Siempre que Sam tenía un problema, daba un largo paseo para que se le despejara la cabeza y poder pensar mejor. Por eso decidió cubrir a pie los kilómetros que había desde su apartamento hasta el sector suroeste del distrito. El restaurante Flagship estaba situado sobre el Potomac y, al aproximarse, pudo contemplar las aguas que bajaban rizadas.
El Cape Cod; la playa de Nauset. Pat andando a su lado con el pelo agitado por el viento y cogida de su brazo. La increíble sensación de libertad, como si estuvieran solos en el mundo y únicamente existieran el cielo, la playa y el océano. «El próximo verano volveremos», se prometió a sí mismo.
El restaurante era un barco amarrado al muelle, y se apresuró a subir por la pasarela, disfrutando del ligero movimiento ondulante.
Jack Carlson estaba allí sentado a una mesa junto a la ventana. Estaba bebiendo un vaso de Perrier. En el cenicero había varias colillas aplastadas. Sam se disculpó por el retraso.
—Es que yo he llegado antes de tiempo —dijo simplemente Jack.
Era un hombre de aspecto aseado, de cabellos grises y ojos brillantes e inquisitivos. Hacía más de veinte años que él y Sam eran amigos.
Sam pidió un martini con ginebra.
—Esto me animará o me acabará de deprimir —explicó con sonrisa forzada.
Observó la mirada escrutadora de Jack, estudiándolo.
—Te he visto otras veces más alegre —comentó Jack—. ¿Qué te hizo sospechar de Toby Gorgone, Sam?
—Es sólo una corazonada —Sam se puso tenso.
—¿Has encontrado algo interesante?
—Creo que sí.
—Hola, Sam. —Frank Crowley se sentó. Su rostro, habitualmente pálido, estaba enrojecido por el frío, y su abundante cabello blanco se hallaba en desorden. Él mismo se presentó a Jack, se ajustó las gafas de montura plateada, abrió su portafolios y sacó un voluminoso sobre—. Por poco no llego —les comunicó—. Empecé a examinar detenidamente la copia del sumario y casi olvido nuestra cita. —El camarero se le acercó—. Un martini con vodka, muy seco —pidió—. Sam, eres la única persona que conozco que todavía bebe martini con ginebra. —Continuó sin esperar respuesta—. El pueblo de Estados Unidos contra Eleanor Brown. Es interesante leerlo y se reduce a una simple cuestión: ¿qué miembro de la familia política de la senadora Jennings estaba mintiendo, Eleanor o Toby? Eleanor subió al estrado de los testigos para declarar en su propia defensa. Fue un gran error. Empezó a hablar de que una vez fue acusada de robo en unos almacenes, y el fiscal lo aprovechó; al final, parecía que hubiera robado Fort Knox. El testimonio de la senadora no la ayudó nada. Habló demasiado sobre dar a Eleanor una segunda oportunidad. He subrayado las páginas más interesantes —dijo alargando la copia a Carlson.
Jack sacó un sobre del bolsillo.
—Éste es el historial que me pediste de Gorgone.
Sam lo leyó por encima, arqueó las cejas y volvió a leerlo con atención.
Apple Junction: Sospechoso de robo de vehículo. La persecución policial se saldó con tres muertos. Sin cargos.
Apple Junction: Sospechoso de apuestas ilegales. Sin cargos.
Ciudad de Nueva York: Sospechoso de lanzar una bomba incendiaria contra un coche, causando la muerte de un prestamista. Sin cargos. Probable venganza de la mafia. Puede haber saldado sus deudas de juego desempeñando trabajos para el hampa.
Otro hecho relevante: excepcional aptitud mecánica.
—Un historial sin tacha —dijo sarcásticamente.
Mientras tomaba unas escalopas, comentaron el historial de Toby Gorgone y lo relacionaron con la copia del proceso de Eleanor Brown, el informe de la comisión sobre el avión estrellado y la noticia del asesinato de Catherine Graney. Cuando les sirvieron el café, habían llegado, por separado y conjuntamente, a unas conclusiones bastante alarmantes: Toby era un genio de la mecánica que introdujo una maleta en el avión de Jennings minutos antes del despegue, por lo que el avión se estrelló luego en circunstancias misteriosas. Toby era un jugador que podía muy bien haber estado en deuda con corredores de apuestas en el momento en que desaparecieron los fondos de la campaña.
—A mí me parece que la senadora Jennings y este tipo, Toby, se turnan intercambiándose favores —comentó Crowley—. Ella le facilita coartadas y él le saca las castañas del fuego.
—No puedo creer que Abigail Jennings enviara a sabiendas a una joven a prisión —dijo Sam rotundamente—. Y estoy convencido de que no tomó parte en el asesinato de su marido. —Se dio cuenta que estaban hablando en voz baja, ya que charlaban de una mujer que dentro de pocas horas podría llegar a ser la vicepresidenta de Estados Unidos.
El restaurante se estaba quedando vacío, pues los comensales, la mayoría gente del Gobierno, se apresuraban a regresar a sus tareas. Probablemente, en algún momento de la comida habrían especulado acerca de la conferencia de prensa que el presidente celebraría aquella noche.
—Sam, he visto docenas de tipos como este Toby —dijo Jack—. La mayoría de ellos están metidos en el hampa y se consagran al cabecilla de la banda. Le alisan el terreno y a la vez se cuidan de ellos mismos. Quizá la senadora Jennings no estaba implicada en las actividades de Toby. Míralo de esta forma: supongamos que Toby sabía que Willard Jennings quería abandonar su escaño en el Congreso y divorciarse de Abigail. Jennings no valía ni cincuenta mil dólares pues su madre guardaba y disponía del dinero; así que, si su marido abandonaba su carrera, Abigail se encontraría fuera del escenario político, sería arrojada del círculo de amigos de Willard Jennings y se vería condenada a ser la ex reina de la belleza de su pueblo natal. Y Toby decidió impedir que esto ocurriera.
—¿Estás sugiriendo que Abby le devolvió el favor encubriéndole en el asunto del dinero de la campaña? —preguntó Sam.
—No necesariamente —dijo Frank—. Lee aquí el testimonio de la senadora en el estrado. Ella admitió que pararon en una gasolinera, aproximadamente en el mismo momento que Eleanor recibió la llamada. El motor hacía un ruido extraño y Toby quería revisarlo. Ella jura que nunca le perdió de vista, pero iba a pronunciar un discurso, y probablemente debía de estar revisando sus notas. Seguramente vio a Toby unos segundos frente al coche haciendo ver que se ocupaba del motor; después él debió de ir al maletero a buscar una herramienta. ¿Cuánto tiempo se tarda en correr rápidamente hacia un teléfono público, marcar un número y dejar un mensaje de dos segundos? Yo, en el lugar del juez, habría desestimado ese testimonio pero, aun pensando que estuviéramos en lo cierto, no puedo entender por qué Toby escogió a Eleanor.
—Es fácil —dijo Jack—. Él sabía sus antecedentes y lo sensible que era ella. Si no encontraba pronto un culpable se haría una investigación exhaustiva sobre los fondos desaparecidos, y él se convertiría en sospechoso en cuanto se descubrieran sus antecedentes. Se daba cuenta de que no podría escaparse de la justicia con otro «Sin cargos» en su historial, y la senadora habría sido obligada por el partido a prescindir de sus servicios.
—Si se comprueba que es cierto lo que creemos acerca de Toby Gorgone, la muerte de Catherine Graney se convierte en algo demasiado oportuno, demasiado conveniente para ser un caso de asesinato fortuito —concluyó Sam.
—Si Abigail Jennings obtiene el beneplácito del presidente esta noche —dijo Jack—, y se descubre que su chófer asesinó a la viuda de Graney, será un escándalo.
Los tres hombres estaban sentados a la mesa; cada uno reflexionaba sobre las consecuencias que todo esto podría tener para el presidente. Finalmente, Sam rompió el silencio.
—Sería importante que pudiéramos probar que Toby escribió esas cartas amenazadoras y arrestarle. Así podría dejar de preocuparme por Pat.
Frank Crowley hizo un gesto afirmativo.
—Y si tu gente consigue suficientes pruebas contra él, se le podría convencer para que dijera la verdad acerca de los fondos de la campaña. Te lo aseguro, la imagen de esa pobre chica, Eleanor Brown, sometida al detector de mentiras, jurando que jamás ha robado ni un trozo de tiza, te hubiera partido el corazón. No aparentaba ni dieciocho años, aunque tiene treinta y cuatro. La experiencia de la prisión casi la mata. Estaba sumida en una profunda depresión, un psiquiatra le dijo que pintara la cara de una muñeca, para plasmar en ella su estado de ánimo. Todavía sigue llevándola a todas partes. Verla te daña la vista, parece una niña apaleada.
—¡Una muñeca! —exclamó Sam—. Tiene una muñeca. ¿Por casualidad no será una Raggedy Ann?
Frank, asombrado, asintió y pidió más café.
—Me temo que estamos equivocándonos —dijo con aire cansado—. Volvamos a empezar.