Desde el momento en que su padre la llamó, Glory había estado esperando la llegada de la policía. Estuvieron allí a las diez en punto. La puerta del despacho de la inmobiliaria se abrió y apareció un hombre de unos treinta años. Ella levantó la cabeza y vio un coche patrulla aparcado.
Dejó automáticamente de escribir.
—Soy el detective Barrot —dijo el visitante, y le enseño una placa—. Quiero hablar con Glory Stevens. ¿Está aquí?
Glory se levantó. Ya le parecía oír sus preguntas: «Su nombre verdadero, ¿no es Eleanor Brown? ¿Por qué quebrantó su palabra? ¿Durante cuánto tiempo pensó que podía escapar a la justicia?».
El detective Barrot se acercó a ella. Tenía la cara redonda y franca; y el cabello, castaño claro, formaba pequeños rizos alrededor de sus orejas. Sus ojos eran inquisitivos pero amistosos. Ella se dio cuenta de que tenía aproximadamente su edad y, sin saber por qué, le parecía menos temible que el duro y seco detective que la había interrogado cuando el dinero se encontró en su trastero.
—¿Señorita Stevens? No se ponga nerviosa. ¿Podríamos hablar un momento en privado?
—Podemos entrar ahí —dijo ella, señalándole el camino hacia el pequeño despacho privado del señor Schuller. Había dos sillas de cuero enfrente de la mesa, Glory se sentó en una de ellas y el detective se acomodó en la otra.
—Parecía usted asustada —dijo él amablemente—. No tiene nada que temer. Sólo queremos hablar con su papá. ¿Sabe dónde podemos encontrarlo?
«Hablar con su papá. ¡Padre!», tragó saliva.
—Cuando me fui a trabajar, estaba en casa; quizá haya ido a la panadería.
—Aún no ha regresado. Tal vez no quiso entrar cuando vio el coche de policía enfrente de su casa. ¿Cree usted que pueda estar con algunos familiares o amigos?
—Yo…, no lo sé. ¿Por qué quiere hablar con él?
—Sólo para preguntarle algunas cosas. ¿Esta mañana la ha llamado él por casualidad?
Este hombre creía que Arthur era su padre.
No estaba interesado en ella.
—Sí…, me llamó, pero yo estaba hablando por teléfono con mi jefe.
—¿Qué quería?
—Que me encontrara con él, pero yo le dije que no podía.
—¿Dónde quería que se encontrasen?
Las palabras de su padre le resonaban todavía en los oídos. Metro Central…, salida 12 G. ¿Estaría allí ahora? ¿Estaba en apuros? Papá se había ocupado de ella todos estos años y no podía traicionarle ahora. Midió bien sus palabras y contestó.
—No podía seguir hablando con él… Yo sólo le dije que no podía irme de la oficina y prácticamente le colgué el teléfono. ¿Por qué quiere usted hablar con él? ¿Qué ocurre?
—Bueno, quizá nada. —La voz del detective era amable—. ¿Su padre le comenta cosas sobre sus pacientes?
—Sí —era fácil responder a esa pregunta—, se ocupa mucho de ellos.
—¿Le ha hablado alguna vez de la señora Gillespie?
—Sí. Murió la semana pasada, ¿verdad? Él tuvo un disgusto. Sucedía algo con su hija, que le iba a venir a visitar, dijo, y recordó cómo había gritado cuando soñaba en voz alta: «Cierre los ojos, señora Gillespie, cierre los ojos». Quizá había cometido algún error cuando cuidaba a la señora Gillespie y le culpaban por ello.
—¿Le ha parecido verle distinto últimamente, nervioso o algo parecido?
—Es el hombre más bueno que conozco. Dedica su vida a ayudar a la gente. En la residencia, le preguntaron si podía trasladarse a Tennessee para ayudar en otra de sus clínicas, donde necesitaban personal.
El detective sonrió.
—¿Cuántos años tiene usted, señorita Stevens?
—Treinta y cuatro.
Pareció sorprendido.
—No los representa. De acuerdo con las fichas de empleo, Arthur Stevens tiene cuarenta y nueve. —Se detuvo y añadió con voz amable—: No es su verdadero padre, ¿verdad?
Dentro de poco empezaría a acosarla con preguntas.
—Él fue sacerdote en una parroquia hace años, pero decidió dedicar toda su vida a cuidar de los enfermos. Me recogió una vez que yo estuve muy enferma y no tenía a nadie que me cuidase.
Ahora le preguntaría su verdadero nombre, pero no lo hizo.
—Ya veo, señorita… Stevens, nosotros queremos hablar con… el padre Stevens. Si la llama, póngase en contacto conmigo, por favor.
Le dio su tarjeta en la que figuraba: Detective William Barrot. Ella notó que la estaba observando. ¿Por qué no le hacía más preguntas sobre ella, sobre su pasado?
Se fue, y se quedó sola, sentada en el despacho privado, hasta que Opal entró.
—Glory, ¿te ocurre algo?
Opal era una buena amiga, la mejor amiga que había tenido jamás, ella la había ayudado a volver a sentirse mujer, siempre le pedía que la acompañara a las fiestas, diciendo que su novio estaba dispuesto a traer un amigo para ella, pero siempre había rehusado.
—Glory, ¿qué pasa? —repitió Opal—. Tienes muy mal aspecto.
—No ocurre nada. Tengo dolor de cabeza. ¿Me puedo ir a casa?
—Claro que sí, yo acabaré de pasar lo tuyo a máquina. Glory, si puedo hacer algo por ti…
Glory miró la cara preocupada de su amiga.
—No, nada; pero gracias de todos modos.
Se fue andando hacia casa. La temperatura era de unos cuatro grados; a pesar de ello, el día era crudo y el frío penetraba a través de su abrigo y de sus guantes. El apartamento, con su gastado mobiliario alquilado, parecía extrañamente vacío, como si supiera que no iban a volver.
Fue al armario de la entrada y encontró el gastado maletín negro que el padre había comprado en una venta de ocasión. Guardó sus escasas prendas de ropa, sus cosméticos y el libro que Opal le había regalado por Navidad. El maletín no era grande, y le costó cerrarlo.
Había algo más; su muñeca de trapo. En el psiquiátrico, el médico le había pedido que hiciera un dibujo de cómo se veía ella a sí misma, pero, por alguna razón, no pudo hacerlo. Esta muñeca estaba junto a otras en la estantería, y él se la había dado diciéndole: «¿Crees que me podrías mostrar cómo sería esta muñeca si se pareciera a ti?».
Había sido difícil pintar las lágrimas y conseguir la expresión asustada de los ojos, así como cambiar el gesto de la boca para que, en vez de sonreír, pareciera que lloraba.
—¿Así de mal? —preguntó el doctor cuando terminó.
—Peor.
«Oh, padre —pensó ella—, ojalá pudiera quedarme aquí y esperar hasta que me llamaras, pero ellos van a investigar sobre mí. Ese detective probablemente está ahora comprobando quién soy, ya no puedo escapar más. Si tengo el valor de hacerlo, he de entregarme. Quizá eso me ayude y la sentencia sea entonces menos dura».
Había una promesa que ella sí podía mantener. La señorita Langley le había pedido que llamara a la famosa presentadora de televisión Patricia Traymore antes de hacer nada; así pues, la llamó, le comunicó sus planes y ella escuchó sin inmutarse la emocionada súplica de Pat.
Finalmente, a las tres en punto se marchó. Un coche con dos hombres dentro estaba aparcado abajo.
—Esa es la chica —dijo uno de ellos—. Mintió al afirmar que no planeaba encontrarse con Stevens —expresó apenado.
El otro hombre apretó el acelerador.
—Te dije que no estaba diciendo la verdad. Diez dólares a que ahora nos lleva a donde está Stevens.