Toby guió el brillante Cadillac Sedan de Ville gris a través de un tráfico que era cada vez más denso. Por centésima vez pensó que Washington, por la tarde, se convierte en una pesadilla para los conductores. Los turistas, con sus coches alquilados, no se daban cuenta de que la mitad de las calles de la ciudad se convertían, a aquella hora, en un carril único en lugar de cuatro, y llevaban al caos a la gente acostumbrada a conducir por la ciudad.
Dio un vistazo al espejo retrovisor y lo que vio le gustó. Patricia Traymore no estaba nada mal. Habían sido necesarios tres de ellos, Phil, Pelham y él, para convencer a Abby de que diera su aprobación a la realización documental; por esta razón Toby se sentía más responsable que de costumbre de que esto fuera un éxito.
A pesar de todo, no se podía culpar a Abby por hallarse nerviosa; estaba a un paso de conseguir el sueño de toda su vida. Los ojos de Toby se cruzaron con los de Pat en el espejo. ¡Qué sonrisa tenía aquella chica! Había oído a Sam Kingsley decirle a Abigail que Pat Traymore tenía una forma de preguntar que uno acababa diciéndole cosas que nunca habría pensado contar a nadie.
Pat había estado considerando cuál sería la mejor forma de empezar la conversación con Toby y decidió que lo mejor era ir derecho al grano. Cuando el coche se detuvo en un semáforo en Constitution Avenue, se inclinó hacia adelante y medio riendo dijo:
—Toby, debo confesar que me quedé muy sorprendida cuando le dijo a la senadora que no se sulfurase y de que, además, la llamase «niña».
Él volvió la cabeza para mirarla directamente.
—¡Oh! No debía haber dicho eso delante de usted; la primera vez que veo a una persona no acostumbro a hacerlo. Si lo he hecho ha sido porque Abby estaba muy tensa por el asunto de este programa y se dirigía a una cita en la que un grupo de periodistas iban a asaltarla para preguntarle por qué no estaba de acuerdo, en algunos puntos, con el resto del partido; de manera que pensé le haría un bien si conseguía relajarla. Pero no me malinterprete, siento un gran respeto por ella, y no se preocupe por su enfado conmigo, se le olvidará dentro de cinco minutos.
—¿Crecieron juntos? —preguntó Pat dulcemente.
El semáforo se puso verde. Toby avanzó suavemente y maniobró hacia la derecha hasta colocarse delante de una furgoneta; entonces respondió.
—Bueno, no exactamente. Todos los chicos de Apple Junction íbamos a la misma escuela, excepto los que asistían a la escuela parroquial. Pero ella estaba dos cursos más adelantada que yo, de manera que nunca fuimos a la misma clase. Luego, cuando yo cumplí quince años, empecé a trabajar de jardinero en el barrio residencial de Saunders.
—Así es.
—Yo trabajaba para una familia que vivía a unas cuatro manzanas de distancia de su casa. Un día oí a Abby gritar. Al tipo que vivía enfrente de los Saunders se le había metido en la cabeza que necesitaba un perro guardián, y compró un pastor alemán; era un perro agresivo y peligroso. Un día el tipo se dejó la puerta abierta, y el perro salió en el momento en que ella pasaba por la calle; se le echó encima en cuanto la vio.
—¿Y usted la salvó?
—Desde luego que lo hice. Empecé a gritar y distraje al perro. No tuve suerte y se me cayó el rastrillo al suelo; casi me destroza antes de conseguir agarrarlo del cuello; y entonces… —la voz de Toby se llenó de orgullo—, entonces, adiós perro guardián.
Pat introdujo suavemente la mano en su bolso, sacó la grabadora y la conectó.
—Ya veo por qué la senadora siente tanto afecto por usted —comentó—. Los chinos creen que si alguien salva la vida de una persona, se hace responsable de ella para siempre. ¿Cree que éste es su caso? Me da la impresión de que usted se siente responsable de ella.
—Bueno, no sé. Quizá fue esto, o quizá fue que ella se expuso para protegerme cuando éramos niños. —Paró el coche—. Lo siento, señorita Traymore, no nos deberíamos haber detenido en ese semáforo, pero el tipo de delante va leyendo los nombres de las calles.
—No importa; no tengo ninguna prisa. ¿La senadora se expuso para protegerle? Me apuesto algo a que ella sí habla de cómo la salvó —musitó Pat—. Me imagino cómo me sentiría si un perro guardián se abalanzase contra mí y alguien se interpusiera para protegerme.
—¡Oh! Abby me lo agradeció, por supuesto. Mi brazo estaba sangrando y ella enrolló su jersey en él; después insistió en acompañarme al hospital y esperar mientras me daban los puntos. Después de eso nos hicimos amigos para toda la vida —Toby se giró para mirarla—, amigos —repitió enfáticamente— no novios. Abby estaba fuera de mi alcance; no tengo ni que decírselo, nunca hubo nada más entre nosotros; algunas tardes ella se acercaba a donde yo estaba trabajando y charlábamos en el jardín. Odiaba Apple Junction tanto como yo, y cuando yo tenía dificultades en inglés me ayudaba. Nunca he servido para los libros, deme una máquina y se la desmontaré y volveré a montar en un santiamén, pero no me haga hacer el análisis gramatical de una frase. Luego, Abby se marchó al instituto y yo me fui a Nueva York, me casé y me salió mal. Conseguí un trabajo de vendedor de apuestas que también acabó mal. Después de eso, hice de chófer para un chiflado de Long Island. Por aquel entonces, Abby estaba casada y su marido era un miembro del Congreso; un día leí en los periódicos que ella había tenido un accidente de automóvil porque su chófer conducía bebido. Entonces pensé, «qué diablos», y le escribí. Dos semanas después, su marido me contrataba. De eso hace ya veinticinco años. Dígame, señorita Traymore, ¿a qué número va? Estamos en la calle N.
—Al tres mil —dijo Pat—. Es la casa de la esquina, en la próxima manzana.
—¿Aquella casa? —Toby intentó disimular la sorpresa de su voz, pero era demasiado tarde.
—Sí, ¿por qué?
—Solía traer a Abby y a Willard Jennings a esa casa, cuando había fiestas. Pertenecía a un miembro del Congreso llamado Dean Adams, ¿no le han contado que mató a su esposa y que luego se suicidó?
Pat hizo votos para que su voz tuviera un tono tranquilo.
—El abogado de mi padre se ocupó de todo lo concerniente al alquiler. Mencionó que hubo aquí una tragedia hace muchos años, pero no entró en más detalles.
Toby acercó el coche a la acera.
—Mejor olvidarlo. Intentó incluso asesinar a su hija y después ella murió. Pobre pequeña. Recuerdo que se llamaba Kerry. En fin, ya pasó y nada podemos hacer —sacudió la cabeza—. Aparcaré un momento junto a la boca de incendios. Los polis no molestarán mientras no me quede mucho rato.
Pat intentó alcanzar la manecilla de la puerta, pero Toby fue más rápido. En un instante saltó de su asiento, dio la vuelta al coche y abrió la portezuela sosteniéndola mientras sujetaba el brazo de Pat con su mano.
—Con cuidado, señorita Traymore; hay mucho hielo por aquí.
—Sí, ya lo veo. Gracias.
Dio gracias porque oscureciera tan temprano, pues temía que su expresión pudiera poner sobre aviso a Toby. Quizá no servía para los libros pero ella presentía que era un ser extremadamente perceptivo. La imagen que Pat tenía de aquella casa se limitaba a lo que pudiera haber ocurrido aquella trágica noche; lógicamente tenían que haberse celebrado fiestas allí. En aquella época, Abigail Jennings debía de tener treinta y seis años, Willard Jennings ocho o nueve años más que ella; el padre de Pat tendría ahora más o menos sesenta. Todos eran aproximadamente de la misma edad.
Toby empezó a buscar algo en el portaequipajes. Pat estaba dispuesta a preguntarle acerca de Dean y Renée Adams y sobre la «pobre pequeña Kerry»; pero pensó que no era el mejor momento.
Toby la siguió hasta el interior de la casa llevando consigo dos grandes cajas de cartón. Pat se dio cuenta de que eran muy pesadas, pero él las llevaba con suma facilidad. Lo guió hasta la biblioteca y le indicó el sitio donde debía ponerlas; junto a las cajas que ella había traído del sótano. Bendijo el instinto que tuvo de rascar las etiquetas con el nombre de su padre.
Pero Toby ni se fijó en ellas.
—Es mejor que me vaya, señorita Traymore. Esta caja —señaló— contiene recortes de periódicos, fotos de álbumes…, y todo ese tipo de cosas. En la otra, hay cartas de sus electores, de carácter personal, donde podrá ver el tipo de ayuda que Abby les proporciona. También hay unas cuantas películas, la mayoría de cuando su marido vivía. Lo normal, supongo. Estaré encantado de pasarle las películas en cualquier momento y decirle quiénes son los que aparecen y en qué ocasión.
—Déjeme revisarlas y me pondré en contacto con usted. Gracias, Toby, estoy segura de que será de una gran ayuda para mí en este proyecto. Tal vez entre todos podamos lograr un programa del que la senadora pueda estar satisfecha.
—No se preocupe, que, si no lo está, ya nos lo hará saber. —La ancha cara de Toby se enardeció con una sonrisa—. Buenas noches, señorita Traymore.
—¿Por qué no simplemente «Pat»? Al fin y al cabo, a la senadora la llama «Abby».
—Soy el único que puede llamarla así. Ella odia ese nombre; pero ¿quién sabe si también tendré la oportunidad de salvar su vida alguna vez?
—No lo dude ni un momento, si se presenta la ocasión.
Se dieron la mano y Pat contempló cómo la suya se perdía entre la de aquel hombre.
Cuando Toby se fue, Pat permaneció unos instantes en el portal perdida en sus pensamientos. Tendría que aprender a no mostrar ninguna emoción cuando se mencionara el nombre de Dean Adams. Había tenido la suerte de que Toby lo pronunciara mientras ella estaba protegida por la oscuridad del coche.
*****
Escondida entre las sombras de la casa de enfrente, otra persona observaba cómo Toby se marchaba en el coche. Curiosa e iracunda, estudiaba a Pat mientras permanecía en el portal. El hombre tenía las manos en los bolsillos de su delgado abrigo. Llevaba pantalones de algodón, calcetines y unos zapatos blancos, de suela de goma, que se confundían con la nieve amontonada junto a la casa. Sus muñecas huesudas se crisparon al cerrar los puños, y la tensión se propagó en ondas por los músculos de sus brazos. Era un hombre alto, delgado, de porte tenso y rígido y mantenía la cabeza hacia atrás de una manera poco natural. Su cabello plateado, que llevaba peinado hacia delante cayendo sobre la frente, no correspondía a su rostro sin arrugas.
Ella estaba aquí, la había visto descargando el coche la noche anterior. A pesar de sus advertencias, seguía adelante con aquel programa. El coche que la había traído era el de la senadora y aquellas cajas, probablemente, contenían algún tipo de archivo; por lo visto estaba decidida a quedarse en la casa.
El recuerdo de aquella mañana tan lejana invadió su mente; el hombre yacía boca arriba, atrapado entre la mesita del café y el sofá; los vidriosos ojos de la mujer parecían observarle; el pelo de la niña se hallaba apelmazado y pegado a la sangre ya seca…
Mucho después de que Pat cerrara la puerta tras ella, el hombre seguía allí, en silencio, como si una fuerza extraña le impidiese marcharse.
*****
Pat estaba friendo una chuleta, cuando el teléfono empezó a sonar. No esperaba oír noticias de Sam, pero… Con una sonrisa alcanzó al auricular.
—Diga…
Oyó un susurro.
—¿Patricia Traymore?
—Sí. ¿Quién es? —preguntó, aunque conocía de sobra aquella voz ahogada y almibarada.
—¿Recibió mi carta?
Intentó que su voz sonara calmada y persuasiva.
—No sé por qué está disgustado conmigo. Dígame que quiere.
—Olvide su programa sobre la senadora, señorita Traymore. No deseo hacerle ningún mal. No me obligue a ello, pero debe recordar que el Señor dijo: «A cualquiera que le haga daño a uno de mis pequeños, más le valdría que le atasen una piedra de molino al cuello y se ahogara en la profundidad del mar».
La comunicación se cortó.