa de recoger tu correo. ¿Verdad, Abigail?
—¿Lo recogió ayer?
—Sí.
—¿Y qué te entregó?
—Nada que tuviera interés. Espera un momento; no puedes preguntarme a mí sobre eso. Pregúntale a él directamente.
—Entonces llámale para que venga. De todas maneras, le van a interrogar.
Sam observó a Abigail mientras marcaba el número de teléfono; se fijó en el elegante y delicado traje que llevaba. «Se había vestido de vicepresidenta», pensó Sam. Abigail tenía el auricular contra el oído, escuchando las señales sin respuesta.
—Probablemente no quiere contestar. No se imagina que soy yo quien le llama. —El tono de su voz era cada vez más bajo. De repente, dijo con brusquedad—: Sam, no es posible que creas de verdad lo que estás diciendo. Esto es cosa de Pat Traymore. Ha estado tratando de hundirme desde el primer momento.
—Pat no tiene nada que ver con el hecho de que Toby Gorgone haya sido visto en las cercanías de la casa de Catherine Graney.
En la pantalla del televisor, Abigail aparecía hablando de su autoridad sobre las normas de seguridad aérea.
«—En estos momentos —decía—, soy viuda porque mi marido alquiló el avión más barato que pudo encontrar».
Sam señaló la pantalla.
—Esta declaración habría sido suficiente para que Catherine fuera a la redacción de los periódicos, mañana por la mañana, y Toby lo sabía. Si el presidente ha convocado esta rueda de prensa para dar la noticia de tu nombramiento como vicepresidente, tienes que llamarlo para pedirle que aplace la noticia hasta que esto esté aclarado.
—¿Has perdido el juicio? No me importa que Toby haya estado a dos manzanas del lugar donde esa mujer fue asesinada. ¿Qué prueba eso? A lo mejor tiene una novia o una timba de cartas en Richmond. Seguramente ha decidido no contestar al teléfono. ¡Ojalá nunca hubiera abierto esa puerta!
Una sensación de apremio invadió a Sam. Pat le había dicho el día anterior que Toby mostraba una actitud hostil hacia ella, que en su proximidad se sentía incómoda, y hacía sólo unos minutos, Abigail había dicho que Pat trataba de hundirla. ¿Estaba Toby convencido de eso? Agarró a Abigail por los hombros.
—¿Hay alguna razón para que Toby piense que Pat es una amenaza para ti?
—Sam, basta ya. Toby estaba tan preocupado como yo, cuando vio la mala prensa que habíamos tenido por su culpa. Pero hasta eso ha salido bien. En el fondo, él piensa que a la larga me ha hecho un favor.
—¿Estás segura?
—Sam, hasta la semana pasada, Toby no sabía de la existencia de Pat Traymore. No estás siendo razonable.
—¿Que no supo de la existencia de Pat hasta la semana pasada?
Eso no era cierto. Toby conoció muy bien a Pat, cuando ésta era una niña. ¿La habría reconocido? Abigail había estado sentimentalmente unida al padre de Pat. ¿Estaría Pat enterada de ello? «Perdóname, Pat, pero se lo tengo que decir».
—Abigail, Pat Traymore es Kerry, la hija de Dean Adams.
—¿Que Pat Traymore es Kerry?
Los ojos de Abigail se abrieron desmesuradamente. Luego razonó.
—No sabes lo que estás hablando. Kerry Adams murió.
—Te estoy diciendo que Pat Traymore es Kerry Adams. Sé que tuviste una aventura con su padre, y que fuiste tú la que pudo haber provocado aquella última pelea. Pat está empezando a recordar fragmentos de lo que ocurrió aquella noche. ¿No es posible que Toby trate de protegerte a ti, o a sí mismo, de algo que Pat pudiera averiguar?
—No —dijo Abigail lacónicamente—. No me importa que recuerde. Nada de lo sucedido fue por mi culpa.
—¿Toby? ¿Qué hay de Toby? ¿Estaba él allí?
—Ella nunca llegó a verlo. Cuando regresó para buscar mi bolso, me dijo que ella ya estaba inconsciente.
El real significado de estas palabras cayó como un mazazo sobre los dos. Sam se dirigió corriendo hacia la puerta y Abigail le siguió con paso vacilante.
*****
Arthur miraba las secuencias donde Glory aparecía esposada, y cuando era escoltada a la salida del tribunal, después del veredicto de culpabilidad. Se veía un primer plano de ella. Tenía una expresión atónita y sin vida, pero sus pupilas eran enormes. Al ver aquel dolor insufrible se le llenaron los ojos de lágrimas.
Se cubrió el rostro con las manos, mientras Luther Pelham hablaba de la depresión nerviosa que sufrió Glory; de cómo le concedieron la libertad provisional por razones de salud mental, y de su posterior desaparición, hacía nueve años. Después, sin dar crédito a lo que oía, escuchó que Pelham decía:
«—Ayer, alegando su pavor a ser reconocida, Eleanor Brown se entregó a la justicia. En estos momentos está arrestada y será enviada a la prisión federal, para completar su sentencia».
Glory se había entregado a la policía, había roto la promesa que le hizo.
No. La habían obligado a romperla. Fue este programa, y la seguridad de que sería expuesta a la vista de todo el mundo, lo que le hizo entregarse. Sabía que no la vería nunca más.
Las voces airadas y vengativas empezaron a hablarle. Apretando los puños, escuchó con atención. Cuando las voces se apagaron, se desprendió violentamente de los auriculares. Sin volver a poner las estanterías en su lugar para disimular su escondite, se precipitó al rellano y bajó las escaleras.
Pat estaba absorta mirando el programa. Vio cómo ella misma, en la pantalla, leía una carta… «Querido Billy…».
—Billy —susurro—, Billy.
Estudió con detalle la expresión de sorpresa de Abigail Jennings, cómo apretó los puños antes de que su voluntad de hierro le permitiera adoptar una actitud evocadora y nostálgica, mientras le leían la carta.
Pat había visto antes aquella expresión angustiada en la cara de Abigail.
«—Querido Billy. Querido Billy».
«—No tienes que llamar a mami Renée».
«—Pero papá te llama Renée…».
La forma en que Abigail se abalanzó sobre ella cuando se apagaron las cámaras.
«—¿Dónde conseguiste esta carta? ¿Cuáles son tus intenciones?».
Toby gritándole:
«—Ya está bien, Abby. No hay nada malo en dejar que la gente oiga la última carta que le escribiste a tu marido».
Tu marido. Eso es lo que había intentado decirle.
La foto donde aparecían Abigail y su padre en la playa, con sus manos rozándose. Fue Abigail la que llamó a la puerta aquella noche, la que empujó a su padre al entrar. Su rostro estaba desfigurado por el dolor y la ira.
«—No tienes que llamarme Renée y tampoco tienes que llamar a papá Billy».
Dean Wilson Adams. ¡Su padre era Billy!
¡La carta! La había encontrado en el suelo de la biblioteca, el día que intentó esconder los papeles personales de su padre, para que Toby no los viera. Aquella carta debía formar parte de sus archivos, no de los de Abigail.
Abigail estuvo allí aquella noche. Ella y Dean Adams, Billy Adams, eran amantes. ¿Fue Abigail la culpable de aquella pelea final?
Una niña pequeña estaba en la cama encogida, se tapaba los oídos con las manos para no oír aquellas voces coléricas.
Él disparó.
«—¡Papá! ¡Papá!».
Otra detonación.
«Y después, bajé corriendo las escaleras; tropecé con el cuerpo de mi madre.
»Había alguien más allí. ¿Abigail? Oh, Dios, ¿era Abigail Jennings la que estaba allí cuando entré en la habitación?».
Los ventanales del patio se abrieron.
El teléfono empezó a sonar y, en el mismo instante, las luces se apagaron. Pat dio un salto como si le hubieran pinchado con una aguja. Iluminada por las luces intermitentes del árbol de Navidad, una aparición se dirigió hacia ella. Era la figura alta y tétrica de un monje de rostro liso y pelo canoso que le caía hacia adelante, casi tapando unos llameantes ojos azules.
*****
Toby se dirigía en su coche hacia Georgetown; conducía con cuidado, para no sobrepasar el límite de velocidad. Esta noche no era conveniente que le pusieran una multa. Había estado esperando a que el documental apareciese en la televisión para salir. Sabía que Abby se quedaría pegada al televisor durante la media hora que duraba el programa. Si lo llamaba después del mismo, siempre podría decirle que había estado fuera, haciendo una revisión del coche.
Desde el principio, supo que había algo que le era extrañamente familiar en Pat Traymore. Años atrás, no había derramado ninguna lágrima cuando leyó que Kerry Adams había perecido víctima de sus heridas. No es que tuviera miedo de lo que pudiera decir una niña de tres o cuatro años, porque no tendría ningún valor en un juicio, pero, aun así, la muerte de la niña le quitaba un peso de encima.
Abby tenía razón. Pat Traymore les había estado molestando y acechando desde el principio. Pero no iba a salirse con la suya.
Estaba ya en la calle M, en Georgetown. Giró por la calle Treinta y Uno y se dirigió hacia la calle N; luego, volvió a girar a la derecha. Sabía dónde tenía que aparcar. Lo había hecho otras veces.
En la parte derecha, los terrenos de la casa se prolongaban hasta la mitad de la manzana siguiente. Dejó el coche en la otra esquina. Volvió atrás caminando, pasó de largo la puerta cerrada con cadena, y saltó ágilmente la valla. Sin hacer ruido se adentró más allá del patio, en la oscuridad.
Era imposible dejar de pensar en aquella otra noche, en este mismo sitio, cuando arrastró a Abby afuera y tuvo que taparle la boca con las manos para que no gritara. Luego, la tendió en la parte trasera del coche y oyó ese aterrado gemido.
—Mi bolso está ahí dentro —dijo Abigail.
Tuvo que volver a buscarlo.
Abriéndose camino entre los troncos de los árboles, se deslizó pegado a la pared trasera de la casa, hasta que llegó al patio, a pocos metros de los ventanales. Girando la cabeza, miró cautelosamente al interior.
Se le heló la sangre. Pat Traymore estaba tendida en el canapé, atada de pies y manos y amordazada. Algo parecido a un cura o monje estaba de espaldas a la puerta, arrodillado a su lado. Encendía las velas de un candelabro de plata. ¿Qué estaba intentando hacer? El monje se dio la vuelta y Toby logró ver su rostro. No era un cura de verdad, y lo que llevaba no era un hábito; más bien parecía una bata. Sus facciones le recordaban a un vecino suyo que se había trastornado años atrás.
El hombre gritaba dirigiéndose a Pat Traymore. Toby apenas podía oír lo que decía.
—No hizo caso de mis advertencias. Le di una oportunidad.
Advertencias. Ellos creían que Pat Traymore había inventado aquella historia de las llamadas telefónicas y de la intrusión en su casa, pero ¿y si no hubiera sido así? Mientras Toby miraba la escena, el hombre acercó el candelabro al árbol de Navidad y lo colocó al lado de la rama más baja.
¡Iba a incendiar la casa! Pat Traymore quedaría atrapada en el fuego. Todo lo que tenía que hacer era meterse en el coche y regresar a casa.
Toby aguantó la respiración y se pegó a la pared. El hombre se estaba dirigiendo hacia las vidrieras. ¿Qué pasaría si le encontraba allí? Todo el mundo sabía que Pat Traymore había recibido amenazas. Si la casa ardía y se encontraban los cuerpos de ella y del hombre que la había amenazado, ya no tendría que preocuparse por nada. No habría más investigaciones, ni tampoco la posibilidad de que algún vecino dijera haber visto un coche desconocido, aparcado cerca de la casa.
Escuchó el ruido de la cerradura. El desconocido abrió las puertas del patio y, después, volvió para vigilar la habitación. En silencio, Toby se le acercó lentamente por detrás.
*****
Cuando aparecieron en la pantalla los titulares que indicaban el final del programa, Lila marcó el número de teléfono de Sam; pero nadie contestaba. De nuevo intentó llamar a Pat. Después de haber probado media docena de veces, colgó el teléfono y se dirigió a la ventana. El coche de Pat seguía aparcado en la calle. Lila estaba convencida de que ella estaba en casa. Cuando miró por la ventana, le pareció ver un resplandor rojizo que sobresalía de la siniestra oscuridad que envolvía la casa.
¿Debía llamar a la policía? Supongamos que Pat estuviese simplemente rememorando, con exactitud, la noche de la tragedia. Supongamos que el peligro que Lila sentía fuera tan sólo de carácter emotivo y no físico. Pat necesitaba, desesperadamente, comprender por qué uno de sus progenitores le había causado tanto dolor. Supongamos que la realidad fuera aún peor de lo que ella había imaginado. ¿Qué podría hacer la policía si Pat se negaba a abrir la puerta? Nunca la echarían abajo sólo porque Lila les hablara de sus siniestras premoniciones. Sabía perfectamente cuan despreciativos podían ser los policías con la parapsicología.
Se quedó delante de la ventana, impotente, mirando cómo se movían las nubes negras que envolvían la casa de enfrente.
*****
Aquella noche, las vidrieras estaban abiertas. Había levantado la mirada y lo vio corriendo hacia ella. La agarró por las piernas. Toby, su amigo, el que siempre la llevaba a caballo en sus hombros. La levantó en sus brazos y la arrojó…
Toby… había sido Toby. Y ahora estaba allí, detrás de Arthur Stevens…
Arthur notó la presencia de Toby y se dio la vuelta de repente. El golpe que descargó Toby le dio de lleno en el cuello, y lo mandó al otro lado de la habitación. Con un grito ahogado, se desplomó al lado de la chimenea. Sus ojos se cerraron y su cabeza se inclinó.
Toby entró en la habitación. Al ver aquellas enormes piernas embutidas en pantalones oscuros, aquel macizo cuerpo, y aquellas manos potentes en que brillaba un anillo cuadrado de ónice, Pat se estremeció.
Toby se inclinó sobre ella.
—¿Ya lo sabes, verdad, Kerry? En cuanto descubrí quién eras, supe que harías todo lo posible para fastidiarnos. Siento todo lo que pasó, pero tengo que cuidar y defender a Abby; estaba muy enamorada de Billy. Cuando vio que tu madre le disparaba, se desmayó. Si no hubiera tenido que volver a buscar su bolso, te juro que no te habría tocado. Tan sólo quería hacerte callar por unos instantes. Pero ahora supones una amenaza para Abby, y no lo puedo permitir. Esta vez me lo has puesto fácil, Kerry. Todo el mundo sabe que has sido amenazada. No esperaba tener tanta suerte. Ahora te encontrarán con el cuerpo de ese loco y no se preguntarán nada más. Haces demasiadas preguntas. ¿Sabes?
Las ramas próximas al candelabro empezaron a arder repentinamente. Crujieron, y ráfagas de humo se elevaron hasta el techo.
—Esta habitación arderá dentro de pocos minutos, Kerry. Ahora tengo que irme. Ésta es una gran noche para Abby.
Le acarició cariñosamente el pelo y le dijo:
—Lo siento.
El árbol comenzó a arder, mientras ella observaba cómo las puertas del patio se cerraban tras él. El fuego prendió pronto la alfombra. El olor penetrante de las ramas de abeto se mezclaba con el humo. Trató de respirar; los ojos le escocían tanto que era imposible mantenerlos abiertos. Si no conseguía escapar, se asfixiaría. Arrastrándose hasta el borde del canapé, se tiró al suelo. Al caer se golpeó la frente con la pata de la mesa. Ahogándose, y con gran dolor, empezó a arrastrarse hacia la entrada. Con las manos atadas a la espalda le era muy difícil moverse. Logró pasar el cuerpo por el arco que formaban sus brazos y abrirse paso a codazos. El pesado albornoz le estorbaba, y sus pies descalzos se deslizaban trabajosamente por la moqueta.
Cuando llegó al final del salón, se detuvo. Si conseguía cerrar la puerta, se detendría el fuego, al menos por unos minutos. Se acercó hasta el quicio de la puerta, y la placa de metal hirió sus manos. Retorciéndose, se echó contra la pared y empujó la puerta con el hombro hasta que oyó el ruido del pestillo al cerrar. El humo ya había invadido el vestíbulo; no sabía a dónde dirigirse; si, por error, llegaba a la biblioteca, no tendría salvación.
Utilizando el zócalo como guía, avanzó poco a poco hacia la entrada principal.