Pat llegó al edificio de la emisora a las nueve y decidió tomar café y un bollo en el drugstore. No se sentía con fuerzas para afrontar la atmósfera cargada, la sorda irritabilidad y las explosiones nerviosas que sabía que le esperaban en este último día de rodaje. Sentía un dolor punzante en la cabeza y le dolía todo el cuerpo. Había dormido agitadamente y sufrido pesadillas. Hubo un momento en que gritó pero no podía recordar lo que había dicho.
En la radio del coche, al oír las noticias, se enteró de la muerte de Catherine Graney. No podía apartar de su mente la imagen de aquella mujer, cómo se iluminó su cara cuando le habló de su hijo; la forma cariñosa en que acariciaba a su viejo setter irlandés. Catherine Graney habría cumplido su amenaza de demandar a la senadora Jennings y a la emisora después de la emisión del programa. Su muerte hacía que esta amenaza no se pudiera llevar a cabo.
¿Había sido víctima de un vulgar atracador? La noticia decía que estaba paseando a su perro cuando sucedió. ¿Cómo se llamaba? ¿Sligo? Parecía poco probable que un criminal decidiera atacar a una mujer con un perro grande.
Pat rehusó el bollo. No tenía hambre. Hacía sólo tres días que había estado tomando café con Catherine Graney. Ahora aquella mujer atractiva y llena de vida estaba muerta.
Cuando llegó al estudio, Luther ya se hallaba en el plató con su cara pecosa, sus labios pálidos, sus ojos escudriñándolo todo buscando hasta el menor fallo.
—He dicho que no quería esas flores —gritaba—. Me importa un bledo que las acaben de traer; están marchitas. ¿Es que nadie aquí puede hacer las cosas bien? Y esa silla no es lo bastante alta para la senadora. Parece un asqueroso taburete de ordeñar vacas. —De repente, descubrió a Pat—. Veo que por fin has llegado, ¿te has enterado de lo de esa mujer, Graney? Tendremos que rehacer la secuencia en la que Abigail habla de la seguridad en el tráfico; ataca demasiado duramente al piloto y podría haber problemas cuando la gente se entere de que su viuda ha sido víctima de un asesinato. Empezamos a rodar dentro de diez minutos.
Pat se quedó mirando a Luther. Catherine Graney había sido una persona decente y buena, y su muerte, para este hombre, sólo significaba un corte en una secuencia del rodaje. Sin decir nada, dio media vuelta y se dirigió al vestuario.
La senadora Jennings estaba sentada ante un tocador con una toalla sobre los hombros. La maquilladora le retocaba diestramente el maquillaje empolvándole la nariz. La senadora cerraba las manos tensamente. Su saludo fue casi cordial.
—Esto ya se acaba, Pat. ¿Estás contenta como yo de que se termine de una vez?
—Sí, creo que sí, senadora.
La maquilladora cogió el frasco de laca y probó si funcionaba.
—No me ponga eso —replicó la senadora—. No quiero parecer una muñeca Barbie.
—Lo siento —dijo la chica tartamudeando—. La mayoría de la gente… —Su voz se apagó.
Sabiendo que Abigail la estaba observando por el espejo, Pat evitó que sus miradas se encontrasen.
—Hay unos cuantos puntos que deberíamos tratar ahora. —El tono de Abigail era brusco y directo—. Me alegro de que rodemos de nuevo las secuencias en que hablamos de la seguridad aérea, a pesar de que, desde luego, siento mucho lo ocurrido a la señora Graney. Pero quiero hacer hincapié en que, incluso los pequeños aeropuertos, tienen que contar con los más modernos equipos de seguridad. He decidido que tenemos que hablar más de mi madre. Es absurdo que intente ignorar esa foto del Mirror y ese artículo que salió ayer en la primera página del Tribune. Creo que también deberíamos destacar mi papel en asuntos internacionales. Te he preparado algunas preguntas para que me las hagas.
Pat dejó el cepillo que tenía en la mano y se volvió para mirar de frente a la senadora.
—¿Ah, sí?
Cuatro horas después, un grupo reducido comía bocadillos y tomaba café en la sala de proyecciones, mientras visionaba la copia definitiva. Abigail estaba sentada en la primera fila, entre Luther y Philip. Pat se encontraba varias filas más atrás, con el ayudante de dirección. En la última fila, Toby vigilaba.
La primera secuencia mostraba a Pat, Luther y la senadora sentados en un semicírculo. «Hola, y bienvenido al primer programa de nuestra serie Mujeres en el Gobierno…». Pat se observó con mirada crítica. Su voz era más ronca de lo normal y había algo rígido en su porte que sugería tensión. Luther estaba totalmente a sus anchas, y en conjunto, la primera toma de contacto con el público surtía efecto. Abigail y ella se complementaban bien. El vestido de seda azul de Abigail había sido una buena elección; indicaba femineidad sin cursilería. Su sonrisa era cálida y sus ojos luminosos. La actitud que tomó al escuchar el brillante resumen de su carrera con que era presentada, fue de naturalidad.
Hablando de sus responsabilidades como senadora senior de Virginia, Abigail decía: «Es un trabajo que exige mucho, pero que produce grandes satisfacciones…». Luego, secuencias con tomas de Apple Junction; la foto de Abigail con su madre. Pat miró atentamente la pantalla cuando la voz de Abigail adquirió súbitamente un tono tierno y conmovido: «Mi madre tuvo que afrontar el mismo problema, al igual que tantas madres trabajadoras de hoy. Se quedó viuda cuando yo tenía seis años; no quiso separarse de mí y por eso tuvo que aceptar trabajar de ama de llaves en una casa particular. Sacrificó su carrera de directora de hotel para poder estar en casa cuando yo llegaba del colegio. Estábamos muy unidas. Siempre se avergonzó de su obesidad; tenía un problema glandular, supongo que al igual que mucha gente en nuestro país. Cuando le pedí que se trasladara a vivir con nosotros, se echó a reír y dijo: “La montaña no piensa ir a Washington”. Era una mujer divertida y entrañable». Al llegar a ese punto la voz de Abigail tembló y después explicó lo del concurso de belleza. «Ella me convenció: “Gánalo para la gordinflona…”. Y gané aquel premio para mamá…».
Pat quedó prendida en el embrujo de su ternura. Incluso la escena en el despacho de Abigail, cuando la senadora llamó a su madre gorda tirana le parecía irreal. «Pero fue auténtica», pensó ella. Abigail Jennings es una actriz consumada. Más tarde siguieron las secuencias de la recepción de la boda y de su primera campaña. Las preguntas de Pat a Abigail comenzaron: «Senadora, usted se casó muy joven, estaba acabando su carrera en la universidad y, además, ayudaba a su marido en su primera campaña para acceder al Congreso. Cuéntenos cómo se sentía usted entonces». Abigail respondió: «Era maravilloso. Yo estaba muy enamorada y mi sueño, desde pequeña, había sido ayudar a alguien a que ocupara un cargo público. Estar junto a él, justo al comienzo de su carrera, me entusiasmaba. Verá usted, a pesar de que un Jennings siempre había ocupado ese cargo, en el caso de Willard la lucha fue muy dura. No puedo describirle la emoción de la noche que supimos que Willard había sido elegido. Cada victoria electoral es fantástica, pero la primera es inolvidable». La escena con los Kennedy en la fiesta de cumpleaños de Willard Jennings… y Abigail diciendo: «Éramos tan jóvenes… Éramos tres o cuatro parejas que solíamos salir juntos, nos pasábamos las horas sentados hablando. Todos estábamos convencidos de que podíamos cambiar el mundo y mejorar las condiciones de vida. Ya no queda ninguno de aquellos jóvenes políticos. Soy la única que permanece en el Gobierno y a menudo pienso en la cantidad de planes y proyectos que Willard, Jack y los demás habían concebido».
«Mi padre era uno de los “otros”», pensó Pat mientras miraba la pantalla.
Había varias escenas que eran verdaderamente emocionantes. Maggie en la oficina de Abigail agradeciéndole que le hubiera encontrado una residencia para su madre; una madre joven abrazada a su hija de tres años explicando cómo su ex marido había secuestrado a la niña. «Nadie me ayudaba, nadie; pero alguien me dijo: “Llama a la senadora Jennings. Ella te lo solucionará”».
«Y lo hace», pensó Pat.
Pero más tarde, cuando Luther la entrevistó, Abigail habló del turbio asunto de los fondos de la campaña. «Estoy contenta de que Eleanor Brown se haya entregado a la justicia para acabar de pagar por fin la deuda que tiene con la sociedad. Sólo espero que sea lo suficientemente honesta para devolver lo que haya quedado del dinero, o que, al menos, diga con quién lo compartió».
Algo llamó la atención de Pat e hizo que se girara. En la semioscuridad de la sala de proyecciones, pudo ver la masa compacta de Toby repantigada en su silla con las manos juntas debajo del mentón y el anillo de ónice brillando en su dedo. Asentía con la cabeza, manifestando su aprobación. Ella se giró de nuevo rápidamente hacia la pantalla, ya que no quería tropezar con su mirada.
Luther estaba haciendo preguntas a Abigail acerca de su dedicación a mejorar las condiciones de la seguridad aérea. «A Willard le pedían continuamente que diera conferencias en universidades y él aceptaba todos los compromisos que podía. Decía que la etapa universitaria es el momento en que los jóvenes empiezan a formarse una idea madura sobre el mundo y la manera de gobernarlo. Vivíamos del sueldo de congresista de Willard y teníamos que controlar nuestros gastos. Hoy soy viuda porque mi marido alquiló el avión más barato que pudo encontrar… ¿Conoce usted las estadísticas sobre la cantidad de pilotos de guerra que compraron un avión de segunda mano e intentaron crear una línea de vuelos charter prácticamente sin nada? Muchos de ellos quebraron, pues no tenían fondos suficientes para mantener los aviones en condiciones apropiadas. Mi marido murió hace más de veinticinco años, y he estado luchando desde entonces para que se prohíba a los aviones pequeños aterrizar en campos de aviación muy concurridos. He estado muy unida a la Asociación de Pilotos de Líneas Regulares ejerciendo siempre un rígido control sobre las normas exigidas a los pilotos».
No mencionaba a George Graney, pero en sus palabras yacía una acusación implícita por la muerte de Willard Jennings. «Después de todos esos años, Abigail, sin dar tregua, seguía achacándole al piloto la responsabilidad del accidente», pensó Pat. Mientras se veía en la pantalla, se dio cuenta de que el documental había salido exactamente como lo había planeado; éste hacía aparecer a Abigail Jennings como una persona humana y comprensiva y como un político totalmente dedicado a su tarea. No le produjo las más mínima satisfacción.
El programa finalizaba con unas secuencias de Abigail entrando en su casa al anochecer, después de un duro día de trabajo y con un comentario en off que decía que, como tantos hombres y mujeres que vivían solos, Abigail volvía a la soledad de su casa y pasaría la velada en su estudio revisando proyectos de leyes.
La pantalla se oscureció. Cuando se iluminó la sala, todos se levantaron. Pat observó la reacción de Abigail. La senadora se volvió hacia Toby y él asintió con aire aprobador; entonces, con una tranquila sonrisa, Abigail proclamó que el programa era un éxito. Miró a Pat.
—A pesar de todas las dificultades, has hecho un buen trabajo. Tenías razón al querer utilizar la historia de mis primeros años. Lamento habértelo puesto tan difícil. ¿Qué opinas tú, Luther?
—Creo que das una imagen fantástica. Pat, ¿tú qué opinas?
Pat consideró su respuesta; todos estaban satisfechos y el final era técnicamente correcto; entonces, ¿qué era lo que le impulsaba a pedir que se añadiera una escena más? La carta. Quería leer la carta que Abigail había escrito a Willard Jennings.
—Tengo un problema —dijo—. El aspecto humano de este programa es lo que le diferencia de los demás. Me gustaría finalizarlo con algo personal.
Abigail levantó la mirada con impaciencia. Toby frunció el ceño.
Se hizo un tenso silencio en la sala. La voz del maquinista se oyó por el altavoz.
—¿Han acabado?
—No. Pase la última escena de nuevo —respondió Luther.
La sala se oscureció y volvieron a visionar los dos minutos que cerraban el programa.
Todos miraban atentamente. Luther fue el primero en comentar.
—Lo podemos dejar así, pero creo que Pat quizá tenga razón.
—¿Ah, sí? ¡Qué maravilla! —dijo Abigail—. ¿Qué vais a hacer? He de estar en la Casa Blanca dentro de unas horas y no tengo intención de llegar allí en el último segundo.
«¿Podré convencerla de lo que quiero hacer?», se preguntó Pat. Por alguna razón que no podía explicar quería desesperadamente leer la carta encabezada por la frase «Billy querido» y deseaba ver la impresión que causaba en la senadora; pero Abigail había insistido en leer cada palabra del guión antes de que se rodara. Pat intentó parecer desinteresada.
—Senadora, usted fue muy amable al poner a nuestra disposición su archivo personal. En el último paquete que me trajo Toby, encontré una carta que quizá dé ese toque personal que estamos buscando. Por supuesto, la puede usted leer antes de rodar la escena, pero creo que sería todo más espontáneo y natural si no lo hace. En cualquier caso, si no sale bien nos quedaremos con el final que ya tenemos.
Abigail miró a Luther con desconfianza.
—¿Has leído tú esta carta?
—Sí, y estoy de acuerdo con Pat, pero la decisión es tuya.
Ella se volvió hacia Philip y Toby.
—Vosotros dos escogisteis lo que pensasteis que sería de más utilidad para el programa, ¿verdad?
—Sí, senadora.
Se encogió de hombros y dijo:
—Bueno, en ese caso…, pero no sea que me vaya a encontrar ahora ante una carta de alguien diciéndome que fue elegida Miss Apple Junction un año después que yo.
Todos se rieron. «Ha cambiado —pensó Pat—, está más segura de sí misma».
—Rodamos dentro de diez minutos —dijo Luther. Pat se dirigió apresuradamente al camerino y se empolvó el rostro para disimular las pequeñas gotas de sudor que cubrían su frente. «¿Qué es lo que me ocurre?», se preguntó asustada.
Se abrió la puerta y Abigail entró. Abrió su bolso y sacó una polvera.
—Pat —le dijo—, este programa es muy bueno. ¿No crees?
—Sí, lo es.
—Yo estaba en contra de hacerlo. Tenía un mal presentimiento. Has realizado un gran trabajo haciéndome aparecer como una persona amable y encantadora. —Sonrió—. Cuando he visto la copia me he gustado a mí misma como hacía mucho tiempo que no me sucedía.
—Me alegro —agradeció Pat. De nuevo volvía a ser la mujer que ella había admirado tanto.
A los pocos minutos, estaban de nuevo en el plató. Pat tapaba con su mano la carta. Luther comenzó a hablar: «Senadora, queremos agradecerle que esté con nosotros y nos permita entrar en su intimidad. Lo que usted ha llegado a conseguir es un ejemplo para todos y una muestra de las muchas cosas positivas que, con tesón, se puede extraer de una tragedia. Cuando preparábamos este programa, usted nos dio acceso a gran parte de sus documentos privados. Entre ellos, encontramos una carta que usted escribió a su marido, el congresista Willard Jennings. Creo que esta carta resume a la joven que usted fue y a la mujer que ha llegado a ser. ¿Puedo pedirle a Pat que se la lea ahora?».
Abigail inclinó su cabeza, con expresión interrogante.
Pat abrió la carta. Con voz ronca, leyó lentamente:
—Billy querido —se le hizo un nudo en la garganta—. Billy querido, Billy querido —y tuvo que hacer un esfuerzo para continuar pues sentía la boca espantosamente seca. Levantó la mirada. Abigail la estaba contemplando pálida—. Estuviste espléndido en la sesión de esta tarde. Estoy muy orgullosa de ti. Te quiero tanto, que sólo deseo pasar el resto de mi vida contigo, trabajar contigo. Mi amor, tú y yo vamos a cambiar el mundo.
Luther intervino.
—Esa carta fue escrita el 13 de mayo. El 20, el congresista Willard Jennings murió y usted siguió sola su camino para hacer un mundo diferente. Senadora Abigail Jennings, gracias.
Los ojos de la senadora brillaban, una tierna sonrisa, apenas esbozada, se dibujaba en su boca. Con un gesto de asentimiento, sus labios dibujaron la palabra: gracias.
—Corten —dijo el director.
Luther se levantó y fue hacia ella:
—Senadora, ha sido perfecto. Todo el mundo…
Se detuvo en medio de la frase porque Abigail se abalanzó arrancando la carta de manos de Pat.
—¿Dónde conseguiste esto? —preguntó gritando—. ¿Qué es lo que estás intentando hacerme?
—Senadora, ya le dije que no tenemos que utilizarlo si no le gusta —protestó Luther.
Pat se quedó mirando a Abigail mientras su cara se convertía en una máscara de dolor y rabia. ¿Dónde había visto antes aquella expresión en esta misma cara?
Una enorme sombra se abrió paso hasta llegar a ella. Toby sacudió por los hombros a la senadora y casi le gritó:
—Abby, está bien que la gente conozca la última carta que escribiste a tu marido.
—¿Mi…, última carta? —Abigail levantó una mano y se cubrió el rostro, como si así pudiera recomponer su expresión—. Claro…, lo siento… Es sólo que Willard y yo solíamos escribirnos continuamente breves cartas como ésa. Me alegro de que encontraras la última.
Pat, paralizada, seguía sentada en su silla. «Querido Billy, Billy querido…», las palabras tenían un sonido de tambor que retumbaba en su cabeza. Agarrándose a los brazos de la silla, alzó la cabeza y se encontró con la mirada salvaje de Toby.
Se recostó aterrorizada.
Él se giró hacia Abigail y, ayudado por Luther y Phil, escoltaron a la senadora hasta la puerta del estudio. Uno a uno, los focos se fueron apagando.
—Oye, Pat —dijo el cámara—, esto ya es el final, ¿verdad?
Pat consiguió levantarse.
—Sí, el final.