Sam bebía cerveza a sorbos, mientras su mirada vagaba entre la muchedumbre que llenaba el club de Palm Springs. Giró la cabeza, miró a su hija y sonrió. Karen había heredado el colorido de su madre, el oscuro tono tostado del bronceado hacía resaltar su cabello rubio, que todavía parecía más claro. Apoyaba la mano en el hombro de su marido. Thomas Walton Snow, junior, era un tipo estupendo, un buen marido y un hombre de negocios de éxito. Su familia era fastidiosamente sociable, para el gusto de Sam, pero estaba contento de que su hija se hubiera casado bien.
Desde su llegada, Sam había sido presentado a varias mujeres que rozaban la cuarentena, extremadamente atractivas, viudas, jóvenes viudas con profesión, cada una de ellas dispuesta a escoger un hombre para el resto de su vida. Todo ello contribuía a que Sam sintiese una cierta inquietud, una incapacidad para el descanso, una dolorosa e inmensa sensación de no pertenecer a nadie.
¿Adónde demonios pertenecía él?
A Washington. Se estaba bien con Karen; pero, simplemente, la gente que ella encontraba tan interesante, a él le importaba un bledo.
«Mi hija tiene veinticuatro años, —pensó—, está felizmente casada y esperando un hijo. No estoy dispuesto a conocer a todas las cuarentonas disponibles de Palm Springs».
—Papá, ¿podrías dejar de poner esa expresión feroz?
Karen se inclinó a través de la mesa y lo besó; luego, volvió a abrazar a Tom. Examinó los ojos brillantes y expectantes de la familia de Tom; en uno o dos días empezarían a cansarse de él. Estaba empezando a convertirse en un huésped incómodo.
—Corazón —le dijo a Karen, en tono confidencial—, me preguntaste si creía que el presidente apoyaría a la senadora Jennings, para ser elegida vicepresidente, y te dije que no lo sabía. Tengo que ser más sincero, creo que acabará por ser elegida.
De repente, todas las miradas se posaron en él.
—Mañana por la noche la senadora dará una fiesta en su casa, y una parte saldrá en la televisión. A ella le gustaría que yo estuviera presente. Si no te importa, creo que tengo que asistir.
Todo el mundo lo comprendió.
El suegro de Karen mandó que trajeran un horario de aviones. Si Sam se marchaba de Los Ángeles a la mañana siguiente, en el vuelo de las ocho, llegaría al aeropuerto internacional de Washington hacia las cuatro y media, hora de la Costa Este. ¡Qué interesante ser invitado a una cena transmitida por televisión! ¡Todos esperaban con ilusión el programa!
Solo Karen no dijo nada hasta después, que exclamó riendo:
—¡Papá, corta el rollo! ¡He oído rumores de que la senadora Jennings te ha echado el ojo!