—Estuviste muy bien, senadora —dijo Luther—. Perdona que tuviera que pedirte que te cambiaras de traje, pero queríamos dar la imagen de un día de trabajo, y lógicamente tenías que llevar la misma ropa en el despacho que al llegar a casa.
—No importa, es culpa mía. Debí haberme dado cuenta de ese detalle —dijo Abigail.
Se hallaban en la sala. Los cámaras estaban recogiendo su equipo. Toby sabía que Abigail no tenía ninguna intención de ofrecerle una copa a Pelham; sólo quería quitárselo de encima. Evidentemente, Luther se daba cuenta de esta actitud.
—Daos prisa —dijo al equipo. Entonces, sonrió de manera conciliadora—. Ya sé que ha sido un día largo para ti, Abigail. Sólo falta una sesión en el estudio mañana por la mañana, y todo estará listo.
—Ése será el momento más feliz de mi vida.
Toby deseaba que Abigail pudiera descansar. Habían salido en coche para dar una vuelta y pasaron por la mansión del vicepresidente varias veces. Abby incluso había bromeado al respecto:
—¿Puedes imaginar lo que dirían los periodistas si me vieran merodeando por aquí?
Pero, en cuanto llegó el equipo de cámaras, se puso tensa de nuevo. Pelham se estaba poniendo el abrigo.
—El presidente ha convocado una conferencia de prensa mañana por la noche, a las nueve, en la sala este. ¿Piensas asistir?
—Creo que he sido invitada —dijo ella.
—Esto nos viene de perlas. El programa se emitirá entre las seis y media y las siete de la tarde, de modo que no habrá ningún problema de horario para los telespectadores.
—Estoy segura de que todo Washington se muere de ganas de verlo —dijo Abigail—. Luther, en serio, estoy terriblemente cansada.
—Perdóname. Desde luego, te veré mañana por la mañana, a las nueve en punto si te va bien.
—Un minuto más y me habría vuelto loca —dijo Abigail cuando al final ella y Toby se quedaron solos—. Y cuando pienso que toda esta mascarada no me sirve para nada…
—Claro que te sirve, senadora —dijo Toby lentamente—. Todavía tienes que obtener la aprobación del Congreso. Estoy seguro de que conseguirás la mayoría, pero no estaría de más que mucha gente enviara telegramas felicitando tu nombramiento. Por eso puede serte muy útil el programa, Abby.
—En ese caso, habrá valido la pena.
—Abby, ¿me necesitas esta noche?
—No, me voy a ir pronto a la cama para leer hasta que me quede dormida. Ha sido un día muy largo.
Ella sonrió y él observó que estaba muy cansada.
—¿A qué camarera estás persiguiendo ahora? ¿O se trata de una partida de póquer?
*****
Pat apagó las luces de la sala y se dirigió a su habitación. El gabinete se hallaba iluminado, pero la escalera, a partir del rellano, estaba a oscuras.
Las iracundas palabras de su padre resonaban en sus oídos:
—No debiste haber venido.
Aquella última noche, el timbre había sonado insistentemente. Su padre fue a abrir la puerta: alguien irrumpió rápidamente y miró hacia arriba; por eso ella tenía tanto miedo de que la hubieran visto.
Su mano temblaba cuando la apoyó en la balaustrada. «No hay motivo para preocuparse —pensó—. Lo único que me pasa es que estoy muy cansada y ha sido un día especialmente duro, me pondré cómoda y me prepararé algo para cenar».
Ya en el dormitorio, se desvistió rápidamente e iba a coger la bata, que estaba detrás de la puerta, cuando cambió de idea, se decidió por el caftán de terciopelo, abrigaba más y era más cómodo.
Sentada frente al tocador, se recogió el pelo y empezó a ponerse crema en la cara. Las yemas de sus dedos se movían mecánicamente sobre su piel, haciendo círculos en las zonas que los masajistas le habían enseñado, presionando un instante la sien y tocando la fina cicatriz que tenía cerca de la línea del pelo.
Los muebles que había detrás de ella se reflejaban en el espejo, las columnas de la cama parecían altos centinelas. Se miró con fijeza en el espejo. Había oído que, si se escogía un punto imaginario en la frente y se concentraba en él la mirada, se podía uno hipnotizar a sí mismo y volver al pasado. Durante un minuto entero, tuvo la vista fija en el punto imaginario, y experimentó la extraña sensación de verse andando hacia atrás por un túnel… Le parecía que no estaba sola. Había alguien más.
«Qué absurdo», pensó, se estaba volviendo frívola y maniática. Bajó a la cocina, se hizo una tortilla, un café y unas tostadas, y trató de comer haciendo un esfuerzo.
La cocina despedía un calorcillo acogedor y tranquilizante. Sus padres y ella debían de haber comido de vez en cuando allí. ¿Tenía acaso un vago recuerdo de haber estado, ante esa mesa, sentada en el regazo de su padre? Verónica le había mostrado la última tarjeta de Navidad que mandaron. Estaba firmada por Dean, Renée y Kerry. Dijo los nombres en voz alta, «Dean, Renée y Kerry» y, al pronunciarlos, notó que algo no concordaba.
Enjuagar los platos y ponerlos en el lavavajillas era una excusa para retrasar lo que sabía que tenía que hacer: estudiar el artículo de ese periódico y ver si proporcionaba una nueva luz sobre Dean y Renée Adams.
El periódico todavía estaba en la mesa de la biblioteca. Lo abrió por el centro, y se obligó a leer cada línea del texto. Casi todo lo que decía el artículo lo conocía ya; pero eso no atenuaba su dolor… «En el arma estaban impresionadas las huellas dactilares de ambos. Dean Adams había muerto en el acto a causa de la bala alojada en su frente… Renée Adams quizá vivió un poco más».
Una columna hacía hincapié en los rumores que sus vecinos habían difundido gustosamente durante la fiesta: el matrimonio era claramente desgraciado. Renée había pedido a su marido que se fueran de Washington, pues no le gustaban las constantes recepciones; estaba celosa de la atracción que su marido ejercía sobre otras mujeres.
Aquella cita de una vecina: «Ella estaba completamente loca por él y él era muy mujeriego».
Mucha gente creía que fue Renée, y no Dean, quien había apretado el gatillo. Durante el interrogatorio, la madre de Renée había intentado aplacar esos rumores. «No es un misterio —había dicho—, es una tragedia. Sólo unos días antes de que la asesinaran, mi hija había dicho que venía a casa con Kerry y que después pediría el divorcio y trataría de conseguir su custodia. Creo que esta decisión fue la que desencadenó la violencia».
«Quizá tenía razón —pensó Pat—. Recuerdo haber tropezado con un cuerpo. ¿Por qué creo que era el de mamá y no el de él?». Pero segura no estaba.
Miró con detenimiento las fotografías de grupo, que ocupaban casi toda la segunda página. ¡Willard Jennings tenía un aspecto tan animado! Catherine Graney había dicho que quería dejar el Congreso y aceptar el cargo de decano de una universidad. Y Abigail había sido realmente una mujer de belleza incomparable. En una foto borrosa que había entre las otras, Pat la miró detenidamente. Entonces, movió el periódico para que la luz iluminara directamente la página.
Era una foto inocente, tomada en la playa. Su padre, su madre y Abigail formaban un grupo con otras dos personas. Su madre leía un libro. Los dos desconocidos estaban echados sobre unas colchonetas y tenían los ojos cerrados. La cámara había captado a Abigail y a su padre mirándose. No podía existir la menor duda sobre la intimidad que delataba su mirada.
En el escritorio había una lupa. Pat la buscó y la colocó sobre la foto. Ampliada, la expresión de Abigail era de adoración, y la mirada que su padre le dirigía era tierna y reveladora. Sus dedos se rozaban.
Pat dobló lentamente el periódico. ¿Qué significaban aquellas fotos? ¿Acaso era sólo un galanteo ocasional? Su padre atraía a las mujeres y probablemente coqueteaba con ellas, Abigail era una joven viuda muy guapa. Quizá eso era todo.
Como siempre que estaba preocupada, Pat necesitaba la música. Se dirigió al salón, conectó las luces del árbol de Navidad, y mecánicamente apagó la lámpara del techo. Entonces dejó que sus dedos se deslizaran por el teclado hasta que hizo sonar las notas de la Patética de Beethoven.
Sam había vuelto a ser el hombre que ella recordaba, fuerte y seguro de sí mismo. Él necesitaba tiempo, naturalmente, y ella también. Dos años atrás, se habían sentido desgarrados y culpables a causa de su relación. Ahora todo podía ser distinto.
¿Su padre y Abigail Jennings habrían estado enamorados, o ella había sido sólo una de sus muchas aventuras? Su padre quizá había sido mujeriego, ¿por qué no? Desde luego, era atractivo y tenía el estilo de los jóvenes políticos de entonces, como los Kennedy, por ejemplo.
Eleanor Brown. ¿El abogado habría podido conseguir la fianza? Sam no la había telefoneado.
«Eleanor es inocente —se dijo Pat—, estoy segura de ello».
Estaba tocando Sueño de amor, de Liszt. Y antes, Beethoven. Sin darse cuenta, había escogido las mismas piezas de la otra noche. ¿Quizá su madre las había tocado aquí? El estado de ánimo de ambas era el mismo, quejumbroso y solitario.
«Renée, escúchame. Deja de tocar el piano y escúchame».
«No puedo, déjame tranquila».
Sus voces: la de él preocupada y ansiosa, la de ella triste y apesadumbrada.
«Se peleaban tanto —pensó Pat—. Después de sus riñas, su madre tocaría durante horas y horas, pero a veces, cuando estaba contenta, me sentaba en la banqueta junto a ella». «No, Kerry, así no. Pon tus dedos aquí. ¿Te das cuenta? Distingue las notas cuando se las tarareo. Tiene disposición natural para la música».
Pat dejó que sus dedos empezaran a tocar los primeros acordes de la obertura del Opus treinta, número tres de Mendelssohn, otra pieza que inspiraba sufrimiento. Se levantó. Había demasiados fantasmas en esa habitación.
Sam la llamó cuando estaba subiendo la escalera.
—No piensan soltar a Eleanor Brown, tienen miedo de que se escape de nuevo; además, parece ser que el hombre que vive con ella es sospechoso de algunas muertes en una residencia de ancianos.
—Sam, no soporto pensar en esa chica encerrada en una celda.
—Frank Crowley, el abogado que le envié, piensa que dice la verdad. Está consiguiendo una copia de su juicio, haremos lo que podamos por ella, Pat, aunque me temo que no sea mucho. ¿Cómo estás tú?
—A punto de irme a dormir.
—¿Tienes todo bien cerrado?
—Estoy rodeada de cerrojos por todas partes.
—Bien, Pat, puede que todo acabe mañana. Unos cuantos hemos sido invitados a la Casa Blanca mañana por la noche, el presidente va a anunciar algo importante. Tu nombre está en la lista de los representantes de los medios de comunicación, lo comprobé.
—¿Crees que…?
—No lo sé. Todo el mundo cree que será Abigail, pero el presidente lo está llevando muy en secreto. A ninguno de los posibles aspirantes se les ha dado todavía protección del servicio secreto. Siempre es un indicio. Supongo que el presidente quiere mantener la incógnita hasta el último minuto. Pero no importa quién gane. Tú y yo nos iremos a celebrarlo igualmente.
—¿Y si no estás de acuerdo con la elección?
—A estas alturas, ya no me importa a quién escoja. Tengo otras cosas más importantes en la cabeza. Quiero celebrar la suerte de estar contigo, deseo recuperar estos dos últimos años. Desde que dejamos de vernos, lo único que me hacía soportar tu ausencia era pensar que nunca habría salido bien, incluso aunque yo hubiera sido libre. Al cabo de un tiempo, supongo que empecé a creerme mis propias mentiras.
Pat se rió nerviosamente y parpadeó para ahuyentar las lágrimas.
—Disculpas aceptadas.
—De lo que quiero hablar es de no desperdiciar ni un segundo más de nuestras vidas.
—Creía que necesitabas más tiempo.
—Ninguno de los dos lo necesita —dijo él, incluso su voz era distinta, estaba llena de confianza, de fuerza, era la voz que ella había recordado todas las noches que había permanecido despierta pensando en él—. Pat, me enamoré perdidamente de ti aquel día en Cape Cod, y nunca podrá cambiarlo nada. Es un milagro que hayas esperado.
—No tenía opción. ¡Oh, Dios mío, Sam, será tan maravilloso y te quiero tanto!
Cuatro minutos después de su despedida, Pat seguía con su mano posada en el teléfono como si, al tocarlo, pudiera revivir cada palabra que había dicho Sam. Finalmente, todavía sonriendo enternecida, empezó a subir las escaleras. Un crujido repentino en el piso de arriba la hizo detenerse. Sabía lo que era, aquella madera del rellano que siempre se movía cuando la pisaba.
«No seas ridícula», se dijo.
El descansillo estaba mal iluminado por las bombillas en forma de llama que había en los apliques. Se dirigió a su habitación y entonces, como movida por un impulso, dio media vuelta y se dirigió a la parte trasera de la casa. Intencionadamente, pisó la madera y escuchó cómo respondía con su peculiar crujido.
«Juraría que éste es el ruido que he oído», se dijo. Entró en su antigua habitación. Sus pisadas resonaban en el desnudo suelo. El ambiente se hallaba cargado y caliente.
La puerta de la habitación de invitados no estaba cerrada del todo. Allí hacía más fresco. Notó una corriente de aire y se acercó a la ventana. La parte superior estaba abierta. Intentó cerrarla pero vio que el cordón del asidero estaba roto. «Eso es lo que pasa —pensó—, quizá haya la suficiente corriente como para abrir la puerta». A pesar de esto, miró dentro del ropero. Las estanterías que contenían las sábanas y las mantas, estaban en su sitio, todo parecía en orden. Le llegó un olor familiar, vagamente conocido.
Una vez en su habitación, se desnudó rápidamente y se metió en la cama. Era absurdo estar tan nerviosa. «Piensa en Sam —se dijo—, en la vida que nos espera juntos».
Su última impresión antes de dormirse fue la extraña sensación de que no estaba sola. Pero estaba demasiado cansada para pensar en ello.
*****
Con un suspiro de alivio, Catherine Graney cambió el letrero de la puerta de la tienda de «abierto» a «cerrado», pues el día después de Navidad había sido inesperadamente agitado. Un comprador de Texas había comprado el par de candelabros Rudolstadt, las mesas de juego de marquetería y la alfombra Stouk. Había sido una venta importante e inesperada.
Catherine apagó las luces de la tienda y subió a su apartamento seguida de su perro Sligo. Por la mañana, había dejado la chimenea preparada. Al llegar, prendió con una cerilla el papel que había bajo las astillas; Sligo se acomodó en su sitio favorito.
Entró en la cocina y empezó a prepararse algo para cenar. La próxima semana, cuando llegara el joven George, disfrutaría cocinando grandes comidas. Pero ella se conformaba con una chuleta y una ensalada. Catherine puso la chuleta en la parrilla. George la había llamado el día antes para felicitarle las Navidades y para comunicarle una noticia. Le habían ascendido a comandante. «Tiene sólo veintisiete años y ya posee la hoja de roble —se dijo—. Dios mío, cómo estaría tu padre de orgulloso». He aquí otra buena razón para no permitir que nunca más Abigail Jennings volviera a ensuciar el nombre de George.
Se preguntó qué habría pensado Abigail de la carta. La escribió y repasó antes de enviarla la vigilia de Navidad.
«Tengo que insistir en que aproveche la oportunidad que este programa le ofrece para reconocer públicamente que nunca ha existido la menor prueba que demuestre que el fatal accidente que causó la muerte de su marido fuera culpa del piloto. No tiene usted derecho a seguir ensuciando el buen nombre de George Graney: debe aclarar las cosas. Si no lo hace, pienso demandarla por difamación y, además, revelaré su verdadera relación con Willard Jennings».
A las once en punto vio las noticias. A las once y media Sligo olfateó su mano.
—Ya sé —murmuró—, de acuerdo, coge tu correa.
La noche era oscura. Un poco antes habían salido algunas estrellas, pero el cielo estaba totalmente nublado. La brisa era cortante y Catherine se subió el cuello del abrigo.
—Va a ser un paseo rápido —dijo a Sligo.
Había un sendero en el bosque cerca de la casa. Normalmente, ella y Sligo acortaban por allí y luego volvían dando la vuelta a la manzana. Ahora Sligo tiraba de la correa, haciéndola correr por el sendero hacia sus árboles y arbustos favoritos. De pronto, se detuvo en seco y un sordo rugido surgió de su garganta.
—Vamos —dijo Catherine impaciente—. Sólo falta que se dedique ahora a perseguir a una mofeta.
Sligo dio un salto hacia adelante. Desconcertada, Catherine vio cómo una mano agarraba al viejo animal por el cuello.
Se oyó un crujido seco y el cuerpo de Sligo cayó inerte sobre la dura nieve.
Catherine intentó gritar, pero no pudo articular ningún sonido. La mano que había destrozado el cuello de Sligo estaba levantada sobre su cabeza, y, unos instantes después antes de morir, Catherine Graney entendió finalmente lo que había ocurrido aquel lejano día.