A la una y media de la tarde, Lila pulsaba el timbre de la casa de Pat. Llevaba en las manos un pequeño paquete.
—Feliz Navidad —dijo.
—Feliz Navidad, entra. —Pat se alegraba de verdad de su visita. Había estado sopesando la conveniencia de confiar o no en Luther y consultarle si Eleanor debía entregarse a la policía; y también cómo abordar el tema de Catherine Graney. La posibilidad de una querella le sentaría muy mal.
—No me quedaré más de un minuto —dijo Lila—. Sólo quería traerte un poco de pastel de fruta. Una especialidad mía.
Pat la abrazó impulsivamente.
—Estoy muy contenta de que hayas venido. Es un poco raro esto de estar tan tranquila la tarde de Navidad. ¿Qué te parece un vaso de jerez?
Lila miró su reloj.
—Me tengo que ir a las dos menos cuarto —dijo.
Pat la llevó al salón; sacó un plato, un cuchillo y dos vasos; seguidamente, tras servir el jerez, cortó unos trozos finos de pastel de Navidad.
—Maravilloso —comentó después de probarlo.
—Es bueno, ¿verdad? —preguntó Lila, mientras su mirada se paseaba por el salón—. Has cambiado algo en esta habitación.
—Cambié dos cuadros de sitio. Me di cuenta de que no se hallaban en su lugar.
—¿Estás recordando muchas cosas?
—Algunas. Estaba en la librería trabajando y algo me impulsó a venir aquí. En cuanto lo hice, supe que la naturaleza muerta y el paisaje estaban uno en el puesto del otro.
—¿Qué más, Pat? Hay algo más.
—Tengo los nervios crispados —dijo Pat sencillamente—. Y no sé por qué.
—Pat, por favor, no te quedes aquí. Vete a vivir a un apartamento, a un hotel, donde quieras. —Lila imploró con el gesto.
—No puedo. Pero ayúdame ahora. ¿Viniste aquí alguna vez el día de Navidad? ¿Cómo era?
—La última vez, tú tenías tres años y medio, y ya podías darte cuenta de lo que era la Navidad. Los dos estaban muy felices contigo. Fue una jornada verdaderamente dichosa.
—A veces, creo que recuerdo algo de ese día. Me parece que tenía una muñeca que andaba, e intentaba que lo hiciese conmigo. ¿Es posible?
—Sí. Tenías una muñeca que andaba, ese año.
—Mi madre tocó el piano aquella tarde. ¿No es así?
Pat fue hacia el piano y lo abrió.
—¿Recuerdas qué interpretó?
—Estoy segura de que fue su villancico favorito; se llama Campanas de Navidad.
—Lo sé. Verónica quería que yo lo aprendiera, pues decía que a mi abuela le encantaba. —Lentamente, sus dedos se deslizaron por el teclado.
Lila miraba y escuchaba. Cuando se oyeron las últimas notas comentó:
—Eso se parece mucho a lo que tocaba tu madre. Te dije que te parecías a tu padre pero no me había dado cuenta de hasta qué punto te pareces. Cualquiera que lo conociese bien vería enseguida la semejanza.
*****
A las tres en punto, el equipo de la Emisora de Televisión Potomac llegó a la casa de la senadora Jennings, para filmar la cena de Navidad.
Toby miraba desconfiadamente mientras instalaban el equipo en el salón y en el comedor, asegurándose de que nada se rompiera o estropeara. Sabía cuánto significaba para Abby todo lo que allí había.
Pat Traymore y Luther Pelham llegaron con un minuto o dos de diferencia. Pat se había puesto un vestido de lana blanco que realzaba su buena figura. Llevaba el cabello recogido en una especie de moño. Toby nunca la había visto con aquel peinado; la hacía parecer distinta, y a la vez, le resultaba familiar. ¿A quién demonios le recordaba?
Ella parecía tranquila, pero se notaba que Pelham no lo estaba. Tan pronto como entró, empezó a regañar a un cámara. Abigail también estaba tensa, y eso no la beneficiaba; enseguida, empezó a discutir con la Traymore. Pat quería que pusiera la comida en el buffet y filmar a la senadora inspeccionándolo y cambiando algunas cosas de sitio; y Abigail no quería sacar la comida tan pronto.
—Senadora, costará un poco de tiempo conseguir la sensación que queremos —le dijo Pat—. Será mucho más fácil filmar ahora que cuando sus invitados estén ahí, de pie, mirando.
—No pienso tener a mis invitados de pie mirando, como extras de una película de segunda categoría.
—Entonces, sugiero que filmemos la mesa ahora.
Toby se dio cuenta de que Pat no cedía un palmo cuando estaba convencida de algo. Luther comentó que Abigail había preparado ella misma toda la comida, y eso fue motivo de otra discusión. Pat quería una toma de ella trabajando en la cocina.
—Senadora, todo el mundo cree que cuando usted tiene una cena o una fiesta, se limita a encargar la comida por teléfono. El hecho de que lo haga todo usted misma encantará a las mujeres que preparan tres comidas diarias, por no hablar de los hombres y las mujeres cuya afición es cocinar.
Abigail rechazó la idea de pleno, pero Pat no se rindió.
—Senadora, el objeto de que estemos aquí es que la gente la vea como un ser humano.
Al final fue Toby quien persuadió a Abigail para hacerlo.
—Vamos, demuéstrales que eres un grand chef, senadora. —Eso la halagó.
Abby se negó a ponerse un delantal sobre su blusa y sus pantalones de firma; pero cuando empezó a preparar los entremeses, demostró que era una cocinera de categoría. Toby la miraba mientras ella golpeaba la masa para hacer empanadillas, cortaba tiritas de jamón ahumado para la quiché, sazonaba el cangrejo; aquellos largos y delgados dedos trabajaban prodigiosamente y, además, Abby no concebía una cocina desordenada o sucia. ¡Por lo menos eso tenía que agradecerle a Francey Foster!
En cuanto los técnicos se pusieron a filmar, Abigail se tranquilizó. Sólo habían hecho un par de tomas cuando Pat dijo:
—Senadora, gracias. Estoy segura de que ya tenemos lo que queremos; ha salido muy bien. Ahora, si no le importa cambiarse para ponerse lo que piensa llevar para la fiesta, podemos hacer una toma detallada de la mesa.
Toby tenía muchas ganas de ver lo que Abigail se iba a poner, pues había estado haciendo dobladillos y arreglando varios vestidos. No le decepcionó cuando la vio salir. Llevaba una blusa de satén amarillo que hacía juego con la falda de tafetán. El cabello le caía suavemente, enmarcando su cuello y su cara. Se había maquillado los ojos un poco más exageradamente de lo usual. Estaba preciosa, resplandeciente, y además, algo especial emanaba de ella. Toby sabía lo que era; Sam Kingsley había telefoneado para decir que asistiría a la fiesta.
No había duda de que Abby había puesto el ojo en Sam Kingsley. A Toby no se le había pasado por alto cómo ella había sugerido a sus amigos que colocaran a Sam a su lado, en las cenas y en las fiestas que dieran. Había algo en él que a Toby le recordaba a Billy y, por supuesto, ésa era la razón por la que le gustaba a Abby. Ella evitó hacer una escena en público, pero se quedó destrozada cuando murió Billy. Toby sabía que no le caía bien a Sam, pero ése no era el problema. Sam no duraría más que los demás. Abby era demasiado dominante para la mayoría de los hombres; o bien se cansaba de amoldarse a sus horarios y a sus estados de ánimo o, si se dejaban dominar, ella se cansaba pronto de ellos. Él, Toby, sería parte de la vida de Abby hasta que uno de los dos muriera; sin él, estaría perdida, y ella lo sabía.
Mientras la veía posar cerca de la mesa, le invadió una ligera sensación de tristeza que le hizo tragar saliva. De vez en cuando, soñaba despierto cómo habrían sido las cosas si él hubiera sido más listo en el colegio, en vez de haber recibido sólo suspensos; si hubiera continuado estudiando para convertirse en ingeniero, en vez de ser un tipo que hace un poco de todo, y si hubiera sido guapo como el llorica de Jeremy Saunders, en vez de ser un tipo de cara tosca y ridícula… ¿Quién sabe? Quizá en algún momento Abby se habría enamorado de él.
Apartó de su mente aquellas fantasías y volvió al trabajo.
*****
A las cinco en punto, llegó el primer coche y el juez retirado del Tribunal Supremo y su mujer hicieron su entrada unos minutos después.
—Feliz Navidad, señora vicepresidente —dijo el juez.
Abigail le devolvió un beso caluroso.
—Dios le oiga —respondió ella riendo.
Los otros invitados empezaron a llegar. Los camareros alquilados servían champán y ponche.
—Guarda la bebida fuerte para el final —le había dicho Luther—, al patriarca no le gusta que sus servidores públicos beban esos mejunjes.
Sam fue el último en llegar; Abigail le abrió la puerta. Lo besó cariñosamente en la mejilla. Luther estaba enfocándoles con la otra cámara y Pat sintió que le daba un vuelco el corazón. Sam y Abigail hacían una pareja perfecta. Los dos tan altos; el pelo rubio ceniza de ella contrastaba con el oscuro de él, cuyas hebras blancas estaban a tono con las finas arrugas que bordeaban sus ojos.
Pat pudo observar que todo el mundo se acercaba a Sam. «Yo lo veo siempre solo», pensó ella. «Nunca lo he contemplado en su entorno profesional». ¿Había sucedido lo mismo con su padre y con su madre? Se habían conocido cuando los dos estaban de vacaciones en la isla Martha's Vineyard. Se casaron un mes después, sin saber nada de sus respectivos mundos y, luego, empezó el desastre.
Pero contigo no sería ningún desastre. Sam, me gusta tu mundo.
Abigail debía de haber dicho algo divertido, porque todos se reían y Sam estaba sonriéndole.
—Ésa es una buena toma, Pat —dijo el cámara—. Un poco sexy, ya sabes lo que quiero decir; nunca se ve a la senadora Jennings con un hombre; eso le gustará a la gente. —El cámara tenía la expresión satisfecha.
—A todo el mundo le agradan los enamorados —respondió Pat.
—Bueno, ya está bien —dijo de pronto Luther—. Dejemos a la senadora y a sus invitados tranquilos. Pat, mañana por la mañana tienes que estar en el despacho de la senadora para filmar. Yo estaré en Apple Junction. Ya sabes lo que queremos.
Le dio la espalda, despidiéndola.
¿Esta actitud se debía a la foto del Mirror, o era porque se había negado a acostarse con él? El tiempo lo diría.
Pasó entre los invitados y se dirigió hacia el recibidor. Entró en el gabinete donde había dejado su abrigo.
—Pat.
Se dio la vuelta.
—Sam —dijo.
Él estaba de pie, en la puerta, mirándola.
—Ah, señor congresista, felices fiestas —dijo ella, buscando su abrigo.
—Pat, ¿no estarás pensando en irte?
—Nadie me ha invitado a quedarme.
Él se le acercó y cogió su abrigo.
—¿Qué es esa historia de la portada del Mirror?
Ella se lo explicó.
—Y parece ser que la senadora por Virginia cree que fui yo quien envió la foto a ese periodicucho, sólo para salirme con la mía en este programa.
Él le puso la mano en el hombro.
—¿Y no lo hiciste?
—¡Eso no parece una pregunta!
¿Podía, verdaderamente, creer que ella tenía algo que ver con la portada del Mirror? Si era así, él no la conocía en absoluto o, quizá, ya era hora de darse cuenta de que el hombre que creía conocer no existía verdaderamente.
—Pat, todavía no me puedo ir, pero creo que me podré escapar dentro de una hora. ¿Te vas a casa?
—Sí, ¿por qué?
—Estaré allí tan pronto como pueda. Iremos a cenar.
—Todos los restaurantes potables estarán cerrados. Quédate y pásatelo bien. —Estaba intentando escaparse de él.
—Señorita Traymore, si me da las llaves traeré su coche.
Se separaron de pronto, algo violentos.
—Toby, ¿qué demonios estás haciendo aquí? —dijo Sam contrariado.
Toby le miró sin inmutarse.
—La senadora está llamando a sus invitados para que vayan a cenar y me pidió que les fuera avisando, en especial a usted.
Sam seguía sosteniendo el abrigo de Pat.
Ella se lo cogió.
—Yo misma puedo recoger el coche.
Sam estaba de pie en la puerta. Ella le miró a los ojos. Era una masa alta y oscura. Intentó pasar pero él no se movió.
—¿Puedo?
La estaba mirando de un modo especial.
—Oh, desde luego, perdona. —Se hizo a un lado e, inconsciente, ella se arrimó a la pared para evitar rozarle.
*****
Pat conducía a gran velocidad, intentando borrar de su mente la imagen de Abigail y Sam felicitándose cariñosamente, y de la manera sutil en que los demás invitados los trataban, como si fueran una pareja. Eran las ocho menos cuarto cuando llegó a casa. Contenta de haber cocinado antes el pavo, se hizo un bocadillo y se sirvió un vaso de vino. La casa le pareció oscura y vacía. Encendió las luces del gabinete, de la biblioteca, del comedor y del salón y, después, conectó las del árbol de Navidad.
El otro día, el salón tenía algo que lo hacía más cálido, más acogedor. Ahora, por algún motivo, parecía incómodo, sombrío. ¿Por qué? Se fijó en un trozo de tira plateada que estaba casi escondida, sobre una parte color melocotón de la moqueta. El día anterior, cuando ella y Lila estaban allí, pensó que había visto en aquel sitio un adorno con un trozo de tira plateado. Quizá lo único que había visto era la tira.
El televisor estaba en la biblioteca y allí se llevó el vaso de vino y el bocadillo. La Potomac daba cada hora las noticias más importantes. Se preguntó si saldría Abigail en la iglesia. Salió. Pat miraba desapasionadamente cómo Abigail salía del coche; su traje rojo brillante contrastaba con un rostro y un peinado impecables, y sus ojos se enternecían mientras hablaba de su oración por los hambrientos. Aquélla era la mujer por la que Pat había sentido tanta admiración y respeto. El locutor dijo:
«—Después, a la senadora Jennings se le preguntó acerca de la fotografía en que aparece como ganadora de un concurso de belleza y que sale en la portada del National Mirror de esta semana».
Entonces mostraron una pequeñísima reproducción de la portada del Mirror.
«—Con lágrimas en los ojos, la senadora recordó el deseo de su madre de que participara en ese concurso —continuó el locutor—. La emisora Potomac desea a la senadora Abigail Jennings una feliz Navidad, y estamos seguros de que su madre, si conociera sus éxitos, estaría muy orgullosa de ella».
—Dios mío —gritó Pat, dando un salto para apagar el televisor—. ¡Y Luther tiene las agallas de llamar noticias a esto! No me extraña que los ciudadanos critiquen a los medios informativos por su venalidad.
Inquieta, hizo un recuento de las declaraciones contradictorias que había oído durante la semana:
Catherine Graney dijo que Abigail y Willard estaban a punto de divorciarse.
La senadora Jennings afirma que estaba muy enamorada de su marido.
Eleanor Brown robó setenta y cinco mil dólares a la senadora Jennings.
Eleanor Brown jura que ella no robó ese dinero.
George Graney era un gran piloto y su avión fue cuidadosamente revisado antes de que despegara.
La senadora Jennings dijo que George Graney era un piloto inexperto que llevaba un equipo de segunda clase.
«Nada concuerda —pensó Pat—. ¡Absolutamente nada! ».
Eran casi las once cuando el timbre de la puerta anunció la llegada de Sam. A las diez y media, cuando ya había desistido de esperarlo, Pat se fue a su habitación; entonces se dijo a sí misma que si Sam no fuese a venir, la habría llamado; así que decidió ponerse un cómodo pijama de seda que le permitía repantigarse, pero era correcto para recibir a una visita. Se lavó la cara y luego se repasó los ojos con un poco de sombra y los labios con un toque de brillo.
«No tiene sentido parecer una pobre y desvalida Cenicienta, y menos aún cuando él acaba de estar con una reina de la belleza», pensó.
Rápidamente, guardó la ropa que había dejado tirada por la habitación. ¿Era Sam un hombre pulcro? Ni siquiera lo sabía. La única noche en que habían estado juntos no fue ciertamente una muestra de sus costumbres personales. Después de registrarse en el motel, ella se había lavado los dientes con el cepillo plegable que siempre llevaba en su bolsita de maquillaje.
—Ojalá tuviera uno como ése —había dicho él.
Ella sonrió a su imagen en el espejo y contestó:
—Una de mis frases favoritas, en «Cosecha fortuita», era cuando el reverendo le preguntaba a Esmicy y a Paula si estaban tan enamorados que usaban el mismo cepillo de dientes.
Ella aclaró el cepillo con agua caliente, le puso pasta de dientes y se lo ofreció diciendo:
—Te invito.
Ese cepillo de dientes estaba ahora en su joyero de terciopelo, en el primer cajón del tocador. «Algunas mujeres guardan rosas secas o atan las cartas con cintas de seda. Yo guardo un cepillo de dientes».
Acababa de bajar la escalera cuando sonó el timbre.
—Entra, entra, quienquiera que seas.
Sam tenía expresión contrita.
—Pat, lo siento, no pude escaparme tan rápidamente como pensaba. Y luego tomé un taxi para ir a casa a dejar mis maletas y coger mi coche. ¿Ya te ibas a la cama?
—No, claro que no. Si te refieres a mi vestimenta, técnicamente se llama pijama para recibir y, de acuerdo con la reseña de Saks, es perfecto para esta noche, para pasar un rato con unos amigos.
—Ten cuidado con la clase de amigos con quienes pasas un rato —dijo Sam—. Es un salto de cama muy sexy.
Ella tomó su abrigo; la suave lana estaba todavía fría, debido al viento helado.
Él se inclinó para besarla.
—¿Quieres beber algo?
Sin esperar su respuesta, le condujo a la biblioteca y, silenciosamente, señaló el bar. Sam vertió coñac en dos copas y le entregó una.
—Supongo que ésta sigue siendo la oferta que me hiciste para después de cenar.
Ella asintió y, deliberadamente, escogió el butacón que estaba enfrente del canapé.
Sam se había cambiado cuando fue a su apartamento. Llevaba un jersey de Argyle, con un estampado en el que predominaban el azul y el gris, el cual armonizaba con sus ojos azules y con los reflejos grises de su cabello castaño. Se acomodó en el sofá y a ella le pareció que estaba cansado por la forma en que se movía y por las arrugas en torno a sus ojos.
—¿Qué tal fue todo después de que me marchara?
—Más o menos como viste. De todos formas, hubo algo interesante: el presidente llamó para felicitar las Navidades a Abigail.
—¡El presidente telefoneó! ¿Eso quiere decir…?
—Yo apuesto a que lo hizo para quedar bien. Probablemente, también telefoneó a Claire Lawrence.
—¿Quieres decir que todavía no ha tomado una decisión?
—Creo que todavía está lanzando globos sonda. Ya viste las palabras que tuvo para Abigail en la presentación de la cena, en la Casa Blanca, la semana pasada. Pero él y la primera dama fueron también a una cena privada que se dio en honor de Claire, la noche siguiente.
—¿Hasta qué punto crees que esa foto del Mirror ha podido dañar a la senadora Jennings?
Se encogió de hombros.
—Es difícil decirlo, Abigail ha desempeñado el papel de la aristócrata del Sur, quizá excesivamente para mucha gente de por aquí. Por otro lado, tal vez eso le proporcione simpatías. Un problema más: esa publicidad sobre las amenazas que tuviste ha creado muchos chistes de pasillo en el Capitolio y todas las bromas son sobre ella.
Pat se quedó mirando su coñac, que estaba intacto, y de repente notó que un sabor entre seco y amargo invadía su boca. La semana pasada, Sam había estado preocupado por ella a causa de un robo. Ahora él compartía la opinión negativa de Abigail sobre la publicidad que este hecho había causado. Bueno, en cierta manera, eso simplificaba las cosas.
—Si este programa causa más publicidad que pueda dañar a la senadora Jennings, ¿podría eso costarle la vicepresidencia?
—Quizá; ningún presidente y, en particular uno que tiene una administración intachable, va a arriesgarse a que se la ensucien de alguna forma.
—Eso es exactamente lo que me temía que dijeras.
Le contó todo lo sucedido sobre Eleanor Brown y Catherine Graney.
—No sé qué hacer —concluyó.
—¿Debo avisar a Luther para que no se toquen esos temas en el programa? Si lo hago, tendrá que explicarle la razón a la senadora.
—No creo que Abigail pueda aguantar un nuevo golpe —dijo Sam llanamente—. Cuando todos se fueron, la vi muy desanimada.
—¿Cuando los demás se fueron? —Pat levantó una ceja—. ¿Quieres decir que te quedaste?
—Ella me lo pidió.
—Ya veo.
Sintió cómo el corazón le daba un vuelco; eso confirmaba todas sus suposiciones.
—¿Entonces no se lo debo decir a Luther?
—Inténtalo, de esa forma, si esa chica…
—¿Eleanor Brown?
—Sí. Si te llama, convéncela para que espere hasta que yo vea si podemos negociar con su palabra de que se entregará. En ese caso, no habría ninguna publicidad, al menos hasta que el presidente anuncie su elección.
—¿Y Catherine Graney?
—Déjame buscar en los archivos algo sobre ese caso; probablemente ella no tiene nada sólido en que pueda basarse. ¿Crees que algunas de estas dos mujeres te podían haber amenazado?
—No conozco a Eleanor, y estoy segura de que no fue Catherine Graney. No te olvides que era la voz de un hombre.
—Claro. ¿Te ha vuelto a llamar?
Sus ojos se dirigieron a la caja de cartón, debajo de la mesa. Tuvo la idea de enseñarle la muñeca a Sam, pero luego la rechazó. No quería que él se preocupara más por ella.
—No, no ha vuelto a llamar.
—Eso son buenas noticias —dijo apurando el coñac, y dejó la copa sobre la mesa—. Es mejor que me vaya. Ha sido un día muy largo y seguramente estarás cansada.
Era el momento que ella estaba esperando.
—Sam, esta noche, cuando volvía de la casa de la senadora, he estado pensando mucho. ¿Quieres que te lo explique?
—Claro.
—Yo vine a Washington con tres objetivos muy específicos, y más bien, idealistas. Iba a realizar un documental sobre una maravillosa y noble mujer, con ese reportaje podía ganar mi Emmy. También quería encontrar una explicación sobre lo que mi padre nos hizo a mi madre y a mí. Y te iba a ver a ti, lo que sería el encuentro del siglo. Bueno, nada de esto ha salido como yo esperaba. Abigail Jennings es una buena congresista y una líder con fuerza, pero no es una persona ideal. Se me contrató para este programa porque mis opiniones sobre Abigail le gustaron a Pelham y porque, sea cual sea la reputación que yo me he ganado en este medio de información, da credibilidad a lo que es puro relleno de relaciones públicas. Hay tantas cosas que no encajan en esta señora que estoy espantada. He estado aquí el tiempo suficiente para saber que mi madre no era una santa, como me habían inducido a creer y, muy probablemente, llevó a mi padre a sufrir aquella noche un ataque de algún tipo de anomalía psíquica temporal. No es ésa la historia completa, pero se acerca a ella. Y en lo que respecta a nosotros, Sam, te debo una disculpa. Fui tremendamente ingenua al pensar que era para ti algo más que una aventura casual. El hecho de que nunca me llamaras después de la muerte de Janice tenía que habérmelo hecho comprender, pero supongo que no soy muy rápida para captar esas cosas. Ahora ya puedes dejar de preocuparte; no intento incomodarte con más declaraciones de amor; está muy claro que tienes algún asunto con Abigail Jennings.
—Yo no tengo ningún asunto con Abigail.
—Oh, claro que sí. Quizá todavía no lo sepas, pero lo tienes. Esa mujer te quiere atrapar, Sam, hasta un ciego lo vería. Y no acortaste tus vacaciones y viniste corriendo, cruzando todo el país, para asistir a su reunión sin ninguna razón. Olvídate de eso de que me vas a fallar. De verdad, Sam, todo eso de estar tan cansado y no ser capaz de tomar decisiones no es muy convincente. Puedes dejar de fingir.
—Te dije eso porque es cierto.
—Mejor déjalo, eso no va contigo. Eres un hombre guapo y viril, con veinte o treinta años aprovechables por delante. —Forzó una sonrisa—. Quizá la idea de llegar a ser abuelo es un poco chocante para tu ego.
—¿Has acabado?
—Sí.
—Entonces, si no te importa, creo que ya he abusado bastante de tu hospitalidad —dijo levantándose. La sangre había afluido a su rostro.
Ella le tendió la mano.
—No hay motivo para que no seamos amigos. Washington es una ciudad pequeña; ésa es la razón por la que me llamaste la primera vez, ¿no?
Él no respondió.
Con cierto aire de satisfacción, Pat le oyó dar un portazo y salir.