Sam conducía por la calle Siete. Estaba llegando un poco tarde a la cita que tenía a las doce con Larry Saggiotes, del Comité de Seguridad del Ministerio de Transportes.
Después de dejar a Pat, había ido a casa y pasó casi toda la noche echado en la cama sin dormir; su mente se debatía entre una ira sorda y el afán de calcular fríamente qué posibilidad tenían de ser ciertas las acusaciones de Pat.
—¿Quiere algo el señor?
—¿Qué? ¡Oh!, perdón. —Sorprendido, Sam se dio cuenta de que estaba tan ensimismado que había llegado al vestíbulo del edificio federal sin darse cuenta de que había entrado por la puerta giratoria. El guarda jurado le miraba con curiosidad.
Subió hasta el octavo piso y dio su nombre a la recepcionista.
—Tendrá que esperar unos minutos —le dijo ella.
Sam se acomodó en una silla. ¿Había habido una discusión violenta entre Abigail y Willard Jennings ese último día?, se preguntó.
Él mismo había amenazado a veces con dejar el Congreso y emprender una profesión que permitiera a Janice gozar de las comodidades que merecía. En más de una ocasión discutieron sobre eso furiosa y acaloradamente, de modo que cualquiera que los hubiera oído en aquellos momentos, habría pensado que se detestaban. Quizá la viuda del piloto oyó discutir a Abigail y a Willard ese día. Quizá Willard estaba disgustado por algo; se hallaba dispuesto a dejar la política y ella estaba totalmente en contra de esa decisión.
Sam acudió a su amigo del FBI, Jack Carlson, para investigar el accidente.
—¿Hace veintisiete años? Eso puede ser difícil de encontrar —le dijo Jack—. El Comité de Seguridad del Transporte es el que se encarga ahora de las investigaciones sobre accidentes; pero, en aquel tiempo, se ocupaba de eso la Administración Aeronáutica Civil. Deja que te vuelva a llamar.
A las nueve y media Jack le llamó de nuevo.
—Estás de suerte —le dijo lacónicamente—. Los informes de la mayoría de los casos se destruyen al cabo de diez años; pero, cuando se trata de gente importante, se guardan en los archivos del Comité de Seguridad. Allí tienen datos de accidentes como los de Amelia Earhart y Carole Lombard, pasando por Dag Hammarskjöld y Hale Boggs. La persona que yo conozco en el Comité es Larry Saggiotes. Pedirá que le envíen a su despacho el informe y allí lo podrás ver tranquilamente. Me ha dicho que vayas sobre las doce del mediodía, y lo podréis repasar juntos.
*****
—Perdone, señor. El señor Saggiotes ya le puede recibir.
Sam alzó la cabeza. Tenía la sensación que la recepcionista había estado intentando despertar su interés por ella. «Bueno, vamos allí», pensó, y la siguió por el pasillo.
Larry Saggiotes era un hombre grande, cuyas facciones y pigmentación delataban su origen griego. Se saludaron y Sam le explicó detalladamente por qué estaba interesado en ese accidente.
Larry volvió a sentarse en su sillón, y frunció las cejas.
—Hace un buen día, ¿eh? —dijo—. Pero en Nueva York está nublado, en Mineápolis está helando, y está lloviendo a mares en Dallas. Sin embargo, en las próximas veinticuatro horas unos ciento veinte mil aviones, entre comerciales, militares y privados, despegarán y aterrizarán en este país; y las probabilidades de que cualquiera de ellos tenga un accidente son astronómicas. Por eso, cuando un avión que ha sido revisado por un mecánico experto y está pilotado por un buen piloto, de repente choca contra una montaña, en un día con buena visibilidad, y sus pedazos se desparraman varios kilómetros a la redonda en un paraje rocoso, no nos sentimos precisamente felices.
—¡El avión de los Jennings!
—El avión de los Jennings —confirmó Larry—. Acabo de leer el informe.
—¿Qué fue lo que ocurrió?
—No lo sabemos. La última comunicación de George Graney tuvo lugar cuando se despidió de la torre de control de Richmond. No había nada que indicara que pudiera haber problemas; era un vuelo de rutina de dos horas. Y nunca llegó a su destino.
—¿Y se estableció que fue debido a un error del piloto? —preguntó Sam.
—Causa probable, error del piloto. Siempre se llega a esa conclusión cuando no encontramos otra respuesta. Era un avión prácticamente nuevo, un Cessna de dos motores, así que los expertos de la Cessna tuvieron buen cuidado de demostrar que el avión estaba en perfecto estado. La viuda de Willard Jennings puso el grito en el cielo diciendo que siempre le habían horrorizado los aviones pequeños, y que su marido ya se había quejado algunas veces de los aterrizajes bruscos de Graney.
—¿Se consideró en alguna ocasión la posibilidad de sabotaje?
—Congresista, la posibilidad de sabotaje siempre se investiga en un caso como éste. Primero tratamos de descubrir la manera en que pudo haberse cometido, ya que hay muchas formas de hacerlo, que pueden pasar inadvertidas. Por ejemplo, con todos los aparatos magnéticos que se usan hoy, un fuerte imán escondido en la caja de cambios puede dejar inutilizados todos los instrumentos de navegación. Hace veintisiete años, eso no habría podido ocurrir; pero si alguien se hubiera propuesto sabotear el motor del avión de Graney rebajando o cortando la cubierta de un cable, Graney habría tenido una completa falta de control al volar por encima de una montaña. Las posibilidades de recuperar el vuelo normal habrían sido casi imposibles.
»Otra posibilidad sería desconectar la aguja del depósito de combustible. Ese avión tenía dos depósitos. El piloto conectaba el segundo depósito cuando la aguja del primero indicaba que estaba vacío. Suponga usted que el conectador no funcionara; entonces no habría podido conectar el segundo deposito. Por supuesto, existe también el ácido corrosivo. Alguien que quiera que un avión no llegue a su destino puede colocar un recipiente lleno de ese ácido goteando en la parte de equipajes, o debajo de un asiento, eso no importa; el líquido llegaría a corroer los cables y, en menos de media hora, ya sería imposible controlar el avión. Pero eso es más fácil de descubrir.
—¿Se sugirieron algunas de estas posibilidades en el proceso de investigación? —preguntó Sam.
—No fueron recuperadas suficientes piezas del avión como para reconstruir el rompecabezas. De modo que lo siguiente fue buscar un motivo; y no se encontró ninguno. La línea charter de Graney iba bien y no se había hecho ningún seguro nuevo. El congresista estaba asegurado por una cantidad asombrosamente pequeña; pero, cuando tienes un patrimonio familiar, no necesitas asegurarte, supongo. Por cierto, ésta es la segunda vez que se me pide una copia de este informe; la señora Graney vino el otro día para que le diera una.
—Larry, estoy intentando que la señora Jennings quede al margen de todo esto para que nada pueda perjudicarla en caso de que el asunto salga de nuevo a la luz. Por supuesto, estudiaré el informe cuidadosamente, pero déjeme que le pregunte una cosa: ¿Puede haber algo que confirme que George Graney era un piloto sin experiencia o imprudente?
—Absolutamente nada. Tenía un pasado impecable, congresista. Había participado en combates aéreos en la guerra de Corea, y más tarde, trabajó para la United durante varios años. Esa clase de vuelo era un juego de niños para él.
—¿Cómo cuidaba sus aparatos?
—Los mantenía en excelente estado. Sus mecánicos eran muy buenos.
—O sea, que la viuda de George Graney tiene una buena razón para estar disgustada porque la culpa del accidente recayera sobre el piloto.
Larry hizo un enorme anillo con el humo del cigarrillo.
—Y tanto que sí, razón no le falta.