A las nueve y quince minutos de la noche, Pat y Lila salieron de la casa del embajador y, juntas, emprendieron en silencio el camino hacia sus casas. Estando ya muy cerca, Lila dijo suavemente:
—Pat, no puedes imaginarte cuánto lo siento.
—¿Cuánto de lo que ha dicho aquella mujer es digno de crédito, y cuánto hay de exageración? Tengo que saberlo.
El eco de sus palabras aisladas todavía le resonaba en la mente: neurótica…, largos, huesudos…, mujeriego…, creemos que golpeó a aquella pobre niña.
—Tengo la imperiosa necesidad de saber cuánto hay de verdad en esas frases —repitió.
—Pat, esa mujer es una chismosa empedernida. Ella sabía perfectamente lo que estaba haciendo cuando empezó a hablar de la casa con la periodista del Washington Tribune.
—Se equivocaba, claro —dijo Pat con un tono neutro.
¿Equivocaba?
Habían llegado ante la puerta de Lila. Pat miró su propia casa, al otro lado de la calle. A pesar de haber dejado algunas luces encendidas en la planta baja, le seguía pareciendo remota y oscura.
—Hay algo que estoy segura que recuerdo. Fue cuando aquella noche empecé a correr desde el recibidor hasta el salón, y tropecé con el cuerpo de mi madre —se volvió hacia Lila—. Ya ves lo que esto me lleva a pensar. Una madre neurótica que, aparentemente, me consideraba un estorbo, y un padre enloquecido que intentó matarme. ¡Qué herencia!, ¿verdad?
Lila no respondió. El presentimiento que la había estado acechando se volvía más y más intenso.
—Oh, Kerry: quiero ayudarte.
Pat le cogió la mano.
—Me estás ayudando Lila —dijo—. Buenas noches.
En la biblioteca, la luz del contestador automático centelleaba sin cesar. Pat corrió la cinta hasta el principio y lo puso en marcha. Había sólo una llamada.
—Soy Luther Pelham. Son ahora las siete y veinte minutos. Tenemos un grave problema. No importa a la hora que llegues, llámame a casa de la senadora Jennings. Teléfono 703-555-0143. Es absolutamente necesario que nos veamos allí esta noche.
Con la boca seca, Pat marcó el número. Comunicaba. Tuvo que intentarlo tres veces antes de obtener la llamada. Contestó Toby.
—Soy Pat Traymore, Toby. ¿Qué es lo que ocurre?
—Muchas cosas. ¿Dónde está usted?
—En mi casa.
—Bien. El señor Pelham tiene un coche preparado para ir a buscarla. Estará allí dentro de diez minutos.
—Toby, ¿qué ocurre?
—Señorita Traymore, puede que eso sea lo que tenga que explicar usted misma a la senadora —y colgó.
Media hora más tarde, el coche de la Emisora, que Luther había mandado, llegaba a casa de la senadora Jennings, en McLean. Durante el camino, Pat se había preocupado con mil conjeturas, pero todas sus reflexiones la llevaban a la misma fría conclusión:
Algo había ocurrido que estaba molestando o inquietando a la senadora, y cualquiera que fuese el problema, la estaban culpando de ello.
Toby abrió la puerta con una expresión siniestra, y la acompañó hasta la biblioteca.
Unas sombras silenciosas estaban sentadas alrededor de la mesa, en consejo de guerra; la tensión de los presentes desentonaba con el ambiente festivo que creaban las poinsettas a ambos lados de la chimenea.
Con una serenidad glacial, y la expresión de una esfinge marmórea, la senadora Jennings se quedó mirando fijamente a Pat. Philip se hallaba sentado a su derecha, su cabello largo y fino estaba despeinado, y le caía descuidadamente sobre su cabeza ovalada.
Las mejillas de Luther Pelham tenían un color sonrosado. Parecía estar a punto de darle un ataque.
«Esto no es un juicio —pensó Pat—, esto es la Inquisición española. Mi culpabilidad ya ha sido decidida. Pero ¿culpa de qué?». Sin ofrecerle un asiento, Toby dejó caer su pesado cuerpo en la última silla de la mesa.
—Senadora —dijo Pat—, algo terrible ha sucedido, y es evidente que tiene algo que ver conmigo. ¿Podrían explicarme qué es lo que ha pasado?
Había una revista en el centro de la mesa. Con un rápido gesto, Philip la cogió y la empujó hacia Pat.
—¿Dónde has conseguido esta fotografía? —preguntó fríamente.
Pat miró con fijeza la portada del National Mirror. El titular decía: «¿Logrará Miss Apple Junction ser la primera mujer vicepresidente del país?». La fotografía, que ocupaba toda la portada, mostraba a Abigail, con la corona de Miss Apple Junction, acompañada de su madre.
Ampliada, la fotografía mostraba, todavía más cruelmente, las enormes proporciones de Francey Foster, y se podía apreciar su carne, aprisionada bajo un vestido de corte barato, lleno de manchas. El brazo que rodeaba a Abigail era una masa informe de grasa, y la sonrisa de orgullo contribuía a resaltar su sotabarba.
—¿Vio usted esta fotografía anteriormente? —le espetó.
—Sí.
¡Qué terrible para la senadora! Recordaba la sombría observación de Abigail cuando explicó que había pasado más de treinta años intentando desligarse de su pasado, en Apple Junction. Ignorando a los demás asistentes, Pat se dirigió a la senadora directamente.
—Usted no creerá que tengo algo que ver con la publicación de esta fotografía en el National Mirror.
—Escuche, señorita Traymore —contestó Toby—, no se moleste en mentirnos. He descubierto que usted estuvo merodeando por Apple Junction; estuvo incluso buscando ediciones antiguas del periódico local. Yo estaba en su casa cuando la llamó Saunders.
No había nada de respetuoso en el tono de voz de Toby.
—Le he dicho a la senadora que fuiste a Apple Junction, contraviniendo mis órdenes expresas —bramó Luther.
Pat comprendió el aviso. Debía evitar que Abigail supiera que Luther había permitido que ella fuera al lugar donde nació Abigail; pero ahora, eso no tenía importancia, lo que importaba era Abigail.
—Senadora —empezó Pat—, comprendo que debe sentirse…
Sus palabras hicieron el efecto de una explosión. Abigail saltó.
—¿De veras? Creía que había sido suficientemente explícita; pero déjeme repetírselo de nuevo. He odiado cada minuto de mi vida en esa horrible ciudad. Luther y Toby han acabado por explicarme lo que fue usted a hacer allí; por lo tanto, sé que vio a Jeremy Saunders. ¿Qué le ha dicho esa sanguijuela inútil? ¿Que estaba obligada a utilizar la puerta trasera y que mi madre era la cocinera? Apostaría algo a que lo ha hecho. Creo que usted facilitó la fotografía, Pat Traymore, y además, sé la razón. Está decidida a describirme a su manera. Le gustan las historias de Cenicienta, sólo hay que ver sus cartas. Y como fui lo bastante estúpida para dejar que se hablara de mí en ese programa, decidió que tenía que ser a su manera, para que todos hablaran del toque mordaz y conmovedor que tiene Patricia Traymore. El hecho de que eso pueda costarme aquello por lo que he estado trabajando toda mi vida no le importa.
—¿Usted cree que yo soy capaz de mandar esta fotografía a esa revista con el propósito de progresar en mi carrera? —La mirada de Pat iba de un lado a otro—. Luther, ¿ha visto la senadora el guión, o todavía no?
—Sí, ya lo ha visto.
—¿Qué me dice del guión alternativo?
—Olvídalo.
—¿Qué otro guión? —preguntó Philip.
—El que he estado rogando a Luther que utilizara, y le aseguro que en ése no se menciona el concurso de belleza, ni hay fotografías de él. Senadora, en cierta manera, usted tiene razón —continuó Pat—. Es verdad que quiero que esta producción se haga a mi manera, pero por la mejor de las razones. Yo la admiro a usted muchísimo, y cuando le escribí aquella carta, no sabía que tenía usted posibilidades de ser elegida vicepresidente en un corto plazo; y esperaba que usted sería firme candidata a la presidencia. Yo tenía mis esperanzas depositadas en usted, y pensaba que sería un rival para la próxima nominación presidencial, el año que viene. —Pat hizo una pausa para respirar y, rápidamente, prosiguió—: Espero que haya leído con detalle la primera carta que le mandé; realmente pensaba lo que le decía. El único problema que usted tiene es que el público americano la considera fría y distante. Esta fotografía es un buen ejemplo de ello; sencillamente, se avergüenza de ella. Pero mire la expresión de su madre; ¡está tan orgullosa de usted! Está gorda. ¿Es eso lo que le molesta? Miles de personas lo están, y en la generación de su madre, mucha gente mayor tenía ese problema. Por lo tanto, si yo fuera usted, cuando me entrevistasen, les diría a todos que aquél fue el primer concurso de belleza al que tuvo acceso, y que participó porque sabía lo feliz que haría a su madre si lo ganaba. No hay una madre en el mundo que dejara de simpatizar con usted por eso; Luther puede mostrarle el resto de mis sugerencias para el programa, pero le diré una cosa; si no la eligen vicepresidente, no será a causa de esta fotografía; será debido a su reacción ante ella, y por el hecho de que se avergüenza de su pasado. —Tras una pausa continuó—: Voy a pedir al chófer que me lleve a casa. —Y seguidamente, con la mirada encendida, se dirigió a Luther—. Te ruego que me llames mañana por la mañana y me digas si deseas que siga adelante con el programa. Buenas noches, senadora.
Se dio la vuelta para irse, pero la voz de Luther la detuvo.
—Toby, levanta tu trasero de esa silla y haz algo de café. Pat, siéntate y a ver si arreglamos este embrollo.
*****
Era la una y treinta minutos de la madrugada cuando Pat llegó a su casa. Se puso el camisón y la bata, hizo té, se lo llevó al salón y se arrebujó en el canapé.
Mirando el árbol de Navidad, reflexionaba sobre la jornada que acababa de pasar. Si creía lo que había dicho Catherine Graney, toda la historia del gran amor entre Abigail y Willard Jennings se desmoronaba; si creía lo que había oído en la fiesta del embajador, su madre había sido una neurótica; si creía lo que le decía la senadora Jennings, todo lo que le había contado Jeremy Saunders era una retorcida protesta.
Debió de haber sido él quien había mandado la fotografía de Abigail al Mirror. Sólo él podía haber cometida tamaña bajeza.
Bebió el último sorbo de té y se levantó; no servía de nada seguir pensando en eso. Se acercó al árbol de Navidad y pulsó el interruptor para apagar las luces. De pronto, se detuvo. Recordaba que cuando Lila y ella estaban tomándose el jerez, notó que uno de los adornos del árbol se había caído y estaba en el suelo. «Debo de haberme equivocado», pensó.
Se encogió de hombros y se fue a la cama.