Mientras andaba por el pasillo de la residencia, Arthur notó la atmósfera tensa, y se puso inmediatamente en guardia. El lugar parecía bastante tranquilo, algunos árboles de Navidad y algunas velas estaban sobre mesitas de jugar a las cartas, cubiertas con fieltro verde y nieve artificial. En todas las puertas de los residentes, había colgadas tarjetas navideñas. En el tocadiscos de la habitación de recreo, sonaba una melodía navideña. Pero algo malo sucedía.
—Buenos días, señorita Harnick. ¿Cómo se encuentra?
Ella avanzaba lentamente hacia el recibidor, apoyada en su andador, con su figura de pajarillo inclinada hacia adelante. Tenía el pelo estropajoso y la cara grisácea. Levantó los ojos hacia él, manteniendo la cabeza baja; sólo sus ojos se movieron, con una mirada hundida, aguada, temerosa.
—Aléjate de mí, Arthur —dijo, con voz temblorosa—. Les dije que te vi salir de la habitación de Anita, y sé que tengo razón.
Él le tocó el brazo, pero ella se apartó.
—Claro que estuve en la habitación de la señorita Gillespie —dijo él—. Ella y yo éramos amigos.
—No era amiga tuya, ella te tenía miedo.
Intentó no demostrar su cólera.
—Bueno, señora Harnick…
—Yo sé lo que me digo, Anita quería vivir. Su hija, Anne Marie, iba a venir a verla. Hacía dos años que no había estado en el Este. Anita decía que no le importaba morir, siempre que antes pudiera volver a ver a su Anne Marie. Ella no dejó de respirar sola, eso ya se lo he dicho a ellos.
La enfermera jefe, Elizabeth Sheehan, se sentaba en una mesa, a mitad del pasillo. Él la odiaba; tenía la cara severa y los ojos de un azul grisáceo que se podían volver como el acero, cuando se enfadaba.
—Arthur, antes de que hagas tu ronda, por favor, ven a la oficina.
Él la siguió hasta el despacho de la administración de la residencia, el lugar donde las familias iban a hacer los papeleos para acomodar a sus familiares ancianos. Pero hoy no había familiares, solamente un hombre con cara de niño que llevaba una gabardina y unos zapatos que necesitaban un buen cepillado. Sonreía afablemente y tenía un porte muy agradable, pero Arthur no se dejó engañar.
—Soy el detective Barrot —dijo.
El director de la residencia, el doctor Cole, también estaba allí.
—Arthur, siéntese —dijo, intentando que su voz pareciera amistosa—. Gracias, enfermera Sheehan, no necesita quedarse.
Arthur escogió una silla de respaldo recto y recordó cruzar las manos en el regazo y aparentar estar un poco confuso, como si no tuviera ni idea de lo que estaba ocurriendo. Había ensayado antes esa mirada, frente al espejo.
—Arthur, la señora Gillespie murió el pasado jueves —dijo el detective Barrot.
Arthur asintió con expresión de tristeza. De repente, se alegró de haberse encontrado con la señora Harnick en la entrada.
—Lo sé. Yo esperaba que viviera un poco más. Su hija iba a venir a visitarla. No la había visto desde hacía dos años.
—¿Usted sabía esto? —preguntó el doctor Cole.
—Claro. La señora Gillespie me lo dijo.
—Ya veo. Nosotros no sabíamos que ella había hablado de la visita de su hija.
—Doctor, usted sabe el tiempo que pasábamos para alimentar a la señora Gillespie. A veces necesitaba descansar, y entonces hablábamos.
—Arthur, ¿le alegró ver morir a la señora Gillespie? —le preguntó el detective Barrot.
—Me alegro de que muriera antes de que el cáncer empeorara. Habría sufrido muchísimos dolores. ¿No es verdad, doctor? —Miró hacia el doctor Cole, agrandando los ojos.
—Es posible que sí —respondió el doctor Cole—. Aunque nunca se sabe…
—Pero, ojalá la señora Gillespie hubiera vivido para ver a Anne Marie. Ella y yo rezábamos por ello. Me solía pedir que le leyera oraciones de su misal de san Antonio, como un favor especial. Ésa era su oración.
El detective Barrot le estaba mirando detenidamente.
—¿Fue usted a la habitación de la señora Gillespie, el pasado lunes?
—Oh sí, yo entré justo antes de que la enfermera Krause la visitara, pero la señora Gillespie no quería nada.
—La señora Harnick dijo que le vio salir de la habitación alrededor de las cuatro o las cinco. ¿Es eso cierto?
Arthur ya había preparado la respuesta.
—No. Yo no entré en su habitación. Miré en su habitación, pero estaba dormida. Había pasado una mala noche y estaba preocupado por ella. La señora Harnick vio cómo yo miraba.
El doctor Cole se recostó en su silla. Parecía aliviado. La voz del detective Barrot se volvió más suave.
—Pero, el otro día, usted dijo que la señora Harnick estaba equivocada.
—No. Alguien me preguntó si yo había entrado en la habitación de la señora Gillespie dos veces, y no lo había hecho; pero entonces, cuando pensé en ello, me acordé de que había mirado dentro. O sea que, ya ven, la señora Harnick y yo teníamos, ambos, razón.
El doctor Cole sonreía.
—Arthur es uno de nuestros ayudantes más cuidadosos —dijo—. Ya se lo dije, señor Barrot.
Pero el detective Barrot no sonreía.
—Arthur, ¿son muchos los ayudantes que rezan con los pacientes o es sólo usted?
—Oh, creo que sólo yo. Verá, yo una vez estuve en el seminario. Pensaba llegar a ser sacerdote, pero me puse enfermo y tuve que irme. En cierta manera, me considero un clérigo.
Los ojos del detective Barrot, suaves y limpios, incitaban a la confidencia.
—¿Cuántos años tenía usted cuando entró en ese seminario, Arthur? —preguntó amablemente.
—Tenía veinte años, y me quedé hasta que tuve veinte años y medio.
—Ya —dijo el detective—. Dígame, ¿en qué seminario estuvo?
—En Collegeville, Minnesota, con la comunidad benedictina.
El detective Barrot sacó un cuadernillo y lo apuntó. Arthur tardó en darse cuenta de que había hablado demasiado. Podía ser que el detective Barrot se pusiera en contacto con la comunidad benedictina y le dijeran que, después de la muerte del padre Damián, se le pidió a Arthur que se fuera.
*****
Arthur estuvo preocupado todo el día. A pesar de que el doctor Cole le había dicho que volviera a trabajar. Podía notar las miradas sospechosas de la enfermera Sheehan, y todos los pacientes le miraban de una manera especial.
Cuando fue a mirar la habitación del viejo señor Thoman, su hija estaba allí, y le dijo:
—Arthur, ya no tienes que preocuparte por mi padre. Le he pedido a la enfermera Sheehan que se encargue de él otro ayudante.
Eso era una bofetada en pleno rostro. Justo la semana pasada, el señor Thoman había dicho:
—No puedo aguantar más tiempo tan enfermo.
Arthur le había confortado diciendo:
—Quizá Dios no se lo pida, señor Thoman.
Arthur intentó mantener su alegre sonrisa cuando atravesó la sala de recreo, para ayudar al señor Whelan, que estaba forcejeando con sus pies. Mientras acompañaba al señor Whelan por el recibidor, hasta el lavabo, se dio cuenta de que le estaba entrando dolor de cabeza; uno de esos dolores sordos que hacían que las luces bailaran ante sus ojos. Ya conocía lo que iba a suceder después.
Mientras ayudaba al señor Whelan a sentarse de nuevo en su silla, miró hacia el televisor. La pantalla aparecía borrosa; luego surgió lentamente un rostro; la cara de Gabriel, tal como sería el día del Juicio. El arcángel le habló sólo a él:
—Arthur, aquí ya no estás a salvo.
—Ya entiendo.
No se dio cuenta de que había pronunciado esas palabras en voz alta hasta que el señor Whelan dijo:
—Shhh.
Cuando bajó a donde estaba su armario, Arthur guardó cuidadosamente en una maleta sus enseres personales; pero dejó su uniforme de repuesto y los zapatos viejos. El día siguiente y el miércoles eran sus días de fiesta, de modo que quizá no se darían cuenta de que él no iba a volver el jueves por la mañana; a no ser que, por alguna razón, buscaran en su armario y lo encontraran vacío.
Se puso la chaqueta deportiva, aquella amarilla y marrón que había comprado en J. C. Penney, el año pasado. La guardaba allí por si iba con Glory al cine, o a algún otro sitio, para ir arreglado.
En el bolsillo de la gabardina puso el par de calcetines en que tenía trescientos dólares empaquetados. Siempre guardaba, a mano, dinero de emergencia; tanto aquí como en casa, sólo por si tenía que marcharse repentinamente.
El vestuario estaba frío y sucio. No había nadie por los alrededores. Habían dado el día libre a todos los empleados que lo deseaban. Él se había ofrecido voluntario para trabajar.
Sus manos estaban secas y se movían; sus nervios se encontraban a punto de estallar de resentimiento. No tenían derecho a tratarle de esta forma. Su mirada recorrió inquieta aquel cuarto. Casi todas las medicinas estaban guardadas en el almacén, pero había un armario empotrado, cerca de las escaleras, que estaba lleno de botellas semivacías, de recipientes de artículos de limpieza, de gamuzas usadas. Pensó en aquella gente, allí arriba. La señora Harnick acusándole, la hija del señor Thoman diciéndole que dejara en paz a su padre, la enfermera Sheehan… ¡Cómo osaban cotillear, dudar de él, rechazarle!
En el armario encontró una lata con un poco de trementina. Quitó la tapa y la volcó. Las gotas empezaron a caer lentamente sobre el suelo. Dejó la puerta del armario abierta, al lado del armario había una docena de bolsas de basura, esperando ser llevadas al vertedero.
Arthur no fumaba, pero cuando las visitas se olvidaban cajetillas de tabaco por la residencia, siempre las recogía para llevárselas a Glory. Sacó un Salem del bolsillo, lo encendió, dio unas cuantas bocanadas, para asegurarse que no se apagaría y, desatando una de las bolsas de basura, lo echó dentro.
El cigarrillo no tardaría mucho en irse consumiendo; prendería fuego a la bolsa, luego, arderían las otras bolsas y la trementina desparramada provocaría un incendio incontrolable. Los trapos que estaban en el altillo causarían un denso humo y, cuando el personal de la residencia intentara evacuar a los ancianos, todo el edificio estaría ya destruido. Parecería un accidente debido a un descuido, un cigarrillo mal apagado en la basura, un fuego causado por una lata de trementina mal cerrada que había goteado desde el estante, si es que los investigadores podían llegar a deducir tanto.
Retiró la bolsa mientras el débil y agradable olor a quemado llegaba hasta su nariz y sus pulmones; entonces salió rápidamente del edificio y descendió por la solitaria calle, hacia la estación de metro.
Glory estaba sentada en el sofá de la sala de estar, leyendo un libro, cuando Arthur llegó a casa. Llevaba una bata muy bonita, de lana azul, con una cremallera que llegaba hasta el cuello, y mangas largas muy anchas. El libro que leía era una novela de la lista de los bestsellers, que había costado quince dólares con noventa y cinco. Arthur en su vida se había gastado más de un dólar en un libro. Él y Glory iban a libreros que vendían libros usados, revolvían la tienda y volvían a casa con seis o siete volúmenes; disfrutaban leyendo juntos, haciéndose compañía. Pero, de algún modo, los deslucidos volúmenes de manchadas cubiertas, que tanto habían disfrutado comprando, parecían pobres y ajados, al lado de este libro de impecables páginas, que las chicas de la oficina le habían regalado a ella.
Glory le tenía preparado un pollo asado, con salsa y bollos calientes, pero no era agradable cenar solo la noche de Navidad. Ella le dijo que no tenía hambre; parecía estar pensando muy profundamente. Varias veces la pescó mirándole con ojos interrogantes y preocupados que le recordaban cómo le había mirado la señora Harnick. No quería que Glory tuviera miedo de él.
—Tengo un regalo para ti —le dijo—. Sé que te gustará.
El día anterior, en la gran tienda de artículos rebajados, en el Mall, había comprado un delantal blanco con puntillas para la muñeca Raggedy Ann, y a no ser por unas pocas manchas en el vestido, la muñeca estaba intacta.
Adquirió papel navideño y lazos, e hizo que pareciera un regalo de verdad.
—Yo también tengo un regalo para ti, papá.
Intercambiaron los obsequios solemnemente.
—Ábrelo tú primero —dijo él. Quería ver su expresión. ¡Se pondría tan contenta!
—De acuerdo —dijo ella sonriendo, y él se dio cuenta de que su cabello parecía más claro. ¿Se lo habría teñido?
Desató la cinta cuidadosamente, apartó el papel y lo primero que vio fue el delantal de puntillas.
—Qué…, oh, padre —se quedó parada—. ¡La encontraste! Qué delantal nuevo tan bonito. —Parecía contenta, pero no tan maravillosamente feliz como él había esperado.
Su rostro adquirió una expresión pensativa.
—Mira esa cara triste y desgraciada. Así era como me sentía. Recuerdo el día que la pintarrajeé, estaba muy enferma, ¿verdad?
—¿Te la llevarás contigo a la cama de nuevo? —preguntó él—. ¿Para eso la querías, no?
—Oh, no; yo sólo quería verla. Abre tu regalo, creo que te gustará.
Era un bonito jersey de lana, azul y blanca, con cuello en pico y manga larga.
—Lo hice para ti, papá —le dijo Glory alegremente—. ¿Puedes creer que me propuse hacer una cosa y, finalmente, logré acabarla? Creo que me estoy centrando; ya era hora, ¿no te parece?
—Me gustas tal como eres —dijo él—. Me gusta cuidarte.
—Pero dentro de poco temo que no será posible —observó ella.
Ambos sabían lo que aquello significaba.
Era hora de decírselo.
—Glory —murmuró lentamente—, hoy me pidieron algo muy especial. Hay varias residencias en Tennessee, con falta de personal. Necesitan gente como yo que sepa cuidar a pacientes muy enfermos. Quieren que vaya allí enseguida y elija la que más me guste, para trabajar en ella.
—¿Trasladarnos de nuevo? —preguntó Glory consternada.
—Sí, Glory. Yo hago el trabajo que Dios me indica, y ahora me toca a mí pedirte ayuda. Tú eres un gran consuelo para mí; nos iremos el jueves por la mañana.
Estaba seguro de que estaría a salvo hasta entonces. Como mínimo, el fuego debía de haber causado un gran revuelo y, con suerte, sus antecedentes habrían sido destruidos con los archivos. Incluso si el fuego se sofocaba antes de que se destruyera totalmente el edificio, pasarían unos cuantos días, por lo menos, antes de que la policía pudiera comprobar su historial y descubriera los largos intervalos transcurridos entre sus diferentes empleos, o supiera la razón por la que se le había pedido que dejara el seminario. Para cuando ese detective quisiera interrogarle de nuevo, él y Glory se habrían marchado.
Durante un largo rato, Glory estuvo callada.
—Papá, si mi foto sale en ese programa, el miércoles por la noche, me entregaré. Todo el país la verá y yo no puedo continuar preguntándome, cuando una persona me mira, si es porque me ha reconocido. Si no, iré contigo a Tennessee. —Apretó los labios y él supo que estaba a punto de llorar.
Se acercó a ella y le acarició las mejillas. No podía decirle a Glory que la única razón por la que no se iban antes del jueves era, precisamente, ese programa.
—Papá —dijo Glory empezando a llorar—, yo he comenzado a ser feliz aquí. No creo que sea justo que pretendan de ti que estés siempre llegando y marchándote.