Cuarenta minutos mas tarde, mientras Pat batallaba con el cierre de su collar, el timbre de la puerta sonó anunciando la llegada de Sam. Se había cambiado el vestido por uno de lana verde oscuro con ribetes de raso; una vez Sam le dijo que el verde realzaba el tono rojizo de su pelo.
El timbre sonó de nuevo. Los dedos le temblaban demasiado y le era imposible abrochar el cierre; agarró el bolso y arrojó dentro el collar. Bajó las escaleras precipitadamente tratando de mantener la calma, y tuvo que hacer un esfuerzo para recordar que Sam no la había llamado ni una sola vez desde que había muerto Janice, su mujer, hacía ocho meses.
En el último escalón, se dio cuenta de que su pierna derecha se estaba resintiendo de nuevo. Fue la insistencia de Sam para que consultara a un especialista acerca de su cojera lo que finalmente la obligó a contarle la verdad sobre su lesión.
Dudó un momento en el vestíbulo; entonces, lentamente, abrió la puerta.
El cuerpo de Sam llenaba casi por completo el hueco de la puerta. La luz de la calle iluminaba las vetas plateadas de su pelo castaño oscuro. Bajo las despeinadas cejas, sus ojos color avellana tenían una expresión cautelosa y burlona y, en torno a ellos, aparecían unas arrugas desconocidas. Pero su sonrisa, cuando él la miró, era la misma, cálida y acariciadora.
Se quedaron de pie, un tanto incómodos, cada uno esperando a que el otro tomara la iniciativa y pronunciara la primera palabra. Sam llevaba en la mano una escoba; se la tendió solemnemente.
—Los amish[1] están establecidos en mi distrito y una de sus costumbres consiste en llevar consigo sal y una escoba nueva cuando visitan por primera vez una casa. —Inmediatamente, sacó un salero del bolsillo—. Cortesía de la casa —dijo al entrar. Puso las manos sobre los hombros de la joven y se inclinó para besarla en la mejilla—. Bienvenida a nuestra ciudad, Pat. Es estupendo que estés aquí.
«Así que se trata de esta clase de bienvenida —pensó Pat—, la de unos viejos amigos que se vuelven a encontrar, nada más. Washington es una ciudad demasiado pequeña para tratar de eludir una antigua relación, así que es mejor ir directamente a su encuentro y establecer las reglas de antemano. No, ni lo pienses, Sam; ahora se trata de un nuevo juego, y esta vez pienso ganar yo».
Ella le devolvió el beso y acercó sus labios a los de él durante unos instantes; sintiendo cómo la emoción lo invadía, dio un paso atrás y sonrió con naturalidad.
—¿Cómo sabías que estaba aquí? —le preguntó—. ¿Acaso tienes la casa vigilada?
—No es eso, Abigail me dijo que ibas a ir a su oficina mañana, y llamé a la Emisora Potomac para que me dieran tu número de teléfono.
—Ya entiendo. —Había cierto matiz de intimidad en la forma que tenía Sam de referirse a la senadora Jennings. Sintió que el corazón le daba un vuelco, y bajó la mirada para evitar que Sam viera su expresión. Se puso a buscar afanosamente el collar en su bolso—. Esto tiene un cierre que ni el gran Houdini podría con él. Por favor, ¿me lo puedes abrochar? —y le tendió el collar.
Él se lo pasó alrededor del cuello y ella sintió el calor de sus manos mientras se lo abrochaba; durante un instante, sus dedos le rozaron la piel.
—Muy bien, creo que ya está. Ahora sé una buena anfitriona y enséñame la casa.
—De momento no hay nada que enseñar, pues el camión de las mudanzas no llega hasta mañana, pero dentro de pocos días este lugar tendrá un aspecto totalmente distinto. Además, me muero de hambre.
—Si no recuerdo mal, es algo habitual en ti —dijo Sam, sin poder evitar una divertida mirada—. ¿Cómo es posible que una cosa tan pequeña pueda atiborrarse de helados con nueces y chocolate caliente y de pasteles mantecosos sin engordar ni un solo gramo?
«Ve con cuidado, Sam —pensó Pat mientras iba en busca de su abrigo—. Me has tachado de pequeña tragona».
—¿Adónde vamos?
—He reservado una mesa en la Maison Blanche. Se come bien allí.
—¿Tienen menú para niños? —preguntó Pat dulcemente mientras le tendía la chaqueta.
—¿Cómo? ¡Oh! Lo siento, pensaba que te estaba haciendo un cumplido.
Sam había aparcado su coche detrás del de ella, junto a la entrada. Se encaminaron hacia la verja mientras él mantenía su mano suavemente bajo el brazo.
—Pat, ¿te sigue doliendo la pierna derecha? —preguntó con tono preocupado.
—Sólo un poco. Me siento rígida y dolorida a causa del viaje en coche.
—Corrígeme si me equivoco; pero ¿no es ésta la casa de tus padres?
Ella asintió distraídamente.
Pat se lo había explicado todo la noche que pasaron juntos, y que había revivido tantas veces; aquella noche en el motel Ebb Tide en Cape Cod. Bastaba para ello el olor a mar, o la imagen de una pareja sentada en un restaurante con las manos entrelazadas y sonriéndose con esa secreta sonrisa de los amantes. Y, aquella misma noche, todo había acabado entre ellos. Al día siguiente, cuando se hallaban sentados, tristes y silenciosos, ante la mesa del desayuno, conscientes de lo inminente de su separación, hablaron a fondo y llegaron a la conclusión de que no tenían derecho a amarse. La mujer de Sam, que debido a una esclerosis múltiple estaba postrada en una silla de ruedas, no se merecía el sufrimiento adicional de saber que su marido tenía relaciones con otra mujer. «Y estoy seguro que ella se daría cuenta», había dicho Sam.
Pat luchó por retornar al presente y trató de cambiar de tema.
—¡Qué calle tan fantástica! Me recuerda el paisaje de una tarjeta de Navidad.
—Casi todas las calles de Georgetown parecen una tarjeta de Navidad en esta época del año —respondió Sam—. Pat, me parece horrible que intentes revivir tu pasado, ¿por qué no lo dejas todo como está?
Llegaron al coche; él le abrió la puerta y ella subió. Esperó a que él se sentara y lo pusiera en marcha para decirle:
—No puedo, Sam; detrás de todo esto hay algo inquietante y no descansaré hasta averiguar de qué se trata.
Sam disminuyó la marcha al llegar al cruce.
—Pat, ¿te das cuenta de lo que tratas de hacer? Quieres escribir la historia de nuevo, recordando aquella noche, y convencerte a ti misma de que lo que ocurrió no fue más que un terrible accidente, que tu padre no quería herirte a ti ni matar a tu madre. Lo único que conseguirás con esto es que todo te resulte mucho más duro.
Ella le miró de reojo y estudió su perfil. Sus rasgos, destacándose en la penumbra, eran demasiado irregulares para responder a los cánones de belleza clásica, pero resultaban extraordinariamente atractivos. Tuvo que dominar el impulso de deslizarse junto a él para que la suave lana de su abrigo rozara su mejilla.
—Sam, ¿alguna vez te has mareado navegando? —preguntó.
—Una o dos veces, nada más. En general soy buen marinero.
—También yo; pero recuerdo un verano con Verónica y Charles cuando volvíamos de un viaje en el Queen Elizabeth. Hubo una gran tormenta y no sé por qué extraña razón me mareé. No recuerdo haberme sentido nunca tan mal, y lo único que deseaba en aquellos momentos era que desapareciera tan horrible sensación. Pues mira, eso es precisamente lo que me está pasando ahora; hay una serie de cosas que no consigo alejar de mi pensamiento.
Sam giró por la Pennsylvania Avenue.
—¿Qué cosas?
—No sé… sonidos… impresiones… a veces muy vagos y otras veces, sobre todo cuando me despierto, tremendamente claros. Y, sin embargo, antes de que pueda retenerlos se desvanecen. El año pasado probé incluso la hipnosis, pero no funcionó; leí por casualidad que ciertos adultos son capaces de recordar con exactitud situaciones que ocurrieron cuando tenían dos años. Un estudio decía que la mejor forma de recobrar la memoria consiste en reproducir el entorno; afortunada o desafortunadamente eso es algo que yo puedo hacer.
—Sigo pensando que no es una buena idea.
Pat miró por la ventanilla. Había estudiado el plano de las calles para tener una idea de la ciudad, y trató de comprobar si sus impresiones eran exactas; pero el coche iba demasiado deprisa y la oscuridad era demasiado intensa para estar segura de nada. Hicieron el resto del trayecto en silencio.
El maître de la Maison Blanche, tras saludar efusivamente a Sam, los escoltó hasta una mesa.
—¿Lo de siempre? —preguntó Sam una vez sentados.
Pat asintió con la cabeza, plenamente consciente de la proximidad de Sam. ¿Era ésta su mesa favorita? ¿A cuántas mujeres habría traído aquí?
—Dos Chivas Regal con hielo y un poco de soda, por favor. —Sam esperó a que el maître se hubiera alejado lo suficiente para que no pudiera oírlos y dijo—: Bueno, ahora háblame de estos últimos años, y no te dejes nada en el tintero.
—A la orden, jefe. Déjame un momento para pensar. —Por supuesto, omitiría aquellos indescriptibles primeros meses que siguieron a su ruptura, la total confusión en que quedó sumida y la desesperante tristeza con que transcurrieron. Prefirió hablar de su trabajo; de cómo había sido nominada para el Emmy por su programa sobre la recién nombrada alcaldesa de Boston, y también acerca de su creciente obsesión por realizar un programa sobre la senadora Jennings.
—¿Por qué precisamente Abigail? —dijo Sam.
—Porque me parece que ya va siendo hora de que una mujer se presente para presidente. Dentro de dos años habrá elecciones y Abigail Jennings encabezará la lista de candidatos y, si no te lo crees, mira su historial: hace diez años que está en el Congreso y es su tercer mandato en el Senado; es miembro del Comité de Asuntos Exteriores y del Comité de Presupuestos. También es la primera mujer ayudante del líder del grupo mayoritario. ¿No es un hecho que el Congreso continúa reunido porque el presidente confía que ella consiga que los presupuestos se aprueben de acuerdo con sus intereses?
—Sí, es verdad; y lo que es más, lo conseguirá.
—¿Qué opinas de ella?
Sam se encogió de hombros.
—Es competente; es tremendamente valiosa; eso no se puede negar. Pero ha pisoteado a demasiada gente, Pat. Cuando algo le molesta, no le importa a quién pueda destrozar ni la forma de hacerlo.
—Supongo que esto les sucederá a la mayoría de los hombres que están en el poder.
—Probablemente.
—Seguro.
El camarero apareció con la carta. Pidieron una ensalada César para tomarla entre los dos. Esto era también otro recuerdo. Aquel último día Pat preparó una comida fría y le preguntó a Sam qué tipo de ensalada prefería. «César —había dicho él sin vacilar—, y con muchas anchoas, por favor». «¿Cómo te pueden gustar esas cosas?», le había preguntado ella. «¿Y cómo es que a ti no te gustan? Es un sabor al que hay que habituarse, pero una vez te acostumbras ya no lo puedes dejar». Aquel día decidió probarlas y pensó que eran buenas.
Por lo visto él también se acordaba. Mientras el camarero recogía la carta, dijo sonriendo:
—Me alegro de que no hayas perdido la afición por las anchoas. Volviendo a Abigail, me sorprende que esté de acuerdo en la realización de este documental.
—Francamente, yo todavía no me lo creo. Le escribí hará unos tres meses. Había estado investigando mucho sobre ella y yo estaba absolutamente fascinada por lo que había descubierto. Sam, ¿qué sabes de sus comienzos?
—Es de Virginia y tomó el puesto de su marido en el Congreso cuando él murió. Es una trabajadora empedernida.
—Exactamente. Así es como todo el mundo la ve. La verdad es que Abigail Jennings es de Upstate (Nueva York), no de Virginia. Ganó el concurso de belleza del estado de Nueva York, pero no quiso ir a Atlantic City para participar en el desfile de Miss América porque tenía una beca para estudiar en Radcliffe y no quería arriesgarse a perder un año. Tenía sólo treinta y un años cuando se quedó viuda, y estaba tan enamorada de su marido que han pasado veinticinco años y aún no se ha vuelto a casar.
—No se ha vuelto a casar, pero tampoco ha vivido enclaustrada.
—Según lo que he podido saber, pasa casi todos los días y sus respectivas noches trabajando.
—Esto es cierto.
—De todos modos, en la carta que le escribí le expliqué que mi intención era hacer un programa en el que los telespectadores tuvieran la sensación de haberla conocido personalmente. Le hice un pequeño esbozo de lo que pensaba. En respuesta, recibí la carta más fría y más seca que me han mandado en mi vida. Pero hace dos semanas Luther Pelham me telefoneó diciéndome que iba a venir a Boston con el propósito de llevarme a comer y proponerme un trabajo. Durante el almuerzo, me explicó que la senadora le había enseñado mi carta y que precisamente él había estado meditando acerca de realizar una serie llamada Mujeres en el Gobierno. Conocía y apreciaba mi trabajo y estaba convencido de que yo era la persona adecuada para llevar a cabo este programa. Añadió que tenía la intención de que yo interviniera con regularidad en el noticiero de las siete de la tarde. Puedes imaginarte cómo me sentí. Pelham es probablemente el comentarista más importante de la profesión; la emisora es tan poderosa como la Turner y el sueldo es fantástico. Iniciaré la serie con un documental sobre la senadora Jennings y él quiere que se haga lo antes posible. Pero todavía no entiendo la razón por la que la senadora cambió de idea.
—Yo puedo decirte el porqué. El vicepresidente está a punto de dimitir, ya que se halla mucho más enfermo de lo que la gente piensa.
Pat dejó el tenedor sobre la mesa y lo miró fijamente.
—Sam, ¿quieres decir que…?
—Quiero decir que al presidente le quedan menos de dos años de gobierno. ¿Qué mejor, para tener a todas las mujeres del país contentas, que nombrar vicepresidente, por primera vez, a una mujer?
—Pero esto significa… Si la senadora Jennings es vicepresidente, difícilmente podrán negarle el derecho a ser nominada para presidente la próxima vez.
—Espera, Pat. No corras tanto. Yo sólo he dicho que si el vicepresidente dimite, Abigail Jennings y Claire Lawrence tendrán la oportunidad de su vida para poder lograr su puesto. Claire es prácticamente la Emma Bombeck del Senado; muy popular, muy aguda, y una legisladora de primera clase; sería una excelente vicepresidente. Pero Abigail lleva más años en el Senado. El presidente y Claire son ambos originarios del Medio Oeste, y políticamente esto no resulta conveniente. Él preferiría nombrar a Abigail, pero no puede pasar por alto el hecho de que es poco conocida nacionalmente, y tampoco puede olvidar que ella se ha creado enemigos muy poderosos en el Congreso.
—¿Entonces tú crees que Luther Pelham quiere que este documental sirva para que la gente vea a Abigail de un modo más personal, más humano?
—Basándome en lo que me acabas de contar, es lo que deduzco. Fueron amigos íntimos durante mucho tiempo, y supongo que quiere ayudarle a conseguir el apoyo popular. Estoy seguro de que no le disgustaría ver a su querida amiga sentada en la silla del vicepresidente.
Comieron en silencio mientras Pat reflexionaba sobre lo que Sam le acababa de decir. Desde luego esto explicaba la súbita oferta de trabajo y los apremios de Luther por hacer el programa lo antes posible.
—¡Eh, que estoy aquí! —dijo Sam—. Todavía no me has preguntado lo que yo he estado haciendo durante estos dos últimos años.
—He seguido tu carrera paso a paso —le respondió Pat—. Brindé por ti cuando fuiste reelegido y no me sorprendió en absoluto. Te escribí y rompí una docena de cartas cuando Janice murió, porque, aunque se supone que soy hábil manejando las palabras, nada de lo que escribí me pareció adecuado. Debes de haberlo pasado muy mal.
—Sí, fue muy duro. Cuando ya supe que a Janice le quedaba poco tiempo de vida, reduje al mínimo mis obligaciones laborales y pasé todo el tiempo que pude con ella. Creo que esto la ayudó en sus últimos momentos.
—Estoy segura de que sí.
No pudo aguantarse más y preguntó:
—Sam, ¿por qué has esperado tanto tiempo para llamarme? ¿Me habrías llamado si yo no llego a venir a Washington?
El murmullo de fondo de las voces, el tintineo de los vasos, el tentador aroma de la comida, las paredes forradas de madera y las separaciones de cristal translúcido entre las mesas se desvanecieron esperando su respuesta.
—Te llamé —dijo—, te llamé muchísimas veces, pero tuve el valor suficiente para colgar antes de que tu teléfono sonara. Mira, Pat, cuando te conocí estabas a punto de comprometerte, y por culpa mía no lo hiciste.
—Contigo o sin ti, el resultado habría sido el mismo, Sam. Rob es un buen chico pero eso no basta.
—Es un joven y brillante abogado con un excelente futuro y, en estos momentos, estarías casada con él de no haber sido por mí. Tengo cuarenta y ocho años, Pat, y tu veintisiete. Voy a ser abuelo dentro de tres meses; tú querrás tener hijos y a mí ya no me quedan energías para fundar una nueva familia.
—Ya veo, Sam, ¿puedo preguntarte una cosa?
—Naturalmente.
—¿Me sigues amando o también has conseguido borrar este sentimiento?
—Te amo lo bastante como para darte la oportunidad de que puedas encontrar a alguien de tu edad.
—¿Y tú has encontrado a alguien de tu edad?
—No estoy saliendo con nadie en particular.
—Ya entiendo —dijo esforzándose en sonreír—. Bueno, ahora que ya hemos puesto las cartas sobre la mesa, ¿por qué no me pides ese postre maravilloso que se supone que me encanta?
Pareció aliviado. ¿Acaso había imaginado que ella lo pondría contra las cuerdas? ¡Parecía tan cansado! ¿Dónde estaban el entusiasmo y la energía de antes?
Cuando la acompañó a su casa una hora después, Pat recordó lo que había estado queriendo comentarle:
—Sam, un chiflado llamó a mi despacho la semana pasada —y se lo explicó todo—. ¿Los congresistas recibís muchas cartas o llamadas amenazadoras?
Él no pareció darle demasiada importancia.
—No muchas, y nadie se las toma demasiado en serio. —La besó en la mejilla y soltó una risita—. Estaba pensando que no estaría de más que hablara con Claire Lawrence y averiguara si está tratando de amedrentar a Abigail.
Pat lo siguió con la mirada hasta que el coche desapareció; entonces cerró la puerta y la atrancó. La casa aumentaba su sensación de vacío. «Con los muebles será diferente», se dijo dándose ánimos.
Algo que estaba en el suelo atrajo su mirada; era un sobre corriente de color blanco. Debían de haberlo deslizado por debajo de la puerta mientras estaba fuera. Su nombre aparecía escrito con letras negras de trazo grueso que se inclinaban marcadamente hacia la izquierda. «Seguramente proviene de algún corredor de fincas», se dijo, intentando autoengañarse. Pero el nombre comercial y la dirección no figuraban en el sobre, que era de mala calidad. Lo rasgó y lo abrió lentamente; al extraer la hoja de papel del interior leyó: «Te advertí que no vinieras».