Por la mañana del día 27 de diciembre, Sam se levantó a las siete, releyó la copia del informe de la comisión sobre el accidente que había costado la vida al congresista Willard Jennings. Subrayó una frase en particular y llamó a Jack Carlson.
—¿Cómo van tus pesquisas sobre Toby Gorgone?
—Tendré listo el informe a las once.
—¿Comes con alguien? Tengo algo que mostrarte. —Se refería a una frase de la copia del informe: «El chófer del congresista Jennings, Toby Gorgone, colocó el equipaje en el avión».
Sam quería leer el informe sobre Toby antes de discutir nada.
Acordaron encontrarse a mediodía en el restaurante Flagship.
Luego, Sam telefoneó a Frank Crowley, el abogado que había contratado para defender a Eleanor Brown, y le invitó también a comer.
—¿Puedes traer la copia del proceso de Eleanor Brown?
—No te preocupes que la tendrás, Sam.
El café estaba a punto. Sam se sirvió una taza y puso la radio de la cocina. Casi todas las noticias de las nueve ya habían sido dadas. El hombre del tiempo auguraba un día medianamente soleado. La temperatura estaría alrededor de los treinta grados Fahrenheit, y después dieron el resumen de las noticias más importantes, incluyendo una que decía que el cuerpo de una conocida anticuaría, la señora Catherine Graney, de Richmond, había sido encontrado en un bosque cercano a su casa. Su perro había sido estrangulado y le habían roto el cuello. La policía creía que el animal había muerto al intentar defenderla.
¡Catherine Graney muerta! Justo cuando había estado a punto de hacer estallar un escándalo que afectaba directamente a Abigail.
—No creo en las coincidencias —dijo Sam en voz alta—. Lo siento, pero no creo en ellas.
Durante el resto de la mañana reconsideró apenadamente sus sospechas. Varias veces cogió el teléfono para llamar a la Casa Blanca y cada vez se arrepintió antes de marcar.
No tenía prueba alguna de que Toby Gorgone fuera otra cosa que lo que aparentaba ser: un entregado chófer y guardaespaldas de Abigail. Y, aunque Toby fuera culpable del crimen, no tenía ninguna prueba de que Abigail supiera de sus actividades.
El presidente anunciaría el nombramiento de Abigail aquella misma noche. Sam estaba seguro. Pero todavía quedaban varias semanas para el nombramiento oficial. «Habría tiempo suficiente para llevar a cabo una investigación exhaustiva y esta vez me aseguraré de que no haya encubridores», pensó apesadumbrado.
Sin saber exactamente por qué, Sam estaba seguro de que Toby era el autor de las amenazas que había recibido Pat. Si tenía algo que esconder, evidentemente no le gustaría que ella investigara su pasado.
Si realmente era él quien la había estado amenazando…
Sam se pegó un puñetazo en la palma de la mano. Ya no pensaba en sí mismo como un futuro abuelo.
*****
Abigail retorció sus manos nerviosamente.
—Deberíamos haber salido más temprano —dijo—. Estamos en medio de un embotellamiento. Date prisa, Toby.
—No te preocupes, senadora —respondió él en tono apaciguador—. No pueden empezar a filmar sin ti. ¿Cómo has dormido?
—Me desperté muchas veces; no hacía más que pensar en que voy a ser vicepresidenta de Estados Unidos. Pon la radio, veamos qué es lo que dicen de mí…
Las noticias de las ocho y media de la CBS acababan de empezar:
«Persisten los rumores de que la razón por la que el presidente ha convocado una conferencia de prensa para esta tarde, es la de anunciar la elección del nuevo vicepresidente de Estados Unidos, y todo hace suponer que la liza está entre la senadora Abigail Jennings o la senadora Claire Lawrence. Una de ellas será la primera mujer en tener ese honor.
»Y hay una trágica coincidencia: se ha averiguado que la señora Catherine Graney, la anticuaria de Richmond que fue hallada muerta asesinada mientras paseaba a su perro, era la viuda del piloto que murió hace veintisiete años en el accidente de aviación en el que perdió la vida el congresista Willard Jennings. Abigail Jennings empezó su carrera política cuando se la nombró para que completara el mandato de su marido…
—¡Toby! —Él miró por el espejo retrovisor. Abigail parecía afectada—. Toby, qué desastre.
—Sí, es espantoso. —Él observó que la expresión de Abigail se había endurecido.
—Nunca olvidaré cómo, cuando esperábamos noticias del avión que no llegaba, la madre de Willard fue a visitar a esa mujer. A mí, en cambio, ni me llamó para preguntar cómo me sentía.
—Bueno, ahora están juntas con los angelitos, Abby. Mira qué rápido va el tráfico, llegaremos a tiempo al estudio.
Cuando se acercaban a la zona privada del aparcamiento, Abigail preguntó en voz baja:
—¿Qué hiciste ayer por la noche, Toby, jugaste al póquer o tenías una cita?
—Vi a la damisela de la hamburguesería y pasé la noche con ella. ¿Por qué? ¿Me estás interrogando? ¿Quieres hablar con ella, senadora? —Su voz tenía un ligero tono de indignación.
—No, claro que no. Está muy bien que te veas con camareras en tu tiempo libre. Supongo que te lo pasarías muy bien.
—Así fue. No me he tomado mucho tiempo libre últimamente.
—Lo sé. Te he tenido demasiado ocupado. —Su voz era conciliadora—. Sólo que…
—¿Sólo qué, senadora?
—Nada…, nada.
*****
A las ocho en punto llevaron a Eleanor a efectuar una prueba en el detector de mentiras. Había dormido sorprendentemente bien, en comparación con aquella primera noche en la celda, hacía ahora once años, cuando de repente había comenzado a gritar. «Usted padeció una claustrofobia aguda aquella noche», le había dicho un psiquiatra después de su depresión. Pero ahora sentía una curiosa sensación de paz, nunca más tendría que huir.
¿Podía ser que el padre hubiera hecho algún daño a aquellos ancianos? Eleanor se estrujaba el cerebro intentando recordar un solo momento en el que él hubiera dejado de ser amable y bueno. No encontró ninguno.
—Por esta puerta —le dijo la celadora y la condujo a una habitación pequeña cercana a donde estaban las celdas. El detective Barrot estaba leyendo el periódico. Ella se alegró de verle, porque no la trataba como si fuera una mentirosa. La miró y sonrió.
Incluso cuando otro hombre entró y la conectó al detector de mentiras, no lloró, como hizo cuando la arrestaron por el robo a la senadora. En lugar de eso, se sentó en la silla, abrazó su muñeca y, un poco avergonzada, les preguntó si podía tenerla consigo. Ellos no actuaron como si fuera una petición descabellada. Frank Crowley, aquel hombre agradable con aspecto paternal que era su abogado, entró. El día anterior había intentado explicarle que no le podía pagar más que los escasos quinientos dólares que había conseguido ahorrar, pero él le dijo que no se preocupara por ello.
—Eleanor, todavía puedes negarte a que se te haga esta prueba —le estaba diciendo él ahora; y ella respondió que entendía, pero que estaba de acuerdo en que se la hicieran.
Al principio, el experto le preguntó cosas sencillas, incluso absurdas, comentarios acerca de su edad, de su educación y de su plato favorito. Luego empezó a preguntarle las cosas que ella había estado esperando oír.
—¿Has robado algo alguna vez?
—No.
—¿Ni siquiera algo pequeño, como un lápiz de colores o un trozo de tiza cuando eras pequeña?
La última vez que le habían preguntado eso, había empezado a sollozar diciendo: «¡No soy una ladrona! ¡No soy una ladrona!». Pero ahora no le era tan difícil someterse. Se hacía a la idea de que estaba hablando con el detective Barrot y no con aquel ser extraño, brusco e impersonal.
—Yo nunca he robado nada en mi vida —dijo ella con la mayor seriedad—. Ni siquiera un lápiz de colores o un trozo de tiza. Yo no podría coger nada que perteneciera a otra persona.
—¿Qué me dices de la botella de perfume cuando estabas en la escuela superior?
—Yo no la robé, se lo juro. Sólo olvidé dársela al dependiente.
—¿Con qué frecuencia bebes alcohol cada día?
—¡Oh, no! A veces bebo vino, y no demasiado; me da sueño.
Se dio cuenta de que el detective Barrot sonreía.
—¿Cogiste los setenta mil dólares de la oficina de la campaña de la senadora Jennings?
La última vez, durante la misma prueba, se había puesto histérica con esa pregunta. Ahora, dijo simplemente:
—No, no lo hice.
—Pero pusiste cinco mil dólares de ese dinero en tu trastero, ¿no?
—No, no es verdad.
—Entonces, ¿cómo crees que fueron a parar allí?
Las preguntas continuaban incesantes.
—¿Mentiste cuando declaraste que Toby Gorgone te llamó?
—No, no lo hice.
—¿Estás segura de que era Toby Gorgone?
—Creí que era él. Y si no lo era, su voz se parecía mucho a la suya.
Entonces comenzaron unas preguntas increíbles e inesperadas.
—¿Sabías que Arthur Stevens es sospechoso de la muerte de una de sus pacientes, la señora Anne Gillespie?
Eleanor casi perdió el control de sí misma.
—No, no lo sabía, no lo puedo creer.
Entonces ella recordó lo que él había dicho hablando durante el sueño: «Cierre los ojos, señora Gillespie. ¡Cierre los ojos!».
—Tú crees que sí es posible. Se ve claramente en el detector.
—No —susurró ella—. Padre nunca podría haber herido a nadie, sólo quiere ayudarles. Lo siente mucho cuando ve a uno de sus pacientes sufrir.
—¿Crees que sería capaz de hacer algo para evitarles el sufrimiento?
—No sé lo que quiere usted decir con eso.
—Creo que sí lo sabes, Eleanor. Arthur Stevens intentó incendiar la residencia de ancianos el día de Navidad.
—Eso es imposible.
El impacto que recibió al escuchar estas palabras hizo palidecer a Eleanor. Se quedó mirando horrorizada al detective mientras él le formulaba su última pregunta.
—¿Tuviste, alguna vez, un motivo para sospechar que Arthur Stevens era un maníaco homicida?
*****
Arthur había tomado pastillas de cafeína cada dos horas durante la noche, pues no podía arriesgarse a quedarse dormido y gritar en sueños. Se sentó en el ropero con las rodillas juntas, muy tenso, para no estirarse, mirando en la oscuridad.
¡Había tenido tan poco cuidado! Cuando Patricia Traymore llegó a casa, él se situó al lado de la puerta del ropero para poder escuchar sus movimientos mientras deambulaba por la casa. Oyó el rumor del agua que circulaba por las tuberías mientras ella se duchaba; luego, había regresado al piso de abajo y él pudo distinguir el olor del café hirviendo. Unos minutos después, ella se había puesto a tocar el piano. Él salió y se sentó en el rellano de la escalera, sabiéndose seguro mientras ella tocaba.
En aquel momento, las voces empezaron a hablarle de nuevo, diciéndole que, cuando esto se acabara, tenía que encontrar una nueva residencia de ancianos donde continuar su misión. Estaba tan absorto en sus pensamientos que no se dio cuenta que la música había acabado; había olvidado dónde estaba, hasta que oyó los pasos de Patricia Traymore subiendo la escalera.
En su apresurada huida, para refugiarse en su escondite, había pisado la tabla que estaba suelta, y supo que ella había notado algo extraño. No se atrevió a respirar cuando Pat abrió la puerta del ropero. Por suerte, no se le ocurrió mirar detrás de las estanterías.
Así pasó toda la noche, en vela, aguzando el oído cuando ella se despertó, y alegrándose cuando, al fin, se fue de la casa. No salió del ropero más que unos pocos minutos cada vez, pues temía que llegara alguien y le viera.
Pasaron largas horas y, en un momento dado, las voces le ordenaron que cogiera del armario la bata marrón de Patricia Traymore y se la pusiera.
De este modo, estaría vestido como correspondía para castigarla en el caso de que ella hubiera traicionado a Glory.