A las nueve y cuarto de la mañana del día de Navidad, Toby estaba en la cocina de Abigail Jennings, delante de la estufa de hierro, esperando a que se hiciera el café. Abrigaba la esperanza de poder tomarse una taza antes de que apareciera Abby. A pesar de que la conocía desde que eran niños, no podía predecir su reacción, aquel día. La noche pasada había sido muy agitada. Él sólo la había visto dos veces tan enfadada, y nunca se permitía a sí mismo recordar esas dos ocasiones.
Cuando Pat Traymore se hubo ido, Abby, Pelham y Philip se quedaron todavía una hora más, para decidir lo que tenían que hacer. Abby gritó a Pelham, repitiéndole una docena de veces que ella seguía creyendo que Pat Traymore trabajaba para Claire Lawrence y que, quizá, Pelham también.
Incluso, para lo que ella acostumbraba, Abigail se había pasado un poco, y Toby estaba sorprendido de que Pelham hubiera aguantado el chaparrón. Más tarde, Phil aportó la respuesta.
—Escuchen, él es el personaje más famoso de todos los noticiarios de la televisión de este país. Ha hecho una fortuna, pero ya tiene sesenta años, y está hasta las narices. Ahora, lo que quiere es convertirse en otro Edward R. Murrow, que remató su carrera como jefe de la Agencia de Información Americana. Pelham desea tan desesperadamente ese puesto, que ya se le está haciendo la boca agua. Significaría un enorme prestigio y dejar de tener que competir por la calidad. La senadora le ayudará, si él le ayuda a ella. Sabe que tiene derecho a quejarse de cómo se está realizando este programa.
Toby no tenía más remedio que estar de acuerdo con lo que Pelham decía. Le gustara o no, el daño ya estaba hecho; o el programa se concebía incluyendo Apple Junction y el concurso de belleza, o parecería una farsa.
—No puedes ignorar el hecho de que apareces en la portada del National Mirror —le recordaba Pelham a Abby—. Lo leen cuatro millones de personas, y se envía a Dios sabe cuánta gente más. Esta fotografía será reproducida por todos los periódicos sensacionalistas del país; tienes que decidir qué es lo que vas a decirles.
—¿A decirles? —Abby estalló—. Les diré la verdad, que mi padre era una mierda y que la única cosa decente que hizo fue morirse cuando yo tenía seis años. También puedo decirles que mi madre tenía la visión del mundo propia de una fregona, y que su máxima ambición respecto a mí era que me convirtiera en Miss Apple Junction y en una buena cocinera. ¿No creéis que ése es, exactamente, el pasado que un vicepresidente debe tener?
Le caían lágrimas de rabia; normalmente, Abigail no lloraba. Toby sólo podía recordar que lo hiciera en escasas ocasiones. Él también dijo lo suyo.
—Abby, escúchame. No te quedes parada pensando en la foto de Francey, deja de pensar en eso y sigue los consejos de Pat Traymore.
Eso la calmó. Ella confiaba en él.
*****
Oyó los pasos de Abby en el recibidor. Tenía ganas de ver cómo iría vestida. Pelham estuvo de acuerdo en que debía ir a la misa de la catedral, y llevar algo fotogénico, aunque no ostentoso.
—Deja tu visón en casa —le dijo.
—Buenos días, Toby. Feliz Navidad. —El tono era sarcástico, pero comedido; incluso antes de darse la vuelta y mirarla, él supo que Abby había recobrado el dominio de sí misma.
—Feliz Navidad, senadora. —La observó detenidamente—. Oye, estás guapísima.
Vestía un traje de chaqueta cruzado, de un rojo brillante que hacía juego con el color de su laca de uñas. La falda era plisada y llevaba el abrigo en la mano.
—Parezco un paje de Santa Claus —bromeó ella, y a pesar de que se mostraba un poco cínica, había algo de buen humor en su tono de voz. Cogió una taza de café e hizo un ademán de brindis—. También saldremos de ésta, ¿verdad, Toby?
—¡Puedes estar segura de que sí!
En la catedral, la estaban esperando. Tan pronto como Abigail salió del coche, un periodista de la televisión le puso un micrófono delante.
—Feliz Navidad, senadora.
—Feliz Navidad, Bob.
«Abby es muy lista —pensó Toby—. Se las arregla para conocer a toda la gente de la prensa y de la televisión, incluso si son poco importantes».
—Senadora, está usted a punto de entrar en la catedral para los oficios de Navidad, ¿ofrecerá una oración por algo en especial?
Abby titubeó el tiempo justo y dijo:
—Bob, supongo que todos estamos rezando por la paz del mundo, ¿no es verdad? Mi oración será para los que pasan hambre. ¿No sería maravilloso que supiéramos que cada hombre, mujer y niño de esta tierra, tienen una buena cena esta noche? —Sonrió y se unió a la gente que entraba por el portalón de la catedral.
Toby volvió a meterse en el coche. «Perfecto», pensó. Buscó por debajo del asiento y sacó el resultado de las carreras. No le había ido demasiado bien últimamente, ya era hora de que su suerte cambiara.
La misa duró una hora y cuarto. Cuando la senadora salía, otro periodista la estaba esperando; éste tenía preparadas unas preguntas algo más difíciles.
—Senadora, ¿ha visto la portada del National Mirror de esta semana?
Toby acababa de dar la vuelta al coche para abrirle la portezuela. Aguantó la respiración, esperando a ver cómo se las arreglaba ella.
Abby sonrió, fue una sonrisa cálida y feliz.
—Sí, desde luego.
—¿Y qué piensa de ello, senadora?
Abby se puso a reír.
—Me quedé muy sorprendida. Tengo que confesar que estoy más acostumbrada a que se hable de mí en el Congressional Record que en el National Mirror.
—¿La aparición de esa foto le ha molestado o hecho enfadar, senadora?
—Desde luego que no. ¿Por qué habría tenido que molestarme? Como la mayoría de nosotros, en Navidad pienso en la gente que he querido y que ya no está conmigo. Esa foto me hizo recordar lo feliz que fue mi madre cuando gané ese concurso de belleza. Participé en él sólo para contentarla. Era viuda, ¿sabe? Y ella sola me sacó adelante. Estábamos muy unidas.
En este momento, sus ojos se tiñeron de tristeza y sus labios temblaron. Rápidamente inclinó la cabeza y se metió en el coche. Con un gesto rápido, Toby cerró la puerta tras ella.
*****
La luz del contestador automático centelleaba cuando Pat volvió de misa. Automáticamente apretó el dispositivo de marcha atrás hasta que la cinta se detuvo, entonces accionó el botón para oír lo grabado.
Las tres primeras llamadas habían sido anuladas. Luego apareció la voz de Sam:
—Pat, he estado intentando localizarte. Estoy a punto de subir al avión que me lleva a Washington. Te veré en casa de Abigail, esta noche.
«¿Cómo te debes comportar cuando te enamoras de verdad?», se preguntó Pat. Sam había planeado pasar toda la semana con Karen y su marido y ahora volvía corriendo a casa. Evidentemente, Abigail le había convencido para que asistiera, como uno de sus íntimos amigos, a su cena de Navidad. ¡Era obvio que existía algo entre ellos!
Abigail tenía ocho años más que él, pero no los aparentaba; muchos hombres se casan con mujeres mayores que ellos.
Luther Pelham también había telefoneado:
—Sigue trabajando en la segunda versión del guión. Debes estar en casa de la senadora a las cuatro en punto. Si los periódicos te llaman para preguntarte algo acerca de la fotografía del Mirror, di que no la has visto.
El siguiente mensaje empezó con una voz baja y suave:
—Señorita Traymore… Pat, quizá no me recuerdes —una pausa—, pero claro que sí, lo que pasa es que conoces a tanta gente, ¿verdad? —Pausa—. Tengo que darme prisa. Soy Margaret Langley, soy la directora…, retirada, desde luego, del colegio de Apple Junction.
Se había acabado el tiempo para dejar el mensaje. Exasperada, Pat se mordió los labios.
La señorita Langley había llamado de nuevo, esta vez había dicho con rapidez:
—Para continuar esta conversación, por favor, llama al 518-555-2460. —Se oían ruidos de una respiración trémula, entonces la señorita Langley se puso a llorar—. Señorita Traymore, hoy he sabido algo de Eleanor.
El teléfono sonó sólo una vez, antes de que la señorita Langley respondiera. Pat se identificó y fue interrumpida antes de acabar de decir su nombre.
—Señorita Traymore, después de todos estos años, hoy he hablado con Eleanor: justo cuando volvía de la iglesia mi teléfono estaba sonando, y ella dijo: «Hola»; con esa voz suya, dulce y tímida, y las dos nos hemos puesto a llorar.
—Señorita Langley, ¿dónde está Eleanor? ¿Qué es lo que hace?
Se hizo una pausa, entonces Margaret Langley habló pausadamente, como si estuviera escogiendo las palabras.
—Ella no me dijo dónde está. Dijo que se encuentra mucho mejor y que no quiere vivir escondiéndose siempre; dijo que estaba pensando en entregarse. Sabe que volverá a la cárcel, ya que no respetó su palabra. Expresó que esta vez le gustaría que yo la visitara.
—¡Entregarse! —Pat pensó en la expresión átona y desvalida de Eleanor Brown, después de oír su condena.
—¿Qué le dijo?
—Le pedí que la telefoneara. Pensé que quizá sería capaz de conseguir que le dieran la libertad bajo palabra. —La voz de Margaret Langley se quebró—. Señorita Traymore, por favor, no deje que esa chica vuelva a la cárcel.
—Lo intentaré —prometió Pat—. Tengo un amigo, un miembro del Congreso, que creo que nos podrá ayudar. Señorita Langley, por favor, por el bien de Eleanor, ¿sabe dónde la puedo encontrar?
—No, de verdad que no lo sé.
—Si ella vuelve a llamarla, pídale que se ponga en contacto conmigo antes de rendirse. Su postura será mucho más fuerte; si se entrega, no podrá negociar su libertad con la justicia.
—Ya sabía que usted nos ayudaría. Me di cuenta de que es una buena persona. —El tono de voz de Margaret Langley cambió—. Quiero que sepa lo contenta que estoy de que el encantador señor Pelham me llamara y me invitara a salir en su programa. Una persona vendrá mañana por la mañana para grabar una entrevista conmigo.
De modo que Luther también había tomado nota de esa sugerencia.
—Me alegro mucho. —Pat intentó parecer entusiasta—. Acuérdese de decir a Eleanor que me llame.
Pat colgó el auricular lentamente. Si Eleanor Brown era la chica tímida que la señorita Langley creía, entregarse sería un admirable acto de valor, pero para Abigail Jennings podía ser algo extremadamente perjudicial que, en los próximos días, una desvalida joven fuera encarcelada, de nuevo, por robo en la oficina de Abigail, mientras proclamaba a los cuatro vientos su inocencia.