A la mañana siguiente, el despertador sonó a las seis. Pat se levantó de buena gana pues no había dormido bien en el viejo colchón de la habitación de invitados, y los crujidos y el ruido que emitía la cama al moverse, además del golpeteo del quemador de petróleo cuando se conectaba y desconectaba la habían despertado varias veces. Por mucho que lo intentase, le costaba aceptar la idea de que aquella carta fuera obra de un excéntrico inofensivo. Había alguien que la estaba vigilando. Los encargados de la mudanza habían prometido llegar sobre las ocho de la mañana, así que tenía tiempo de trasladar a la biblioteca los archivos almacenados en el sótano.
El sótano, de muros y suelo de cemento, estaba sucio. Había algunos muebles de jardín ordenadamente amontonados en el centro. El trastero estaba a la derecha de las calderas y el pesado candado que pendía de la puerta estaba mugriento debido a la suciedad acumulada durante años.
Cuando Charles le dio la llave, la previno:
—No sé exactamente con qué te vas a encontrar, Pat. Tu abuela ordenó al despacho de Dean que mandaran todos sus documentos y efectos personales a la casa de tus padres. Nunca llegamos a examinarlos.
Durante un momento, pareció que la llave no iba a girar. El sótano estaba húmedo y despedía un vago olor a moho. Se preguntó si la cerradura se habría oxidado; movió lentamente la llave hacia delante y hacia atrás y entonces la sintió funcionar. Empujó con fuerza la puerta.
Al entrar, la asaltó un fuerte olor a moho. Había archivadores muy grandes tan cubiertos de polvo y telarañas que apenas se podía distinguir su color, y algunas cajas grandes de cartón desordenadamente apiladas. Rascó la mugre con el pulgar hasta que aparecieron las etiquetas: Miembro del Congreso Dean W. Adams, libros. Miembro del Congreso Dean W. Adams, documentos personales. Miembro del Congreso Dean W. Adams, documentos oficiales. En las notas de los archivos se leía lo mismo: Miembro del Congreso Dean W. Adams, personal.
—Miembro del Congreso Dean W. Adams —dijo Pat en voz alta, y repitió el nombre detenidamente.
«Es divertido —pensó—, no puedo imaginármelo como un congresista. Sólo puedo situarle aquí, en esta casa. ¿Qué clase de político sería?».
Salvo la fotografía oficial que publicaron los periódicos a su muerte, ella nunca había visto una foto de su padre. Verónica le había enseñado álbumes llenos de retratos de Renée: de niña, de jovencita, el día de su puesta de largo, cuando dio su primer concierto como profesional, y algunas con Pat en sus brazos; no era difícil adivinar por qué Verónica no había guardado ningún recuerdo de Dean Adams.
La llave de los archivos formaba parte del manojo que Charles le había dado. Estaba a punto de abrir el primero de ellos cuando estornudó y comenzaron a escocerle los ojos. «Esperaré a que esté todo en la biblioteca, pero antes lavaré el exterior de los archivadores y eliminaré todo el polvo que pueda de las cajas», pensó.
Resultó una tarea sucia y agotadora, pues en el sótano no había fregadero; tenía que subir continuamente a la cocina, bajar un cubo con agua caliente y jabón y regresar a los pocos minutos con la esponja y el agua oscurecidos.
Al efectuar el último viaje, bajó un cuchillo y se dedicó a rascar cuidadosamente las etiquetas de las cajas hasta que quitó todos los membretes de los archivadores. Contempló su obra satisfecha; los archivadores eran de color verde oliva y estaban aún en buenas condiciones.
—Quedarían bien en la parte derecha de la biblioteca, y también podían colocarse allí las cajas de cartón. Nadie se imaginaría que no hubieran venido de Boston con el resto. —«Otra vez la influencia de Verónica», pensó con desagrado—. No se lo digas a nadie, piensa en el futuro, Pat. Si alguna vez te casas, ¿te gustaría que tus hijos supieran que la razón de tu cojera es que tu padre intentó matarte?
Apenas había tenido tiempo de lavarse las manos y la cara cuando aparecieron los encargados de las mudanzas. Los tres hombres del camión acarrearon los muebles, desenrollaron las alfombras, desempaquetaron las porcelanas y el cristal y subieron todo lo que había en el trastero. A eso del mediodía acabaron su trabajo y se marcharon manifiestamente agradecidos por la propina.
Sola de nuevo, Pat se encaminó directamente a la sala de estar. La transformación era total. La alfombra oriental de 4,20 por 7,20 metros, con sus brillantes dibujos color melocotón, verde, amarillo claro y arándano sobre un fondo negro, dominaba la habitación. El diván de terciopelo verde, apoyado contra la pared más estrecha, formaba ángulo recto con el sofá de satén color melocotón. Las sillas de alto respaldo que hacían juego con el sofá flanqueaban la chimenea; el arcón de Bombay estaba situado a la izquierda de los ventanales que daban al patio.
El conjunto debía de ser muy parecido al que tuvo años atrás. Cruzó la habitación rozando la superficie de las mesas, rectificando la posición de una silla o de una lámpara, deslizando sus dedos sobre el brocado de las tapicerías. ¿Qué era lo que sentía? No podía estar segura. No era exactamente miedo, aunque le había costado un esfuerzo pasar delante de la chimenea. ¿Qué era entonces? ¿Nostalgia? Pero ¿de qué? ¿Era posible que alguna de aquellas borrosas impresiones fueran recuerdos de tiempos felices pasados en aquella habitación? Si era así, ¿qué menos podía hacer que intentar recuperarlos?
*****
A las tres menos cinco, bajó de un taxi delante de la puerta del Edificio de las oficinas Russell del Senado. La temperatura había bajado mucho en las últimas horas y se alegró de entrar en el bien caldeado vestíbulo. Los guardias de seguridad comprobaron su cita y le indicaron el camino hacia el ascensor reservado a la prensa y al personal de oficina. Observó media docena de rostros familiares que emergían de una puerta cuyo letrero decía: «Sólo senadores». Pocos minutos después, estaba dando su nombre a la recepcionista del despacho de Abigail Jennings.
—La senadora Jennings va un poco retrasada —explicó la joven—, está con unos electores que se han detenido expresamente para visitarla. No tardará mucho.
—No me importa esperar.
Pat eligió una silla de respaldo recto, se sentó y miró alrededor. Evidentemente, Abigail Jennings tenía uno de los mejores despachos del Senado. Estaba situado en una esquina y daba sensación de amplitud. Pat sabía que el espacio era escaso en aquel atestado edificio. Una barandilla baja separaba la sala de espera de la mesa de la recepcionista y un pasillo orientado a la derecha llevaba a una larga hilera de despachos privados. Las paredes estaban cubiertas de fotografías recientes de la senadora, cuidadosamente enmarcadas. En la pequeña mesita situada al lado del sofá de piel había folletos que explicaban la postura política de la senadora Jennings sobre la próxima legislatura.
Oyó la voz que le era familiar, suavemente modulada, con un levísimo toque de acento sureño, despidiendo a sus visitantes.
—Estoy encantada de que hayan venido a visitarme. Ojalá tuviésemos más tiempo…
Se trataba de una pareja bien vestida que debía rondar los sesenta, y que se mostraba sumamente efusiva y agradecida.
—Bueno, en la Oficina de Financiación de la Fundación usted nos dijo que no dejáramos de visitarla si veníamos aquí, así que yo le dije a mi mujer: «Violet, ya que estamos en Washington, vayamos a verla».
—¿Está segura de que no puede venir a cenar con nosotros? —preguntó ansiosamente la mujer.
—Ojalá pudiera, pero me es imposible.
Pat observó cómo la senadora conducía a sus invitados hacia la puerta, la abría y la cerraba después lentamente tras ellos, como empujándoles. «Bien hecho», pensó; y en aquel momento sintió elevarse su nivel de adrenalina.
Abigail se volvió y se quedó un instante inmóvil, permitiendo, así, que Pat la estudiara de cerca. Había olvidado lo alta que era la senadora. Debía de medir un metro setenta, aproximadamente; su porte era erguido y airoso. El vestido de tweed gris moldeaba las líneas de su cuerpo; los anchos hombros acentuaban la estrecha cintura y sus caderas angulosas terminaban en unas esbeltas piernas. El pelo, rubio ceniza, enmarcaba el delgado rostro que estaba dominado por unos ojos de intenso color azul. Su nariz brillaba y sus labios eran pálidos e indefinidos. Parecía no ir maquillada, como si intentase disimular su patente belleza. Salvo por las finas arrugas alrededor de los ojos y la boca, era la misma de seis años atrás.
Pat la estaba observando cuando la mirada de la senadora se posó sobre ella.
—Hola —dijo acercándose rápidamente, y dirigió una mirada de reproche a la recepcionista—: Cindy, deberías haberme dicho que la señorita Traymore estaba aquí —su expresión reprobadora se convirtió en una disculpa—. Bueno, no importa, entre, por favor, señorita Traymore, ¿puedo llamarla Pat? Luther me ha hablado tan bien de ti que es como si te conociera, y además he visto algunos de los programas especiales que has hecho en Boston. Luther me los trajo el otro día. Son espléndidos. Tal como dijiste en tu carta, nos conocimos hace algunos años. Fue cuando di aquella conferencia en Wellesley, ¿no?
—Sí, fue entonces.
Pat siguió a la senadora hasta el despacho, entró y miró en torno suyo.
—¡Qué maravilla! —exclamó.
Sobre una larga consola de nogal, había una lámpara japonesa delicadamente pintada, la valiosa figura de un gato egipcio y una pluma de oro con un soporte. La silla de piel de color púrpura era ancha y confortable; tenía los brazos arqueados y unas complicadas decoraciones claveteadas; era probablemente inglesa, del siglo XVII. La alfombra era oriental, de tonos predominantemente púrpura y azules. Las banderas de Estados Unidos y de la Comunidad de Virginia estaban entre la pared y la mesa. Cortinajes de seda azul suavizaban la crudeza del nuboso día de invierno que se divisaba a través de las ventanas. Una de las paredes estaba cubierta de estantes de caoba. Pat eligió la silla más cercana a la mesa de la senadora y se sentó.
Abigail pareció satisfecha de la impresión que tuvo Pat al ver su despacho.
—Algunos de mis colegas opinan que cuanto más raídos y desordenados estén sus despachos, más trabajadores y cercanos a la realidad les creerán sus votantes. Pero yo no puedo trabajar en medio del desorden, la armonía es muy importante para mí. Rindo mucho más rodeada de este ambiente… —hizo una pausa—, dentro de una hora hay una votación en la planta baja a la cual tengo que asistir. Creo que es mejor que vayamos al grano. ¿Te ha dicho Luther que detesto la idea de este programa?
Pat sintió que pisaba en su terreno; mucha gente se resistía ante programas que hablaban de ellos.
—Sí, lo ha hecho —dijo—, pero creo sinceramente que el resultado será de su agrado.
—Ésa es la única manera en que llegaría a considerarlo. Seré completamente franca: prefiero trabajar con Luther y contigo antes de que otra cadena realice un reportaje sin mi autorización; pero aun así me gustaría que fuese como en los buenos tiempos, cuando un político podía decir simplemente: «Todo está en mi historial».
—Ya han pasado esos tiempos, al menos para la gente importante.
Abigail metió la mano en un cajón de su escritorio y sacó una pitillera.
—Yo no fumo en público —observó—. Sólo una vez, una vez, fíjate, un periódico publicó una fotografía mía con un cigarrillo en la mano. Estaba entonces en el Senado, y me llegaron docenas de cartas de enfurecidos padres de familia de mi distrito diciendo que daba mal ejemplo. —Se le acercó a través de la mesa—: ¿Fumas?
Pat movió negativamente la cabeza.
—No, gracias. Mi padre me pidió que no fumara hasta los dieciocho años y, para entonces, yo ya había perdido todo interés en ello.
—¿Y mantuviste tu palabra? ¿Ni siquiera unas chupaditas en el cuarto de baño o en el jardín?
—No.
La senadora sonrió.
—Eso es alentador. Sam Kingsley y yo tenemos una gran desconfianza hacia los medios de comunicación. Le conoces, ¿verdad? Cuando le hablé de este programa me aseguró que tú eras diferente.
—Eso es muy amable por su parte —dijo Pat, intentando fingir indiferencia y añadió—: Senadora, creo que la manera más corta y más feliz de arreglar esto es que usted me diga exactamente por qué la idea de este programa le resulta tan detestable; si sé por anticipado lo que quiere que refleje en él, nos ahorraremos mucho tiempo.
Se quedó observándola mientras la cara de la senadora se tornaba pensativa.
—Me indigna que nadie esté satisfecho con mi vida privada. Soy viuda desde que tenía treinta y un años. Tomé el puesto de mi marido en el Congreso después de su muerte y, luego, fui elegida miembro del Senado. Todo esto hace que, en cierto modo, me sienta aún junto a él; pero, por supuesto, no puedo describir entre lágrimas el primer día de Johnny en la escuela, porque nunca tuve hijos; a diferencia de Claire Lawrence, no me pueden fotografiar con un ejército de nietos; y te advierto, Pat, que no permitiré que una fotografía mía en traje de baño, tacones altos y una corona de diamantes falsos aparezca en este programa.
—Pero usted fue Miss Nueva York; no puede olvidarse de eso.
—¿Que no? —Sus increíbles ojos relampaguearon—. Hace tiempo, poco después de la muerte de Willard, un periodicucho publicó la foto de mi coronación como Miss Nueva York acompañada de la nota: «¿Y su verdadero premio es ser la representación del Congreso por el Sur?». El gobernador casi se echó atrás en proponerme como candidata para completar el mandato Willard. Tuvo que intervenir Jack Kennedy para persuadirle de que yo había estado trabajando codo a codo con mi marido desde el día en que lo eligieron. Si Jack no hubiera tenido tanto poder en aquellos momentos, yo podría no ser nada. No, gracias, Pat Traymore, nada de fotografías de reina de belleza. Comienza tu programa cuando me gradué en la Universidad de Richmond; me acababa de casar con Willard y empezaba a ayudarle en su campaña electoral para obtener su primer escaño en el Congreso. Entonces es cuando mi vida empezó realmente.
«No se puede pretender que no existan los primeros veinte años de la vida. ¿Cuál será la razón?», se preguntó Pat.
En voz alta sugirió:
—Encontré por casualidad una foto suya de cuando era niña: está delante de su casa en Apple Junction. Ese es el tipo de ambientación que pienso utilizar para esta primera época.
—Pat, yo nunca dije que fuese mi casa; sólo dije que había vivido allí; para ser exactos, mi madre era el ama de llaves de la familia Saunder, y ella y yo teníamos una pequeña vivienda en la parte posterior. Por favor, no olvides que soy la senadora más antigua de Virginia y que la familia Jennings ha sido una de las más importantes de Tidewater, Virginia, desde los tiempos de Jamestown. Mi suegra siempre me llamó «la esposa yanqui de Willard». Me ha costado un gran esfuerzo ser considerada una verdadera Jennings de Virginia y que se olvidaran de Abigail Forster de Upstate, Nueva York. Dejémoslo así, ¿de acuerdo?
Alguien llamó a la puerta. Un hombre de unos treinta años, de aspecto serio y cara oval, con un traje gris de finas rayas que acentuaban aún más su delgadez entró en la habitación. Su pelo, fino y cuidadosamente peinado, no conseguía cubrir su incipiente calvicie. Llevaba unas gafas sin montura.
—Senadora —dijo—, están a punto de llevar a cabo la votación. Tiene usted diez minutos.
La senadora se levantó bruscamente.
—Pat, lo siento. A propósito, éste es Philip Buckley, mi secretario. Él y Toby han reunido algún material para ti, hay todo tipo de cosas: recortes de periódico, fotos, incluidas algunas películas. ¿Por qué no les echas un vistazo y volvemos a hablar de ello dentro de unos días?
Pat no tuvo más remedio que asentir. Hablaría con Sam Pelham, entre los dos tenían que convencer a la senadora de que no debía oponerse al programa. Se dio cuenta de que Philip Buckley la estaba estudiando minuciosamente. ¿Serían imaginaciones suyas o notaba una cierta hostilidad en su actitud?
—Toby te llevará a casa —continuó la senadora apresuradamente—. A propósito, Phil, ¿dónde está?
—Aquí estoy, no te sulfures, niña.
La alegre voz provenía de un hombre que poseía un cuerpo como un tonel, y que inmediatamente produjo a Pat la impresión de que era un luchador jubilado. Su enorme rostro tenía un aspecto bovino; con unas bolsas que se le empezaban a formar debajo de los ojos, pequeños y hundidos. Su pelo de un rubio deslucido estaba abundantemente veteado de gris. Vestía un traje azul y sostenía una gorra entre sus manos.
Sus manos…, de repente, se encontró observándolas. Eran las manos más grandes que había visto en su vida. Un anillo con un ónice de un centímetro cuadrado acentuaba el grosor de sus dedos.
«No te sulfures, niña». ¿Había oído bien? Sorprendida, Pat miró a la senadora. Pero Abigail Jennings se estaba riendo.
—Pat, éste es Toby Gorgone. Él te dirá en qué consiste su trabajo mientras te lleva a casa. Yo misma nunca he podido descubrirlo y lleva conmigo veinticinco años. Él también es de Apple Junction, y aparte de mí, es la mejor cosa que ha salido de ese pueblo. Y ahora me tengo que marchar. Vamos, Phil.
Una vez se hubo ido, Pat pensó: «Este programa va a resultar mucho más difícil de lo que creía». Tenía preparadas tres páginas de puntos que le habría gustado discutir con la senadora, y sólo consiguió tocar uno de ellos. Aunque Toby conocía a Abigail Jennings desde la infancia, era increíble que ella aguantase su insolencia. Tal vez él le respondería a algunas preguntas mientras la llevaba a casa.
Acababa de llegar a la entrada, cuando la puerta se abrió de golpe y la senadora Jennings entró corriendo seguida de Philip. No quedaban signos de su actitud relajada.
—Toby, gracias a Dios que te he encontrado —le espetó—. ¿De dónde has sacado la idea de que no tengo que estar en la Embajada hasta las siete?
—Eso es lo que tú me dijiste, senadora.
—Eso es lo que quizá yo puedo haberte dicho, pero se supone que debes comprobar mis citas, ¿no?
—Sí, senadora —dijo Toby sin inmutarse.
—Tengo que estar allí a las seis. Espérame abajo a menos cuarto —dijo iracunda.
—Senadora, llegará tarde a la votación —dijo Toby—. Es mejor que se vaya.
—Llegaría tarde a todos lados si no tuviera cuatro pares de ojos para comprobar todo lo que hacéis.
Esta vez la puerta se cerró de un portazo.
Toby se rió:
—Es mejor que nos vayamos, señorita Traymore.
Sin decir palabra, Pat asintió. No se podía imaginar a uno de los criados de su casa dirigiéndose a Verónica o a Charles con tal familiaridad o demostrando tan patentemente su indiferencia ante una reprimenda. ¿Qué clase de circunstancias habían creado aquella extraña relación entre la senadora Jennings y aquel chófer que parecía un toro?
Se propuso descubrirlo.