Durante las vacaciones oficiales de Navidad, Washington se convertía en una ciudad fantasma. El presidente se encontraba de vacaciones en su residencia, en el Sudoeste; las sesiones del Congreso se suspendían temporalmente; las universidades estaban cerradas por vacaciones. Washington invernaba; era una ciudad dormida, una ciudad que esperaba el estallido de actividad que señalaba la vuelta del Gabinete Ejecutivo, de los legisladores y de los estudiantes.
Pat conducía de vuelta casa, a través del escaso tráfico. No tenía hambre, todo lo que le apetecía tomar era un poco de pavo y una taza de té. Se preguntaba cómo se las estaría arreglando Luther en Apple Junction. ¿Estaría usando el mismo encanto de conquistador que una vez había utilizado para convencerla? Todo eso parecía tan lejano…
A propósito de Apple Junction, Pat se preguntó si Eleanor Brown habría vuelto a llamar a la señorita Langley. Eleanor Brown… Esa chica era un personaje clave en los temores que albergaba Pat sobre la integridad de su programa de televisión. ¿Cuáles fueron realmente los hechos? Era la palabra de Eleanor contra la de Toby. ¿Le había telefoneado él pidiéndole que fuera a la oficina de la campaña para buscar el anillo de la senadora? Ésta apoyaba la afirmación de Toby de que él la había llevado en coche, a alguna parte, en el momento de la supuesta llamada. Parte del dinero había sido encontrado en el trastero de Eleanor. ¿Cómo había podido convencer a los demás con una excusa tan inverosímil? Ojalá tuviera una copia del sumario.
Abrió su cuaderno y estudió las frases que había escrito la noche anterior. Seguían sin tener sentido. En la página siguiente escribió: «Eleanor Brown». ¿Qué era lo que Margaret Langley había dicho de esa chica? Dando golpecitos en la mesa con el bolígrafo, y frunciendo las cejas en señal de concentración, empezó a anotar sus impresiones de aquella conversación:
Eleanor era tímida… Nunca mascaba chicle en clase ni hablaba cuando el profesor estaba fuera… Le encantaba su trabajo en la oficina de la senadora… La acababan de ascender… Asistía a clases de arte… Iba a ir aquel día a Baltimore para dibujar…
Pat leyó y releyó sus notas una y otra vez. Era una chica que iba bien en un trabajo responsable, y que acababa de ser ascendida, pero tan estúpida que había escondido dinero robado en su propio trastero.
Parte del dinero robado. El total, setenta mil dólares, nunca fue encontrado.
Una chica tan tímida debía de ser un pobre testimonio para su propia defensa.
Eleanor había tenido una depresión nerviosa en la cárcel. Tenía que haber sido una actriz consumada para fingir eso. Pero había faltado a su palabra.
¿Y qué pasaba con Toby? Él había sido el testigo que había contradicho la historia de Eleanor. Había jurado que no la llamó aquella mañana. La senadora Jennings había confirmado la historia de Toby; la estaba llevando en coche a la hora de la susodicha llamada. ¿La senadora Jennings habría mentido, a sabiendas, para encubrir a Toby? ¿Había permitido que una chica inocente fuera a la cárcel?
¿Y si alguien que tuviera la voz parecida a Toby hubiera telefoneado a Eleanor? En ese caso, los tres, Eleanor, Toby y la senadora, habían estado diciendo la verdad. ¿Quién más podía saber dónde estaba el cuarto trastero de Eleanor en el edificio de apartamentos? ¿Qué había de la persona que había hecho las amenazas, había entrado en su casa y había dejado la muñeca? ¿Podía ser él el factor «X» en la desaparición de los fondos para la campaña?
La muñeca. Pat empujó la silla hacia atrás y buscó la caja de cartón que estaba debajo de la mesa de la biblioteca; pero, de repente, cambió de parecer. No iba a ganar nada mirando ahora la muñeca. La imagen de esa cara llorando era demasiado inquietante. Después de la emisión del programa, si no había más amenazas, la tiraría a la basura. Si recibía más cartas o llamadas, o intentos de entrar en su casa, tendría que mostrarla a la policía.
En la hoja siguiente de su cuaderno, escribió: «Toby», y buscó en el cajón de su escritorio las casettes con las entrevistas. Había grabado a Toby en el coche, esa tarde. Él no se había dado cuenta de que ella lo estaba grabando, su voz sonaba un poco lejana. Aumentó el volumen al máximo, pulsó la tecla play y empezó a tomar notas.
Quizá Abby me echó una mano… Yo estaba trabajando para un corredor de apuestas, en Nueva York, y casi me meto en un lío… Yo solía llevar a Abby y a Willard Jennings a esa casa cuando había fiestas… Qué linda era la pequeña Kerry.
Se alegró cuando tuvo que cambiar la cinta para escuchar la entrevista con la camarera, Ethel Srubbins, y su marido, Ernie. Habían dicho algo acerca de Toby; buscó y encontró el fragmento. Ernie decía:
«—Salúdale de mi parte, pregúntale si continúa perdiendo dinero con los caballos…».
Jeremy Saunders era escéptico respecto a Toby. Escuchó de nuevo sus opiniones burlonas sobre el incidente del paseo en el coche «prestado», la historia de su padre sobornando a Abigail:
«—Yo siempre creí que Toby tuvo algo que ver».
Después de oír la última casette, Pat leyó y releyó sus notas. Ya sabía lo que tenía que hacer. Si Eleanor se entregaba y volvía a ser enviada a la cárcel, Pat seguiría con el caso hasta quedar convencida de su inocencia o de su culpabilidad. «Y si resulta que me creo su historia —pensó—, haré todo lo que pueda para ayudarle». Dejemos que las cosas sigan su curso, incluida Abigail Jennings.
Fue de la biblioteca al gabinete, y luego a la escalera. Miró hacia arriba y dudó. «En el escalón de encima del rellano es donde solía sentarme». Impulsivamente, subió deprisa las escaleras, se sentó en el escalón, apoyó su cabeza en la baranda y cerró los ojos.
Su padre estaba en el vestíbulo. Ella se había escondido en las sombras, pues sabía que él estaba enfadado y que esta vez no bromearía si la encontraba allí. Se volvió corriendo a la cama.
Subió también corriendo el resto de la escalera. Su antigua habitación estaba después de la de invitados, en la parte de atrás de la casa, con vistas al jardín. Ahora se hallaba vacía.
Había entrado allí la primera mañana, mientras los encargados de la mudanza trabajaban en la casa; pero no le había traído ningún recuerdo. Ahora parecía que podía acordarse de la cama con el dosel blanco, con puntillas; del pequeño balancín, cerca de la ventana, con la caja de música; de las estanterías con juguetes.
Yo me volví a la cama esa noche. Tenía miedo porque papá estaba muy enfadado. El salón se encuentra justo debajo de esta habitación. Podía oír las voces perfectamente. Se estaban gritando el uno al otro. Entonces se oyó ese fuerte ruido y a mamá exclamar: «¡No… No!».
Mamá gritando después del ruido. ¿Había podido gritar después de que le hubiera disparado, o había gritado cuando se dio cuenta de que había disparado contra su marido?
Pat empezó a temblar. Se agarró a la puerta para apoyarse y notó el sudor en las manos y en la frente. Respiraba con dificultad. «Estoy asustada», pensó. Pero esto ya acabó, fue hace muchos años.
Volvió en sí y se dio cuenta de que bajaba las escaleras corriendo, hacia el vestíbulo. «Estoy de nuevo aquí —pensó—. Voy a recordar».
—Papá, papá —llamó suavemente.
Al pie de la escalera, dio la vuelta y empezó a tropezar por la habitación, con los brazos extendidos.
—Papá, papá.
En la sala de estar, cayó de rodillas. Vagas sombras la rodeaban, pero no llegaban a tomar forma. Escondiendo la cara en las manos empezó a llorar.
—Mamá, papá, venid a casa.
Se había despertado, y vio a una niñera desconocida.
—Mamá. Papá. Quiero a mi madre, quiero a mi papá.
Ellos vinieron. Su madre la mecía y le decía:
—Kerry, Kerry, todo va bien.
Papá acariciaba su cabello y las abrazaba a las dos a la vez.
—Shhh, Kerry, estamos aquí.
Al cabo de un rato, Pat se sentó y apoyó la cabeza en la pared, mirando a la habitación. Había revivido otro recuerdo y estaba segura de que era exacto. No importaba quién fuera el culpable aquella noche. Pensó con orgullo: «Estoy segura de que ambos me querían».