Arthur había soñado toda la noche con los ojos de la señora Gillespie cuando empezaron a apagarse. Por la mañana, se despertó cansado y con ojeras. Hizo el café, y habría salido a comprar unos bollos, pero Glory le pidió que no lo hiciera.
—Yo no comeré ninguno y, después de que me haya ido a trabajar, deberías descansar un rato más. ¿No has dormido muy bien, verdad?
—¿Cómo lo sabes? —dijo sentándose frente a ella y mirándola mientras la chica se acomodaba en un extremo de la silla.
—No dejaste de hablar. ¿Tanto te preocupó la muerte de la señora Gillespie, papá? Ya sé lo muy a menudo que solías hablar con ella.
Un escalofrío le recorrió el espinazo. ¿Qué pasaría si interrogaban a Glory sobre él? ¿Qué diría? Nada que pudiera perjudicarle, pero ¿qué iba a saber ella? Intentó escoger sus palabras cuidadosamente.
—Lo que pasa es que estoy triste porque no llegó a ver a su hija antes de morir. Lo deseábamos mucho.
Glory acabó su café y se levantó de la mesa.
—Papá, ojalá te tomaras unas pequeñas vacaciones y descansaras. Creo que estás trabajando demasiado.
—Estoy bien, Glory. ¿Qué decía mientras soñaba en voz alta?
—No cesabas de decirle a la señora Gillespie que cerrara los ojos. ¿Qué es lo que soñabas?
Le pareció que Glory le estaba mirando casi como si le tuviera miedo. ¿Qué es lo que sabía o adivinaba? Cuando ella se fue, él se quedó mirando la taza, sintiéndose preocupado de repente. Estaba inquieto y decidió salir a dar un paseo; pero eso no le ayudó. Después de andar varias manzanas, regresó a casa.
Había llegado a la esquina de su calle cuando vio que algo pasaba. Un coche de policía estaba aparcado frente a su domicilio. Instintivamente, se escondió en el portal de un pequeño edificio de apartamentos y miró desde allí. ¿A quién buscaban? ¿A Glory? ¿A él?
Tenía que avisarla. Le diría que se encontraran en algún sitio y, después, se escaparían otra vez. Tenía los trescientos dólares en metálico, y seiscientos veintidós en Baltimore, en una cartilla de ahorro, bajo otro nombre; podían hacerlos durar hasta que él encontrara un nuevo trabajo. No era difícil encontrar trabajo en las residencias de ancianos. En todas se necesitaban siempre ordenanzas.
Se escapó por la puerta trasera de la casa de apartamentos, tomó un atajo por el jardín que daba a la calle, llegó hasta la esquina y telefoneó a la oficina de Glory.
Ella estaba hablando por otro teléfono.
—Dígale que se ponga —le dijo a la chica, contrariado—. Es importante. Dígale que su padre dice que es importante.
Cuando Glory cogió el teléfono parecía impaciente.
—¿Papá? ¿Qué ocurre?
Él se lo explicó. Creyó que ella se enfadaría o se pondría a llorar, pero no ocurrió así, sólo percibía silencio.
—¿Glory?
—Sí, padre. —Su voz sonaba muy apagada, como sin vida.
—Márchate ahora mismo, no digas nada, haz como si fueras al lavabo. Nos encontraremos en el Metro Central, en la salida doce G. Estaremos lejos cuando den la alerta. Recogeremos el dinero del banco de Baltimore, y luego nos iremos al Sur.
—No, padre. —La voz de Glory era fuerte y segura—. Yo ya no voy a huir más. Gracias, padre, ya no tienes que huir más por mí. Voy a ir a la policía.
—Glory, no, espera, quizá todo se arregle. Prométemelo, todavía no.
Un coche de policía bajaba lentamente por la manzana. No podía perder un minuto más. Mientras ella susurraba «lo prometo», colgó el auricular y se escondió en otro portal. Cuando el coche patrulla hubo pasado, se metió las manos en los bolsillos y, con su habitual paso rígido y envarado, se encaminó hacia la estación del metro.
*****
Era una Abigail más calmada la que volvió al coche, a las diez y media. Toby empezó a hablar, pero algo le decía que era mejor que no abriera la boca. Era preferible que ella misma decidiera si quería desahogarse.
—Toby, todavía no tengo ganas de ir a casa —dijo Abigail súbitamente—. Llévame a Watergate. Allí podré tomar algo.
—Desde luego, senadora —dijo modulando la voz, con su tono usual, como si lo que había ordenado fuera algo acostumbrado.
Pero él sabía por qué Abby había elegido ese sitio; Sam Kingsley vivía en el edificio en que se encontraba el restaurante; el paso siguiente sería una llamada para ver si Sam estaba en casa y, si era así, le pediría que bajara a tomar café con ella.
Perfecto; pero la forma en que hablaban Kingsley y Pat Traymore en el gabinete, la noche anterior, no había sido precisamente formal; había algo entre esos dos. Toby no quería ver sufrir a Abby de nuevo; se preguntó si debía prevenirla.
Al mirar por encima de su hombro, vio que Abigail estaba comprobando su maquillaje, en el espejo que llevaba en el bolso.
—Estás preciosa, senadora.
En el edificio Watergate, el conserje abrió la puerta del coche. Toby se fijó en su gran sonrisa y en su respetuosa deferencia. Demonios, en Washington había cien senadores, pero sólo un vicepresidente. «Quiero ese cargo para ti Abby —pensó—. Nada se interpondrá en tu camino, si yo puedo evitarlo».
Llevó el coche hasta donde estaban aparcados los otros y salió para saludar a los chóferes. Hoy, la charla versaba sobre Abigail. Oyó cómo el chófer de un miembro del gabinete decía:
—La senadora Jennings ya lo tiene en el bote.
«Ya casi estás, Abby», pensó satisfecho.
Abby estaría allí más de una hora, o sea que tenía todo el tiempo para leer el periódico. Finalmente, hojeó la sección social, para mirar los artículos. A veces, se enteraba de cosas interesantes que luego contaba a Abby; normalmente, ella estaba demasiado ocupada para leer los cotilleos.
Gina Butterfield era la columnista que todo el mundo leía en Washington. Hoy, su columna tenía un título que ocupaba la parte superior de las dos páginas centrales de la sección. Toby lo leyó y releyó, intentando negar lo que estaba viendo. El título era:
La casa donde murió Adams es escenario de amenazas. La Senadora Abigail Jennings implicada.
El primer par de párrafos de la historia estaban escritos en letra cursiva:
Pat Traymore, la joven reportera de televisión, que está ascendiendo rápidamente y ha sido contratada por la Emisora Potomac para producir un documental sobre la senadora Jennings, ha sido intimidada con cartas, llamadas telefónicas y allanamiento de morada, amenazando su vida si sigue trabajando para el programa.
Un invitado a la cena de Navidad del embajador Cardell asegura que Pat reveló que la casa que ha alquilado fue el escenario del suicidio de Adams, hace ahora veinticuatro años. Pat proclama que no le preocupa la siniestra historia de la casa, pero otros invitados, que hace tiempo viven en el vecindario, no mostraron una actitud tan indiferente…
El resto del artículo estaba dedicado a los detalles del asesinato de Adams. En las páginas había fotografías retrospectivas, de archivo, de Dean y Renée Adams. Uno de los sacos en los que sus cuerpos estaban envueltos. Otra, de cerca, de su hija pequeña, envuelta en vendas ensangrentadas. «Seis meses después Kerry Adams perdía su valiente lucha por la vida» era el comentario escrito bajo esta foto.
El periodista sugería que había algo turbio en el veredicto.
La aristócrata Patricia Remington Schuyler, madre de la finada, insistió en que el congresista Adams era un hombre inestable, y en que su sociable esposa estaba a punto de divorciarse de él. Pero mucha gente que lleva años en Washington piensa que Dean Adams puede haber sido culpado injustamente, y que fue Renée Adams la que usó el arma, aquella noche.
Ella estaba loca por él, me contó un allegado a la familia, pero a él le gustaba flirtear con otras. ¿Fueron quizá los celos de ella los que provocaron los sucesos de aquella noche? ¿Quién desencadenó aquel trágico desenlace? Después de veinticuatro años, todo Washington se lo sigue preguntando.
La fotografía de Abigail con la corona de Miss Apple Junction aparecía en un lugar destacado. El comentario decía:
La mayoría de las celebridades son tema interesante. Están sujetas a observaciones malévolas, al estilo del viejo Ed Murrow; pero el próximo programa sobre la senadora Abigail Jennings ganará, probablemente, la lista de records Nielsen de esta semana; y a pesar de todo, puede que la senadora llegue a ser nuestra primera mujer vicepresidente. El dinero de los poderosos está a su favor. Ahora todo el mundo espera que se incluyan en el guión del programa más fotografías de la distinguida senadora virginiana, con su corona de cartón que le cayó en suerte en sus, hasta ahora desconocidos, años mozos. Pero pongámonos un poco serios. Nadie puede adivinar quién odia tanto a Abigail Jennings como para amenazar la vida de la presentadora que concibió la idea del programa.
La mitad de la página derecha estaba titulada: Los años pre-Camelot. Estaba llena de fotografías de archivo. Al lado de ellas, se podía leer:
Por una extraña coincidencia, la senadora Abigail Jennings era visitante habitual en casa de los Adams. Ella y su difunto marido, el congresista Willard Jennings, eran amigos íntimos de Dean y Renée Adams y de John Kennedy y su esposa. Las tres deslumbrantes parejas no podían adivinar en aquel tiempo que la sombra oscura de la muerte se cerniría sobre aquella casa y sobre ellos.
Había fotos de los seis, juntos y en grupos mezclados, en el jardín de la casa de Georgetown, en la mansión de los Jennings en Virginia y en el recinto privado de Hyannis Port. Había, también, una media docena de fotos de Abigail con el grupo, después de la muerte de Willard.
Toby emitió un gruñido de furia salvaje y empezó a arrugar el papel entre sus manos, deseando que esas páginas viperinas se desintegraran bajo la fuerza de sus manos; pero era inútil.
Tendría que mostrar esto a Abby, tan pronto como subiera al coche para llevarla a casa. Sólo Dios sabía cuál sería su reacción. Tenía que conservar su sangre fría, todo dependía de eso.
Cuando Toby llegó a la esquina con el coche, Abigail estaba allí, con Sam Kingsley a su lado. Él se dispuso a salir, pero Kingsley abrió rápidamente la puerta a Abigail y la ayudó a subir.
—Gracias por haberme echado una mano, Sam —dijo ella—. Me siento mucho mejor ahora. Lamento que no podamos cenar juntos.
—Me prometiste que iríamos otro día.
Toby conducía deprisa; quería llevar a Abigail pronto a casa, como si quisiera aislarla de la vista de los demás, hasta que pudiera confortarla de su primera reacción ante el artículo.
—Sam es especial —dijo Abby de repente, finalizando el tenso silencio—. Ya sabes cómo me he sentido durante todos estos años. Toby, en cierta extraña manera, me recuerda a Billy. Tengo la sensación, sólo la sensación, de que algún día podría haber algo entre Sam y yo. Sería como tener una segunda oportunidad.
Era la primera vez que oía a Abby hablar de esa forma. Toby miró por el retrovisor. Abigail estaba recostada en el asiento, relajada, con una expresión dulce en el rostro, casi sonriente.
Y él era el hijo de perra que tenía que destruir ese estado de esperanza y esa seguridad.
—Toby, ¿has comprado el periódico?
No servía de nada mentir.
—Sí, senadora.
—Déjame verlo, por favor.
Él le alargó la segunda parte.
—No, no me interesan las noticias. ¿Dónde está la sección de los artículos?
—Ahora no, senadora.
El tráfico era fluido; estaban pasando por el puente Memorial. En pocos minutos estarían en la carretera trescientos noventa y cinco, y en pocos más se hallarían en casa.
—¿Qué quieres decir con ahora no?
Él no respondió. Se hizo una larga pausa. Entonces Abigail dijo con un tono frágil y frío:
—¿Hay algo malo en algunos de los artículos… Algo que podría hacerme daño?
—Algo que no te gustará, senadora.
Hicieron el resto del trayecto en silencio.