El detective Barrot era una buena persona, y creía que ella estaba diciendo la verdad; pero, en cambio, el otro detective de más edad era escéptico. Una y otra vez, Eleanor le respondió a las mismas preguntas.
¿Cómo podía decirles dónde guardaba aquellos setenta mil dólares que nunca había visto?
—¿Estaba enfadada con Patricia Traymore por haber hecho un programa que podía ser la causa de que se tuviera que entregar a la justicia?
—No, claro que no.
Al principio tenía miedo, pero se dio cuenta de que no se podía esconder más, y, en el fondo, estaba contenta de terminar con su constante huida.
—¿Sabía dónde vivía Patricia Traymore?
Sí, el padre le había dicho que Patricia Traymore vivía en la casa de los Adams en Georgetown. Una vez, le había enseñado aquella casa. Él formaba parte del equipo de ambulancias del hospital de Georgetown cuando sucedió aquella espantosa tragedia. ¿Entrar en la casa? ¡Desde luego que no! ¿Cómo habría podido hacer ella una cosa así?
Una vez en la celda, se sentó en un extremo de la litera preguntándose de dónde había sacado las fuerzas para pensar que podía volver a este mundo. Las rejas, la intimidad insultante del retrete abierto y la sensación de estar atrapada le infundían la inevitable depresión que ya empezaba a envolverla como una niebla negra y amenazadora.
Se echó en la litera y se preguntó dónde habría ido el padre. Era imposible lo que ellos parecían sugerir de que era capaz de hacer daño deliberadamente a alguien. Era el hombre más amable que ella había conocido; aunque, en verdad, había estado terriblemente nervioso después de la muerte de la señora Gillespie.
Tenía la esperanza de que no se enfadara cuando se enterase de que ella se había entregado; pero, de todas formas, la habrían arrestado. Estaba segura de que el detective Barrot tenía la intención de hacer averiguaciones sobre ella. ¿Habría conseguido escapar el padre? Probablemente sí. Cada vez más preocupada, Eleanor pensó en las muchas veces que él había cambiado de trabajo. ¿Dónde estaría ahora?
*****
Arthur cenó temprano en una cafetería de la calle Catorce. Pidió estofado de ternera, pastel de limón con merengue y café. Comió despacio, masticando lentamente. Era importante alimentarse bien ahora. Podían pasar días hasta que volviera a comer caliente.
Ya había hecho sus planes. Cuando anocheciera, volvería a casa de Patricia Traymore, se colaría por la ventana del piso alto, y se escondería en el ropero de la habitación de invitados. Se llevaría unas latas de soda; todavía tenía en el bolsillo una de las pastas danesas y dos panecillos del desayuno. Sería conveniente llevar también algunas latas de naranjada, pan de centeno y un poco de mantequilla de cacahuete. Sería suficiente para que el cuerpo aguantara hasta la hora del programa.
Tuvo que gastar noventa de sus preciosos dólares en un televisor miniatura en blanco y negro con antena incorporada, para poder ver el programa desde casa de Patricia Traymore.
De camino a la casa, compraría pastillas de cafeína en la farmacia. No podía arriesgarse a hablar en voz alta si se dormía. Bueno, ella probablemente no podría oírle desde su habitación, pero era mejor no arriesgarse.
Cuarenta minutos después, se encontraba en Georgetown, a dos calles de distancia de la casa de Patricia Traymore. La zona estaba tranquila, más tranquila de lo que a él le habría gustado. Ahora que se habían acabado las compras de Navidad, era más fácil que se notara la presencia de un extraño, incluso existía la posibilidad de que la policía estuviera vigilando la casa de la señorita Traymore. Pero el hecho de que se hallara en una esquina, era una gran ventaja. La casa lindante por la parte de atrás estaba a oscuras.
Arthur se adentró en el jardín de la vivienda vecina sin iluminar. La valla de madera que separaba los dos edificios no era muy alta. Tiró su bolsa de comida por encima, asegurándose de que caía sobre un montón de nieve, y saltó con agilidad. Esperó unos instantes. La casa de la señorita Traymore estaba silenciosa. Y el coche no se encontraba en la entrada. La vivienda aparecía totalmente a oscuras.
Le costó bastante trabajo subir al árbol con la bolsa de las provisiones; el tronco estaba helado y era difícil agarrarse; sentía el frío a través de los guantes. Sin la ayuda de las ramas, no lo habría conseguido nunca. La ventana estaba atrancada y costaba mucho levantarla. Cuando saltó por encima del alféizar, las maderas del suelo crujieron ruidosamente.
Durante unos angustiosos minutos, esperó al lado de la ventana, preparado para saltar de nuevo por ella, descender por el árbol y echar a correr cruzando el jardín de atrás. Pero la casa estaba envuelta en silencio, y sólo era interrumpido por el sonido intermitente de la calefacción.
Empezó a pensar dónde situar su escondite en el ropero. Para su satisfacción, se dio cuenta de que las estanterías no estaban clavadas a la pared. Si las empujaba un poco hacia delante, parecería que estaban adosadas a la pared, y nadie se daría cuenta del espacio triangular que existía detrás. Empezó a preparar su escondite con esmero, escogió una gruesa manta que extendió en el suelo; era lo bastante larga para usarla como saco de dormir; seguidamente, colocó las provisiones y el televisor. Había cuatro almohadas grandes en el estante inferior.
En pocos minutos, estuvo instalado. Ahora lo que procedía era explorar.
Por desgracia, ella no había dejado ninguna luz encendida, lo que significaba que la única iluminación de la que podía disponer era la de su linterna enfocada hacia el suelo, para que ningún destello de luz se viera a través de las ventanas. A modo de ensayo, hizo varias veces el recorrido de la habitación de invitados a la principal. Examinó el parquet y encontró la tabla que crujía.
Tardó doce segundos en llegar desde el ropero hasta la habitación de Pat. Entró en ella y se acercó al tocador. Nunca había visto unos objetos tan bonitos juntos. El peine, el espejo y los cepillos eran de plata labrada. Quitó el tapón de la botella de perfume y olió la sutil fragancia.
Luego, entró en el cuarto de baño y vio el camisón de seda transparente colgado de la puerta; instintivamente, lo tocó y pensó, con rabia, que era el tipo de ropa que le gustaría a Glory.
¿Habría ido la policía a la oficina de Glory a interrogarla? Ahora, la chica debería estar en casa, y tenía ganas de hablar con ella.
Se dirigió hacia la cama, descolgó el auricular del teléfono que estaba sobre la mesita de noche y marcó. Después del cuarto sonido empezó a alarmarse. Ella le había comentado que se quería entregar a la policía; pero no se atrevería a hacerlo después de haberle prometido que le esperaría. No, seguro que no.
Estaría probablemente echada en la cama, temblando, esperando a ver si su fotografía era mostrada en el programa de mañana por la noche.
Volvió a dejar el teléfono en la mesita y se quedó encogido en el suelo, al lado de la cama de Pat. Ya empezaba a echar de menos a Glory. De repente, se dio cuenta del enorme silencio que había en la casa; pero sabía que pronto las voces vendrían a hacerle compañía.